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Buena voluntad, felicidad y prudencia en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant

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Por GUSTAVO SARMIENTO

Podemos decir que Immanuel Kant, nacido el 22 de abril de 1724 en la ciudad prusiana de Königsberg, ha sido el filósofo más influyente de la modernidad. El “giro copernicano” al cual sometió a la metafísica y la ética transformó la filosofía y la cultura occidental. Su pensamiento moral constituye un grandioso sistema y —como parte de ella— la Fundamentación de la metafísica de las costumbres es uno de los escritos de referencia en la historia de la reflexión moral, además de constituir un hermoso libro. Sin pertenecer al núcleo argumentativo de esta obra, las reflexiones del gran pensador prusiano acerca de las relaciones entre una voluntad de bien, la felicidad y la prudencia ilustran la potencia y originalidad de su filosofía moral.

La buena voluntad es el bien moral supremo

Tan pronto entra en materia, Kant afirma rotundamente en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de 1785 que una buena voluntad es lo único en este mundo —o en el otro— que es bueno sin condiciones. Esta clase de voluntad no es otra que aquella que obra por deber y no por inclinación o interés. Las acciones que el deber exige son necesarias, independientemente de cuál sea su fin u objeto. De allí que las máximas que obligan a ellas han de ser universales. La voluntad de bien elige estas máximas como guías de su obrar —ejemplos de Kant son: cumplir las promesas, conservar la propia vida, ayudar al prójimo o buscar la felicidad— y las eleva a leyes universales, pues la ley moral prescribe esta universalidad. El deber es la necesidad de la acción por el respeto que la persona de buena voluntad siente por la ley moral que se da a sí misma como imperativo categórico: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal. Actuando por deber, dándose a sí misma la ley de sus acciones, liberada de la influencia de sus inclinaciones e intereses, la buena voluntad es libre en el sentido más eminente de la libertad, que es la autonomía.

Nada de esto está fundado en la felicidad. Kant no define a la buena voluntad partiendo de alguna noción de felicidad. No pertenece a su filosofía moral el pensamiento de que la voluntad sea buena por alcanzar o perseguir —en alguna de sus formas: bienaventuranza, beatitud, diferentes nociones clásicas de la eudaimonía, etc.— la felicidad, bien sea, propia, bien sea, de su prójimo o del hombre en general. El bien moral supremo e incondicionado no es la felicidad, que solo adquiere valor moral cuando es puesta al servicio de una voluntad que subordine y adecue a máximas universales el vigor que esa felicidad —constituida, verbigracia, por riquezas, poder, honores, salud y tantas otras cosas que causan beneplácito— otorga al hacer, y carece del mismo cuando la búsqueda y disfrute de la misma no están subordinados a la legislación universal de una buena voluntad.

El verdadero propósito del uso práctico de la razón

La razón tiene un uso práctico que influye sobre la voluntad. Según las éticas de la felicidad, definirla y determinar los medios de llegar a ella es el propósito de este uso. Esta es una de sus premisas, pero Kant rechaza tal punto de vista. Otro es el fin de la razón en su uso práctico, arguye él. La naturaleza no ha dotado al hombre de razón para que esboce la felicidad y encuentre los medios que lo conduzcan a la misma. Si la felicidad fuera el verdadero fin de la naturaleza para el hombre, no lo dotaría de razón y en vez de ello habría reservado al instinto la elección de los fines y los medios conducentes a ella, ya que la razón humana carece de las fuerzas requeridas para solucionar el rompecabezas de la felicidad. Entonces, infiere él, el auténtico propósito de la razón en su uso práctico, uno que es mucho más digno que la felicidad, ha de ser producir una buena voluntad, lo cual es imposible efectuar sin la razón. En un breve ensayo titulado Ideas para una historia universal en clave cosmopolita nuestro autor llega a decir lo siguiente: “Se diría que a la naturaleza no le ha importado en absoluto que el hombre viva bien, sino que se vaya abriendo camino para hacerse digno, por medio de su comportamiento, de la vida y el bienestar”.

Buena voluntad y felicidad

Para la filosofía moral kantiana ser bueno no es lo mismo que ser feliz. La felicidad no es la esencia de una voluntad buena, por sí misma no le da existencia ni hace posible que llegue a ser. Tampoco es el caso que una buena voluntad vuelva al hombre feliz o al menos haga posible que lo sea. No por obrar moralmente es probable que uno sea feliz, más bien acaece lo contrario, pues el cumplimiento del deber con frecuencia obliga a renunciar a nuestras inclinaciones e intereses. Puestos en la otra orilla, la procura de la propia felicidad aminora las probabilidades de ser bueno.

Mas esto no quiere decir que en la moral kantiana buena voluntad y felicidad no tengan nada que ver una con la otra. Kant no afirma que una buena voluntad no pueda ser feliz, que buena voluntad y felicidad constituyan conceptos contradictorios, siendo imposible que se junten en un mismo sujeto. Él reconoce y afirma la existencia de una relación importante entre la felicidad y una buena voluntad, la cual, por cierto, es de fundamentación y va desde la buena voluntad hacia la felicidad: poseer una voluntad buena hace al hombre digno de ser feliz. Esta tesis presupone que, aunque sea difícil, no es imposible conciliar la vida moral con la persecución de la felicidad y su logro. De no ser así, carecería de sentido; y tampoco sería posible afirmar, como lo hace este autor, que procurar la felicidad propia, además de la del prójimo, es una máxima del deber moral.

Advertirá el lector que la felicidad a la cual se refiere nuestro pensador no es un bien objetivo. Con el advenimiento de la modernidad y bajo el influjo del empirismo, la felicidad dejó de recibir definiciones objetivas y pasó a ser considerada como un bien subjetivo, fundado en principios empíricos de la moralidad. Kant señala que estos principios han sido erigidos, bien sea sobre el sentimiento físico de placer y displacer, bien sea, sobre un sentimiento moral (Hutcheson et al.). En ambos casos, los principios empíricos no dan para fundamentar leyes morales con base en ellos, pues les falta la universalidad con la cual estas leyes deben valer para todos los seres racionales. Un concepto concreto de la felicidad conforme a principios empíricos fundados en los sentimientos de placer y displacer tendría que abarcar la totalidad de los objetos empíricos que darían satisfacción a las diferentes inclinaciones, apetencias e intereses, que siempre son los de alguien, y no podría ser sino subjetivo.

El cálculo de la felicidad

El hombre requiere para la felicidad una totalidad constituida por el máximo de bienestar personal con el mínimo de contrariedades en su circunstancia presente y en toda circunstancia futura. La felicidad es lo que Kant llama un ideal, a saber, el concepto de una totalidad absoluta, mas no es un ideal de la razón, sino de la imaginación. Aquí y debido a ello la razón humana se topa con un problema que le corresponde resolver, mas no puede hacerlo a satisfacción. Cada hombre desea la felicidad, pero nunca será capaz de decir con precisión y fidelidad a sí mismo lo que verdaderamente quiere. Si son riquezas, fama, honores, etc., con ellos también pueden venir sufrimientos. Le es, pues, imposible determinar con seguridad aquello que de verdad lo haría feliz en un estado continuado a lo largo de la vida. Añádase que este fin para él es titubeante, pues lo que ahora quiere pudiera no desearlo después. Formar un concepto preciso de la propia felicidad, esa totalidad formada por la mayor satisfacción de nuestros intereses e inclinaciones con el mínimo de contrariedades, se vuelve imposible. Supongamos, por mor de la argumentación, que fuese factible. Una nueva dificultad reside en la determinación —una suerte de cálculo— de los medios, es decir, las acciones que conduzcan al fin propuesto, previendo los efectos y consecuencias de las mismas, de manera que no se vuelvan en contra del propio bienestar en todas las circunstancias, presentes y futuras, de quien realiza el cálculo, circunstancias sobre las cuales su voluntad no tiene dominio pleno. Esto tampoco es posible, ya que las consecuencias de las propias acciones en procura de la felicidad, conectadas como causas y efectos, constituyen una sucesión o serie infinita e inabarcable por el entendimiento humano. Y eso que todavía no hemos tomado en cuenta que la naturaleza, insumisa a su arbitrio, puede volverse en contra de sus propósitos. Es imposible, así pues, dar de manera cierta con el contenido del concepto de la propia felicidad y los medios para lograrla de manera tal que constituya un estado prolongado a lo largo de la vida. Para ello habría que poseer omnisciencia.

Felicidad y prudencia

De allí que en búsqueda de la felicidad no se puede obrar según principios precisos, como, por ejemplo, en los saberes tecnológicos o los oficios, en los cuales es posible determinar con exactitud tanto los fines —digamos curar una cierta enfermedad, poner un satélite en órbita, o preparar un excelente filet mignon— como los medios para lograrlos. Aquí hay que seguir los consejos que da la prudencia, que son empíricos, vgr., los de la dieta, el ahorro, la cortesía, la discreción y cosas por el estilo, respecto de las cuales la experiencia enseña que por término medio suelen fomentar el bienestar. Kant define a la prudencia como la habilidad para elegir los medios relativos al mayor bienestar propio duradero y distingue entre lo que llama “prudencia mundana”, que es la mera habilidad para lograr los fines propios, y la habilidad para reunir todos esos propósitos en aras de un propio provecho duradero, a la cual llama “prudencia privada”. En rigor, prudencia solo es esta última. La habilidad mundana debería subordinarse a ella, ya que su valor derivará de qué tan útil resulte al fin de lograr un provecho duradero. De quien se muestre prudente de acuerdo con la primera acepción, pero no respecto de la segunda, habría que decir que es astuto y diestro, dice Kant, pero sumando los beneficios inmediatos y restando los mayores perjuicios posteriores que le van a causar sus acciones precipitadas, en realidad resulta imprudente.

El cálculo prudencial de la felicidad —una aproximación que es diferente a la determinación cierta del contenido del ideal de la felicidad propia en todo momento y de los medios de alcanzarla— no deja de ser sumamente complejo, aunque en principio sea asequible al hombre. Sopesar los beneficios y daños que acarrean las acciones requiere mucha perspicacia, experiencia larga y una buena dosis de sabiduría, para al final de todo obtener solo resultados inciertos. Frente a esto, Kant anota que en el marco de su filosofía moral resulta más bien fácil saber cómo obrar moralmente. Suficiente es preguntarse si la máxima de conducta podría ser seguida siempre. Es innecesario determinar si resulta perjudicial para uno mismo o para otros. No porque uno sea indiferente a ello, sino porque el valor moral de la acción no depende de que contribuya a la felicidad propia o ajena, ni del propósito que con este fin se persigue con la acción, sino de que haya sido llevada a cabo por deber; pende solamente del principio del querer de una buena voluntad, a saber, que la máxima de la acción pueda ser una ley universal. La certeza que esta filosofía pretende poder dar a la determinación de las máximas morales es un aspecto, si bien secundario, que indicaría superioridad respecto de las éticas modernas de la prudencia fundadas en el principio de la felicidad. No obstante, las discusiones de los siglos posteriores han revelado las dificultades escondidas detrás de la subsunción de máximas morales bajo el imperativo categórico. La universalización de los deberes morales ha resultado ser más problemática de lo que previó Immanuel Kant.