Rómulo Gallegos publicó su primer trabajo literario exactamente el 31 de enero de 1909, en una revista que se llamó La Alborada, fundada por un grupo de jóvenes intelectuales entre los cuales estaba él mismo. Los otros eran Enrique Soublette, Julio Planchart, Julio Horacio Rosales y Salustio González Rincones, que se incorporó de último. Estos jóvenes solían reunirse al pie de la estatua del sabio José María Vargas, en la vieja sede de la Universidad Central de Venezuela, a conversar sobre los problemas del país, que en ese momento estaba bajo la dictadura del general Cipriano Castro, un hombre que al decir alguna vez de Santiago Key Ayala –quien fue su adversario político–, se encontraba a un paso de la genialidad. Castro se vio forzado a salir de Venezuela a curarse una enfermedad producto de sus excesos. En esa ocasión le confió el mando a un oscuro campesino tachirense, a quien consideró inocuo, porque era obediente y silencioso, y porque daba la impresión de no tener ambiciones. Fue así como Juan Vicente Gómez llegó al poder y se quedó en él durante 27 años, hasta su muerte. Pero en ese trance del año 1908 a 1909, cuando Gómez subió al poder mediante un golpe de Estado en el cual no se disparó un solo tiro, en muchos venezolanos se fomentó la esperanza de que venían tiempos nuevos para nuestro pueblo. Se pensó que una era de libertades se hallaba en plena alborada, en pleno amanecer. Se creyó que el país iba a progresar y que otros aires iban a hacer más respirable la vida intelectual, la vida política, la vida económica del país. Aquello fue simplemente un espejismo; pero fue en ese momento cuando nació la revista La Alborada; y fue también aquélla la coyuntura histórica en la que aquel grupo de jóvenes intelectuales que dialogaban al pie de la estatua de Vargas sobre los grandes problemas del país –el factor educación, la necesidad de devolverle al pueblo en bienes sociales lo que en justicia le correspondía–, comenzaron a hablar en un lenguaje nuevo y promisorio. Es en La Alborada donde Gallegos publica, el 31 de enero de 1909, su primera colaboración a la que siguieron otras.
Los primeros trabajos de Gallegos fueron unos ensayos en los que aparecen muy tempranamente –Gallegos era un joven veintiañero para la época– la visión de un observador perpicaz, agudo, sincero, con una gran firmeza y honestidad para poner el dedo sobre las verdaderas lacras sociales que tenían enfermo al país. Releyendo sus trabajos sobre educación (por ejemplo, el que se titula “El factor educación”), o cualquiera otro de los ensayos que publicó en La Alborada, uno entiende que estaba naciendo un sólido pensador y un gran escritor en esa hora que parecía ser la del alba, y que en realidad era el comienzo de un anochecer que se volvió noche impenetrable durante casi seis lustros de régimen gomecista.
Poco después, en 1910, Gallegos comenzó a publicar cuentos en una de las más célebres revistas que jamás se conocieron en Hispanoamérica, El Cojo Ilustrado, nombre un poco atrabiliario, pero que tiene su historia. Fue el gran vocero del modernismo venezolano y la publicación periódica por excelencia de gran parte de los grandes maestros del modernismo hispanoamericano. Sería largo enumerar las firmas que allí aparecen, no solamente de Hispanoamérica y de Venezuela, sino también de algunos de los más connotados escritores europeos de ese momento. Es una revista como quizás no ha tenido otra Venezuela. Murió en 1915, cuando falleció su director, don José María Herrera Yrigoyen. Ser colaborador de El Cojo Ilustrado era una distinción, porque para llegar a sus páginas era necesario tener alguna obra de significación.
Entre 1909 y 1910, Gallegos está publicando ensayos sobre temas sociales, políticos, educativos en La Alborada; se está dando a conocer como cuentista desde las páginas de El Cojo Ilustrado. Pero además está escribiendo obras de teatro –el año 10 concluye El motor, que se conserva y La esperada, que se perdió–. El motor llegó a ser representado años después, en 1915, por la compañía española Mendizábal Ross, en el Teatro Caracas. Por esta misma época de 1910 comenzaba a escribir una primera novela que nunca alcanzó a terminar, cuyos fragmentos se convertirían en relatos cortos. Una novela que probablemente se iba a titular “Entre las ruinas”, y que era posiblemente el primer borrador de su primera novela, Reinaldo Solar; 1910 es, pues, un año crucial en la vida de Gallegos. Pareciera haber estado probando los alcances de su inteligencia, los matices de su sensibilidad. Se le siente buscando el camino. Mira hacia el ensayo. Prueba con el cuento. Se atreve con la novela. Tantea el teatro que será su ruta más corta. Gallegos no alcanzará a ser propiamente un dramaturgo. Aparte de las dos obras citadas y de varios cuentos suyos que él dramatizó, no se ocupó más del teatro. Sus experiencias en el arte dramático derivaron más tarde hacia el lenguaje cinematográfico.
No creo estar lejos de la verdad si afirmo que Gallegos fue uno de los primeros escritores venezolanos en descubrir las insospechadas posibilidades de la imagen fílmica. Quizá esta certidumbre lo impulsó a irse a Hollywood, donde realizó unos cursos básicos de cinematografía. Regresó luego a Caracas con el propósito de fundar unos estudios fílmicos. Con el apoyo de un grupo de empresarios venezolanos, hizo realidad su proyecto. Así nacieron los Estudios Ávila, fundados con el propósito de hacer allí noticieros y documentales. En realidad Gallegos fue más allá. Él es el guionista y el argumentista de una película que se llamó Juan de la calle, que se filmó por el año de 1941, bajo la dirección de Rafael Rivero Oramas, quien acompañó a Gallegos en los trajines de la cinematografía. Esta película no se conserva hoy en su totalidad. Desgraciadamente se han perdido los rollos de la primera parte. ¿Qué fue aquel filme? Fue una especie de promoción para un organismo que se iba a fundar en aquellos días, y que se llamaba Consejo Venezolano del Niño. La película de Gallegos presenta el problema de la niñez abandonada: el niño en la calle, sin padres, sin escuela, sin alimentos, que se vuelve un delincuente porque no le queda más remedio que ser un delincuente para sobrevivir en una sociedad que no le presta atención. Ese es el Juan de la calle; el mismo Juan Bimba que por esos mismos años iba a crear el gran poeta Andrés Eloy Blanco en alguno de sus “palabreos”.
Este camino del cinematógrafo concluyó en un guion que Gallegos escribió hacia 1955 o 1956 por encargo de un productor mexicano sobre la vida de Juana de Arco, la Doncella de Orleans, al que puso por título La Doncella. Nunca llegó a filmarse. Aquel guion se publicó en 1957 junto con los cuentos aparecidos en El Cojo Ilustrado, entre ellos, uno titulado “El patriota”. Gracias a ese libro, se alcanzó a otorgarle a Gallegos en 1958 el Premio Nacional de Literatura. Tuve la satisfacción de pertenecer al jurado que hizo tal acto de justicia.
En cuanto al ensayista que despuntó en 1909, no hay duda de que tuvo un recorrido mayor. Gallegos indudablemente es un ensayista. No porque hubiese dedicado su vida a este género, como si lo hizo con la novela, sino porque dijo cosas muy importantes en momentos muy importantes y fundamentales de su vida y de la historia de la democracia americana. Sus ensayos se recogieron después en volumen gracias a la iniciativa de un importante crítico literario norteamericano, gran amigo de Gallegos y un hombre extraordinariamente bueno, el profesor Lowell Dunham, uno de los mejores y más autorizados biógrafos de Gallegos. La razón es que Gallegos fue huésped por algún tiempo en la casa de Lowell Dunham, en Norman (Oklahoma). Dunham tuvo oportunidad de hablar con él y de recabar una información de primera mano, que el propio Gallegos le suministraba gustosamente.
Antes de la obra de Dunham solamente había aparecido en Venezuela dos libros sobre Gallegos. El primero de todos, editado en 1948, es de Felipe Massiani, mi admirado profesor, y se titula El hombre y la naturaleza venezolana en Rómulo Gallegos. Es un conjunto de ensayos sueltos. Y el segundo, de un gran amigo mío y compañero de generación, es de Orlando Araujo, quien en 1956, cuando el nombre de Gallegos casi no podía mencionarse en Venezuela, tuvo el coraje y la gallardía de publicar una obra fundamental que se titula Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos, la cual desde su título le hace honor a dos de los grandes maestros de todos nosotros, Ángel Rosenblat y Edoardo Crema.
Volviendo al tema de los ensayos de Gallegos, Dunham insistió con Gallegos en que debían reunirse en un volumen los que se habían publicado en La Alborada, junto con las conferencias y charlas que había pronunciado en La Habana y en Ciudad de México, invitado por universidades o por ateneos, en las cuales había expresado cosas muy importantes como, por ejemplo, la historia ideológica de La Alborada, dicha en 1949 en una conferencia en La Habana; es decir, cuando aún estaba muy fresca la herida de su derrocamiento en noviembre en 1948. En ella no hay un asomo de ira, sino la certidumbre –que a Gallegos nunca le faltó–, de que su moral personal jamás había sido mancillada por ninguna acción que pudiera avergonzarle. Sus varias conferencias, más los ensayos de La Alborada, se recogieron en dos tomos, que hoy se pueden obtener fácilmente, porque existe una reedición. Se titulan Una posición en la vida. El nombre no puede ser más exacto, pues eso es realmente lo que tales trabajos contienen: la posición en la vida de un hombre que es de los venezolanos más dignos que podemos conocer.
Pasemos ahora a los cuentos de Gallegos, calificados por la crítica, casi en forma unánime, como capítulos de novela. En mi opinión, Gallegos no tuvo los dones propios del cuentista. El cuentista no es cualquier narrador, sino alguien que sabe condensar porque tiene una mente sintética; que es capaz de decir en muy pocas palabras lo que otros expresan con muchas palabras. Fue, en cambio, un gran novelista, de mentalidad más bien analítica, expandida; de una imaginación caudalosa, difícilmente compatible con el lenguaje y la estructura del relato corto. Los cuentos de Gallegos deben valorarse entre los que fundaron este género en Venezuela. En mi opinión, los padres del cuento venezolano contemporáneo son, en orden cronológico, Manuel Díaz Rodríguez, con sus Cuentos de color, aparecidos en 1899; sigue aquel venerable patriarca de las letras criollistas que se llamó Luis Manuel Urbaneja Achepohl, con relatos como su conocido “Ovejón”, inspirado en un bandolero romántico de los Valles de Aragua. En tercer lugar se encuentra Rómulo Gallegos, cuyo primer volumen de relatos, Los aventureros, circuló en 1913. Cierra el ciclo de los fundadores, un gran carabobeño, José Rafael Pocaterra y sus Cuentos grotescos de 1922. En este conjunto de narradores, Gallegos da una nota realista frente a la fantasía de un Díaz Rodríguez, y anuncia algunos relatos de ciudad a diferencia del ruralismo de Urbaneja Achelpohl.
En sus cuentos –piénsese en “El piano viejo”, por ejemplo–, Gallegos da señales de tener un gran interés por los personajes femeninos, que llegarán a ocupar un lugar preeminente en su novelística. Basta recordar a Adelaida Salcedo, Victoria Guanipa, doña Bárbara, Remota Montiel, para entender que Gallegos siempre se sintió muy atraído por ciertos caracteres femeninos. “El piano viejo” es el cuento de un carácter, el de Luisana, una mujer que asume la figura de una vestal, porque se parece a una de aquellas sacerdotisas romanas cuya misión sagrada era mantener encendido el fuego del hogar. Gallegos es indudablemente distinto de Díaz Rodríguez y de Urbaneja Achelpohl y, por supuesto, de Pocaterra, que es el maestro entre los cuatro. El realismo de Pocaterra es un realismo grotesco, y grotesco es una mezcla de lo deforme, lo gigantesco, lo humorístico, pero de un humorismo negro. Los cuentos de Pocaterra son grotescos porque en casi todos ellos quienes llevan la peor parte son los mejores. Recuerden a “Panchito Mandefuá”, que muere bajo las ruedas de un automóvil; al niño de “El Chubasco” que perece ahogado; a la buena maestra de “La I latina”, víctima de su hermano dipsómano; a la abnegada madre de “La casa de la bruja”, que no hacía sino cuidar y ocultar a su hijo leproso, para evitar que se lo llevara al leprocomio. Todo esto era lo grotesco en Pocaterra, que pareciera simbolizar en sus relatos una visión del país bajo el régimen de Gómez, en una época en que las cosas estaban al revés y eran grotescas. He apuntado ya que Gallegos publicó su primer volumen de cuentos en 1913. Se titula Los aventureros, y en el relato de este mismo nombre aparecen ya algunos de los símbolos que se desarrollarían en su novelística. Aparece, por ejemplo, el hombre de presa y el universitario que le sirve a este hombre de presa. Después de Los aventureros, Gallegos no volvió a publicar un libro de cuentos. El maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, que tuvo una editorial llamada Editorial del Maestro, editó en 1946 La rebelión y otros cuentos. Tampoco fue iniciativa de Gallegos la publicación en México, en 1957, de El patriota y otros cuentos. Después de 1913 él no volvió a ocuparse de recoger en volumen sus narraciones breves.
En cambio, en la novela es un creador de primera importancia. Si lo vemos desde la perspectiva de la novelística venezolana, no cabe duda de que es el primer novelista nuestro de rango universal, el primero que proyecta el país en el exterior. De modo que hoy en día, Doña Bárbara, por ejemplo, o Cantaclaro, tienen traducciones en alrededor de 27 lenguas modernas. Esa primera novela que Gallegos empezó a escribir hacia 1910, “Entre las ruinas”, fue el preludio de un gran destino literario. En 1913 ya tenía concluido El último Solar, pero demoró siete años en publicarla. Se trata de una novela autobiográfica que recoge las experiencias, los caracteres de sus compañeros de La Alborada. Allí están Enrique Soublette, que es Reinaldo Solar, y también Julio Planchart, Julio Horacio Rosales, Salustio González Rincones, y él mismo. Después de Reinaldo Solar sigue una novela que Gallegos comenzó a escribir hacia 1921; se llamaba El forastero y no se publicó sino muchos años después. En 1925, escribió su primera novela optimista, La trepadora. La tesis de esta novela se la dio Fernando Paz Castillo. Las tres grandes novelas que siguen son nada menos que Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima. De las tres, la que Gallegos consideró más suya, la que realmente prefirió a todas, fue Cantaclaro. Cantaclaro podría ser una novela inacabada. A Doña Bárbara, no me referiré porque sería redundante, y tampoco a Canaima, por la misma razón. Lo que me interesa destacar es que estas tres novelas proyectaron internacionalmente a Gallegos: primero Doña Bárbara, que se editó en Barcelona de España, luego Cantaclaro y Canaima, que se publicaron respectivamente en los años 34 y 35, igualmente en Barcelona.
Después vino realmente la mayor actividad política de Gallegos. A su regreso del primer exilio, en 1936, Gallegos fue ministro de Educación por unos meses, en el gobierno del general López Contreras. Después renunció y se situó en la oposición. Fue elegido presidente del Consejo Municipal del Distrito Federal, diputado también y se contó entre los organizadores de lo que luego habría de ser el partido Acción Democrática, que se fundó en 1941 y del cual fue el primer presidente. Toda esta actividad política alejó un poco a Gallegos de la escritura literaria. Sin embargo, vendrían todavía otra serie de novelas venezolanas, las últimas. Esas novelas fueron una segunda versión de El forastero; Pobre negro, un episodio muy interesante de la Guerra Federal; Sobre la misma tierra, sobre el problema de la riqueza y la pobreza en el Zulia, ya que sobre la misma tierra estaba la indigencia de los goajiros y la opulencia de las compañías extranjeras que explotaban el petróleo. Aquí terminó Gallegos su ciclo de novelas venezolanas. Fue necesario que viniera el exilio, a fines de 1948. Su estancia en Cuba le dio un argumento que desarrolló en La brizna de paja en el viento, publicada en 1952, con un tema político, social, como todas las novelas de Gallegos. Finalmente, durante su exilio en México, fue invitado en varias ocasiones para que concibiese una novela sobre la revolución mexicana, la que finalmente escribió. Su título original iba a ser “La brasa en el pico del cuervo”, pero lo cambió por el de Tierra bajo los pies. Tuvo Gallegos muchas dudas sobre esta novela y, de hecho, se negó a publicarla mientras vivió.
De modo, pues, que de aquellos cuatro caminos aurorales que Gallegos intentaba en 1910, el cuento, la novela, el ensayo y el teatro, hubo que ser la novela la que le daría una presencia extraordinaria en Venezuela, en todo el mundo hispanohablante, y más allá, en 27 lenguas modernas. Pero estamos recordando no solamente al escritor, sino también al ciudadano, al hombre que fue Rómulo Gallegos: un ser humano de rara perfección, porque se necesita tener un gran coraje, una gran voluntad, una gran inteligencia, una gran fuerza de espíritu para haberse mantenido incólume durante tantos años, a través de tantas y tan distintas circunstancias como las que él atravesó, desde la pobreza –como la que conoció en su niñez–, desde el seminario, porque tenía una vocación mística, hasta los honores de haber sido el Primer Magistrado de Venezuela, aunque por breve tiempo. Gallegos será siempre uno de los primeros, de los más altos, de los más ejemplares venezolanos de que podamos enorgullecernos. Lo afirmo sin que me quepa la menor duda, y no solo por las circunstancias puramente coyunturales de que se estén cumpliendo cien años de su nacimiento, sino porque creo que Rómulo Gallegos es, como se le mire, uno de los grandes maestros que ha dado este país nuestro.
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Este texto de Oscar Sambrano Urdaneta (1929-2011) forma parte de la recopilación de estudios y ensayos, Conceptos para una interpretación formativa del proceso literario de Venezuela. Homenaje a Rómulo Gallegos en el centenario de su natalicio. 1884-1984.