Tuve la fortuna de conocer en persona a Sergio Pitol y disfrutar de su amistad y su admirable generosidad. Curiosamente lo había leído, sin saber que se trataba de un escrito suyo, en la extraordinaria traducción que hiciera de Cosmos, la novela de Witold Gombrowicz, aquel relato perturbador que se convirtió durante más de veinte años en mi fetiche particular, la novela que hubiera querido escribir. Luego en 1992 leí una amplia y pertinente antología de los relatos de Pitol en la edición de Monte Ávila Editores, El relato veneciano de Billie Upward. Por un venturoso azar, recién salida esta edición viajé a México DF invitado a la XIII Feria Internacional del Libro de Minería y llevé conmigo los primeros ejemplares de la antología de Pitol con el encargo de entregársela a su autor en persona. En aquella época la bella y singular Katyna Henríquez se desempeñaba como representante de Monte Ávila en México y concertó una cita con Pitol en el stand de la editorial en la Feria de Minería. Sergio, pues comprendí que debía tutearlo enseguida, se apareció puntual y aún recuerdo su amplia sonrisa al contemplar los ejemplares recién salidos del horno de El relato veneciano… Ese día Sergio me invitó a comer en “El café de Tacuba”, el mítico restaurante que años después frecuentaría casi a diario durante mi estancia sabática en un departamento de la calle de Donceles.
A partir de aquel encuentro primigenio Pitol y yo nos hicimos amigos entrañables, y coincidimos en lugares distintos y distantes, Mérida, Caracas y Barquisimeto en mi país, Guadalajara, Xalapa y el DF en varias oportunidades, San José de Costa Rica, Madrid… La memoria de aquellos encuentros daría para una extensa y divertida crónica, que quizá un día escribiré. Y en la cual habría que destacar el don de gentes, la calidad humana, la nobleza de espíritu y la inconmensurable pasión por la literatura de ese grandísimo escritor de la lengua que fuera Sergio Pitol. Que lo es y lo seguirá siendo.
Ahora que Sergio nos ha dejado para morar en otros cielos lejos de Xalapa –donde anduvo extraviado durante el último decenio en un laberinto de palabras que se le escapaban como esquivas doncellas– para reanudar sus interminables, amenas, eruditas, jocosas y enjundiosas pláticas con sus amigos del alma Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, en lugar de un obituario al uso, detesto los obituarios, quisiera más bien rendir tributo a su condición de escritor sin parangón, recordando un ensayo que escribí hace ya dieciséis años, en el 2002, a propósito de ese prodigio de la invención que es El viaje –a mi juicio lo mejor de nuestro autor al lado de su incalificable, estupenda y fascinante El arte de la fuga y de esa asombrosa e increíble inmersión en su mundo personal que es El mago de Viena–, con motivo del homenaje que le ofrecieran a Pitol en el “Simposio Internacional de Escritura, Libertad y Poesía”, en San José de Costa Rica. Leí el ensayo el 23 de septiembre de aquel año en presencia del autor en un salón de la universidad al lado de otro gran amigo, Darío Jaramillo Agudelo, y al releerlo esta noche del 15 de abril de 2018, en Mérida, mi herida, me siento satisfecho de haberlo escrito, lo encuentro vigente y lo ofrezco a los lectores de Sergio Pitol, sin cambiar ni una coma, invitándolos a adentrarse de nuevo en la obra de uno de los clásicos de nuestra lengua, quién sabe si el último de los mohicanos.