Papel Literario

Bolívar: obstáculo mayor

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Por CARLOS LEÁÑEZ ARISTIMUÑO

Hay pasados que no terminan de irse; el pasado venezolano es uno de ellos. La gloria de la Independencia, siempre dominante en nuestro imaginario, extiende su sombra de presente perpetuo.

Ana Teresa Torres

Es un gran fracaso de la generación de nuestros libertadores no haber ofrecido salida viable a nuestros países en el terreno esencial de la organización de la sociedad y del gobierno.

Ángel Bernardo Viso

Cada derrumbe tiene su explicación, pero Bolívar aparece en el medio de todos los escombros.

Elías Pino Iturrieta

Bolívar: ¿polvo que trajo estos lodos?

Desde el centro de cada pueblo o ciudad de Venezuela, Bolívar se yergue como soporte de la nación. Es nuestro referente, inspiración, cohesión, esperanza. Nuestra promesa de un mañana —siempre mañana— digno y pleno. Capaz de los más grandes sacrificios, del valor más asombroso, de la lucidez más certera, Bolívar preside la venezolanidad de manera indisputable. Somos sus indignos hijos: hemos malbaratado la libertad y la gloria que puso en nuestras manos. ¡Hace falta otro Bolívar para acabar con tanta ignominia! Un hombre fuerte… ¿O no? ¿Y si los polvos bolivarianos fuesen la directa raíz de los lodos chavistas? Estremece pensarlo. No, no puede ser, Chávez usó a Bolívar para embaucarnos. Nada tiene que ver con él. ¿O sí?

Quien es perfectamente feliz no escribe, vive. Pero quien atraviesa una crisis sí que escribe y mucho: necesita objetivarse, entenderse, dar sentido; precisa respuestas desde los fundamentos. Es tal su grado de sufrimiento que está dispuesto a ir al fondo del asunto y, de ser el caso, replantearse todo. Un creyente, en medio de un injusto y persistente infortunio, se preguntará: ¿existe Dios? Un venezolano, en medio de la ruina chavista, se pregunta: ¿nos sirve de algo Bolívar?, ¿estamos aquí a pesar de él… o por él?

Con la escritura del libro Bolívar y la gestación de la patria criolla, José Rodríguez Iturbe se une al grupo creciente de venezolanos valientes e incisivos que se interrogan a fondo. Se trata de una obra fundamentada —466 pies de página— y exhaustiva —567 páginas—, escrita en lengua diáfana, impecable, capaz de alternar lo argumental y lo narrativo con fluidez y amenidad. Un libro que no nos habla de cómo Bolívar ha sido manipulado por los políticos de turno para sus fines, sino de cómo este, por las ejecutorias de su vida —meticulosamente documentadas y analizadas— dejó un legado que aún gravita sobre nosotros y nos orienta a la orfandad, la inestabilidad institucional y el personalismo militarista. Damos aquí cuenta de las que consideramos sus claves principales, factores ineludibles para transitar hacia una imprescindible e impostergable lucidez.

Nace un revolucionario

Cuando despunta el siglo XIX, quienes desean independencia y poder —los mantuanos— comienzan a operar la búsqueda de una institucionalidad autónoma regida por locales, esgrimiendo una causa muy popular: la defensa de Fernando VII frente al usurpador francés. La primera escala exitosa de esta estrategia la constituye el 19 de abril de 1810: el capitán general es sustituido por una Junta Suprema Conservadora de los Derechos de Fernando VII y —tal como reza la relación del intendente de Ejército y Real Hacienda— “se proveyeron los mandos militares en criollos, deponiendo a los europeos”. La segunda es el 5 de julio de 1811. El juramento que prestan los diputados al Congreso reza: “Juráis a Dios por los Santos Evangelios que vais a tocar y prometéis a la Patria conservar y defender sus derechos y los del Señor Don Fernando VII, sin la menor relación o influjo de la Francia…”, pero el proceso desemboca meses después en la independencia. En el argumentario resulta esencial la pérdida de auctoritas de la Corona, vista la indignidad de Fernando VII y Carlos IV arrodillados ante Napoleón en Bayona: “Contra la voluntad de los pueblos, faltaron, despreciaron y hollaron [los Borbones] el deber sagrado que contrajeron con los españoles de ambos mundos […] por esta conducta quedaron inhábiles e incapaces de gobernar a un pueblo libre, a quien entregaron como un rebaño de esclavos”, indica el acta. Anótese que nos asume como españoles de América.

¿Cómo opera Bolívar en estos acontecimientos? Desde 1807 comienza a obrar. Archivos acreditan “las concurrencias que se tenían en la casa de Don Simón Bolívar junto al Río Guayre, en donde se trataba por el mes de julio de la formación de la Junta [abortada en 1808 por las autoridades]”. En 1810, en Londres, “contraviniendo expresas instrucciones de la Junta”, Bolívar se reúne con Miranda y lo urge a regresar a Venezuela. “Bajo su tutelaje, la Sociedad Patriótica se convirtió en una especie de partido político popular radical. La impaciencia y el estilo, no exento de jacobinismo, de los jóvenes llamados ‘hombres de Miranda’ provocó choques frontales […] Juan Germán Roscio llegó a llamar a la Sociedad Patriótica ‘velorio político’ y Manuel Palacio Fajardo la calificó de ‘club patriotero”. Reseña nuestro autor hechos que apuntan claramente a la intolerancia y radicalismo bolivarianos. Uno, “la primera apasionada defensa del fuero parlamentario”. Ocurre cuando el rector de la Universidad de Caracas y diputado por La Grita exponía sus reparos a la Declaración de Independencia. Los “miembros más relevantes de la Sociedad Patriótica —Simón Bolívar, Vicente Salias, Francisco Antonio Coto Paúl Terreros— lo insultaron desde las barras e intentaron sabotear su exposición. Miranda, Roscio, Quintana y Méndez intervinieron en forma clara en defensa de la libertad parlamentaria en medio del tumulto. En 1811, la primacía de la racionalidad jurídica y el respeto al pluralismo importaban poco o nada a los más exaltados tribunos de la Sociedad Patriótica”. Otro hecho digno de reseña es el discurso de Bolívar ante la mencionada sociedad, pronunciado el 4 de julio de 1811 para urgir la Declaración de Independencia. Todo es blanco o negro e inmediatismo absoluto. Dice Bolívar: “Unirnos para reposar, para dormir en los brazos de la apatía, ayer fue una mengua, hoy es una traición [cursivas mías]”. Dicho en claro: quien piense distinto no sostiene un punto de vista diferente, es un aliado del mal, y este, por razones morales y políticas, debe ser extirpado.

Miranda bien vale La Carraca

Civil, federal, mantuana-caraqueña, huérfana de apoyo popular y sin la adhesión de las provincias de Maracaibo, Coro y Guayana, nace la Primera República. Dura hasta el 25 de julio de 1812. Pero ya desde el 6 de abril se disuelve el Congreso y nombra a Miranda dictador y jefe supremo de Venezuela con el rango de Generalísimo… “de un ejército inexistente”. Miranda “solicitó que se privase de mando a Bolívar por considerarlo joven peligroso. Su petición no fue escuchada”. En defensa de la monarquía, un modesto capitán de fragata canario —Monteverde— desembarca en Coro con poco más de trescientos hombres y se va haciendo fuerte a medida que avanza. “Recibió ayuda de criollos que, proclamándose partidarios del rey, eran sobre todo adversarios del poder de los mantuanos caraqueños […] La Primera República agonizó mientras sus reducidas fuerzas militares se evaporaban y su carencia de municiones era casi total. La pérdida de Puerto Cabello (plaza comandada por el coronel Simón Bolívar), el 30 de junio, fue la derrota final”. Miranda, “previa consulta con el Ejecutivo”, suscribe el armisticio conocido como Capitulación de San Mateo. Bolívar consideró esto una traición y, apenas seis días después, junto a otros jóvenes oficiales, procedió en La Guaira a impedir la salida de Miranda, el cual termina en manos de Monteverde. Este “justificó el otorgamiento del salvoconducto [a Bolívar] que le permitió viajar primero a Curazao y, después, a Cartagena, destacando que era en premio por su ayuda a capturar al traidor Miranda”. Rodríguez Iturbe considera esto “un acto injustificable”. Y añade: “Solo el ocaso de Miranda permite el brillo ascendente de Bolívar”.

Del aire civil al plomo militar

Ya en Cartagena, analiza Bolívar: “El más consecuente error que cometió Venezuela […] fue, sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema tolerante […] Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que, imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano […] El sistema federal bien que sea el más perfecto y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad, es, no obstante, el más opuesto a los intereses de nuestros nacientes Estados. Generalmente hablando, todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos, porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”. Denuncia, además, en el documento “la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces de presentarse en el campo de batalla”. Vemos así claramente que, sobre los escombros de la Primera República, va perfilando Bolívar el argumentario autoritario, militarista, centralista y personalista que corroerá nuestra vida republicana. Rodríguez Iturbe objeta que la república “nacía federal o no nacía”, dado el rechazo a Caracas y a los mantuanos, que aspiraban a ser depositarios excluyentes del poder, factor este que pesó mucho más que “el idealismo teórico de los intelectuales”. Y remata: “Si no había virtudes republicanas y era patología social generalizada el desconocimiento de derechos y deberes, ¿cómo podía hacerse históricamente viable la república? La respuesta es simple: tan solo imponiéndola una élite que se autovaloraba ilustrada, por la fuerza de las armas, a un pueblo al que consideraba cultural, moral y políticamente minusválido [cursivas mías]”.

Vienen, como nunca, de lado y lado, devastación, inhumanidad, disolución social: Boves, Guerra a Muerte, saqueos, violaciones, degollamientos, emigraciones forzadas. Bolívar —ese que no firmó el Acta de Independencia ni la Constitución de 1811, ese que no se hallaba en el esfuerzo civil— irrumpe en 1813, fulgurante y armado, desde Cúcuta, con Campaña Admirable y Decreto de Guerra a Muerte, para ya no abandonar, desde su condición de militar, el centro del escenario. Irrumpe también de su mano un factor gravísimo: el antihispanismo. A ello dedica Rodríguez Iturbe estas reflexiones: “La pretensión de hacer de la emancipación el rechazo de lo hispánico se convirtió en una trágica tarea que se tradujo en el empeño de dejar de ser nosotros mismos […] lo cual condujo a la imposibilidad de construir repúblicas que respondieran a las realidades de los pueblos [cursivas mías]”.

No le preocupa a Bolívar, al culminar la Campaña Admirable, la restauración de la Constitución de 1811. Solicita al mantuano Francisco Javier Ustáriz un Proyecto de Gobierno Provisorio para Venezuela que culmina en una total centralización de los poderes y en la unificación, bajo su mando, de los estados de oriente y de Caracas. El todo sin consultar a interesados —Mariño, por ejemplo—, sin que mediase asamblea alguna y previendo su integración “en un nuevo Estado unitario con las provincias que formaban la Nueva Granada”. Ve claramente aquí Rodríguez Iturbe “la raíz histórica del nefasto caudillismo pretoriano que desde entonces ha sido la plaga mortífera de la institucionalidad y de las libertades públicas en Venezuela”.

Súbditos republicanos

Bolívar y Mariño terminan por ser puestos fuera de los mandos y del escenario de guerra venezolano por Ribas y Piar. Desde Carúpano, promete Bolívar volver “por la senda del Occidente”. No logra retomar esa senda: el 9 de mayo de 1815, acompañado por Mariño y otros, zarpa hacia Jamaica en un bergantín de comerciantes ingleses.

En Jamaica obtiene Bolívar asilo político. Mantiene relación con el gobernador, sin lograr, por ahora, involucrar a la Corona británica en sus afanes. Lo que marca realmente su estancia es la misiva a Henry Cullen, comerciante inglés residente en la isla: la Carta de Jamaica. Insiste Bolívar en un antihispanismo agudo. Los españoles son “insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza” y solo cabe matar los o arrojarlos al mar. Su legado corrupto aleja las virtudes cívicas necesarias para un régimen de libertades, ya que “estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que solo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia”, lo cual explica que “los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables […] vengan a ser nuestra ruina”; también que “las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales”. El “remedio” queda fijo hasta el final de la vida de Bolívar: centralismo, representación inauténtica, poder ejecutivo prominente. Concluye Rodríguez Iturbe: “No se ve el afán claro de transformar la multitud en república […] el tránsito del súbdito al ciudadano, sino el tránsito de una manera de ser súbdito a otra; una considerada mala y otra considerada buena, porque quien ejercería el poder sería la élite que se había lanzado a la Independencia”.

Camino a Angostura: personalismo pretoriano total

“Me parece advertir en el lapso que va de Kingston a Angostura, en la trayectoria del Libertador, el paso del mantuanismo al pretorianismo como fenómeno político-social […] Los nuevos mantuanos fueron los pretorianos, siempre y cuando estos estuvieran alineados con quien figuraba como caudillo militar, dando vida a un personalismo negativo a todas luces para la consolidación de la madurez institucional de la república [cursivas mías]”, nos indica nuestro autor. La disolución social de la cruentísima guerra y las convicciones pétreas de Bolívar, en efecto, hacen brotar al hombre a caballo y a sus tropas como la base del poder. Era lo que faltaba para completar la calamitosa receta que aún nos rige. El combate no será entre civilismo y militarismo, sino “una lucha existencial agónica entre personalismo pretoriano e institucionalidad”. Y, lapidario, remacha: “No fue una solución ad hoc para momentos de crisis. Se quiso mantener como el elemento real de la Constitución de la república”.

Un último intento de restauración de la Primera República fue el Congreso de Cariaco en 1817. ¿Bolívar parte de un triunvirato, en un esquema federal y con mando militar disminuido? Cortés de Madariaga le escribe sobre “la imperiosa necesidad de restablecer el gobierno en receso con la división legítima de sus poderes; sin este simulacro viviremos siempre desfigurados, menospreciados de todo el mundo y, lo que es peor, vendremos a ser víctimas de la anarquía”. Bolívar lo desprecia: “Es un loco y como tal debe tratársele”. A fines de 1817, el triunvirato se evapora y un grupo de oficiales, con Urdaneta y Sucre a la cabeza, “señalando que el objetivo del Congreso era desconocer la autoridad conferida a Bolívar en las juntas de guerra [cursivas mías], rechazó la validez de todos los actos del Congreso de Cariaco”. “Aquí no manda el que quiere, sino el que puede”, remata nuestro personaje, que olvida por completo a Cortés de Madariaga, quien muere en 1826 en Río Hacha (Chile) “en el total abandono”.

Tras Cariaco, Bolívar solo parece estar dispuesto a la concentración total del mando con él en la cúspide. Pero Piar le hace sombra: oficial invicto en combate y Libertador de Guayana, territorio en el que Bolívar se halla. Este logra que aquel le someta su ejército y lo purga a beneficio de oficiales fieles. Bolívar termina acusándolo de “una conjuración destructiva del sistema de igualdad, libertad e independencia”, teme una “guerra racial” —los pardos, ampliamente mayoritarios, nunca fueron atendidos en el proyecto mantuano, y Piar era pardo—. Le monta un juicio. Previamente, en una proclama, sostiene: “Su destrucción [la de Piar] es un deber y su destructor un bienhechor”, con lo cual “produjo el nefasto precedente que sería luego praxis común de todos los dictadores y hombres fuertes que pueblan la historia de Venezuela: señalar a jueces cómo deben proceder, cuál debe ser su decisión [cursivas mías]”. En el proceso, “los testigos de la acusación declararon que Piar les habló de la necesidad de un cambio en el gobierno a fin de que no residiesen todas las facultades en una sola persona”. Esto habría sido suficiente para condenarlo, pero igualmente “declararon que era culpable de todas las cosas de las cuales lo había acusado Bolívar”. La pared izquierda de la catedral de Angostura lo vio morir fusilado el 16 de octubre de 1817. Miranda, Cortés de Madariaga, Piar, jueces, diputados: todo debe allanarse ante el jacobino militar mantuano caraqueño.

Arranca el culto

En el Congreso de Angostura, segundo Congreso de Venezuela, se perfila claramente la futura Colombia —Venezuela, Cundinamarca y Quito—, queda de manifiesto la intervención de potencias externas —sobre todo la inglesa, a la cual Bolívar califica como “filantrópica”—,la influencia del estamento militar se hace evidente —“de facto y de iure, quedó como un estamento privilegiado”— y “apareció un apabullante y lamentable culto a Bolívar” con la adulación de civiles y militares elevándolo “a la condición de semidiós e incensándole con todo tipo de honores y halagos” y “la actitud de Bolívar, en aparente rechazo inicial de tales ensalzamientos, para aceptarlos, luego, en acto de aparente violencia de sí mismo”. Cabe señalar que la consulta electoral de la que surgió el cuerpo constituyente estuvo “reducida a los campamentos militares” y fue “mucho menor, menos extensa y más dirigida desde el poder convocante que la que se realizó para la formación del Congreso de 1811”.

Tras Boyacá, Bolívar regresa victorioso. El Congreso de Venezuela —“a cuya autoridad han querido voluntariamente sujetarse los pueblos de la Nueva Granada recientemente libertados por las armas de la República”— da el 17 de diciembre de 1819 la última discusión a la Ley Fundamental de la República de Colombia y el 24 de diciembre Bolívar se juramenta como su primer presidente. Todo se acelera hacia el Congreso de Cúcuta, ya grancolombiano, que dará a luz a la Constitución de la República de Colombia y se inicia el seis de mayo de 1821, facilitado por el cese de hostilidades por parte de España durante el Trienio Liberal. Los congresistas, en su mayoría neogranadinos, provienen de “elecciones realizadas en los campamentos militares y, dentro de estos, en los sitios donde había mayor presencia y control por parte de las fuerzas que buscaban la Independencia”. Bolívar se hace ritualmente rogar para permanecer a la cabeza: “Juzga el Congreso que la continuación de la autoridad ejecutiva en la persona de Vuestra Excelencia es altamente interesante al bien de la patria, y, penetrado de este sentimiento, espera de Vuestra Excelencia el sacrificio de su repugnancia en obsequio del interés de Colombia, permaneciendo en el ejercicio de las funciones de presidente del Estado”. Accede, pero al regresar a Bogotá no toma posesión: la Constitución prohibía ejercer a la vez la Presidencia de la República y la conducción de los ejércitos en guerra. Opta por su elemento: el militar. Sigue en campaña hacia el sur. Y deja al vicepresidente Santander —el hueso que no logrará roer— ejerciendo la presidencia. El uno guerrea, el otro gobierna.

En su camino hacia el sur, deja Bolívar en su estela, antes de salir de la Gran Colombia, el genocidio de Pasto (1822-1823) —no entrecomilla Rodríguez Iturbe el sintagma, lo asume como descriptivo—, hechos de una abyección sin límites que, unidos al degüello de La Guaira (1814), constituyen, aun bajo los parámetros de la época, sórdidos crímenes ejecutados bajo su directa responsabilidad. Al reseñar el encuentro con San Martín, establece nuestro autor contrastes de talla entre los dos hombres: uno prefiere la guerra, el otro, una vía negociada; uno contempla un republicanismo seudomonárquico, el otro, un marco monárquico; uno es antihispánico, el otro no.

Surge un semidiós… y cae

El siguiente gran capítulo del Bolívar profundo lo apreciamos en la sección titulada “la república neomonárquica”. Asentados los polvos de Ayacucho, se plantea el proceso constituyente de Bolivia. Sucre detecta que este no lleva el rumbo que sería del gusto de Bolívar y sugiere a la Asamblea Deliberante solicite a su superior un proyecto de Constitución. Y así es hecho. El proyecto, firmado por Bolívar el 25 de mayo de 1826, llega el 14 de junio a Chuquisaca. El Congreso General Constituyente se instala el 10 de julio. El 19 de noviembre, Sucre, presidente de Bolivia, promulga la Constitución. Sus líneas maestras más tarde se imponen al Perú y las ve como ideales para Colombia. El texto divide al legislativo en tres cámaras y lo torna inoperante para controlar al ejecutivo. El judicial jamás lo frena, se torna más bien “su brazo ejecutor” ante el ciudadano común. La Iglesia es sometida al Estado, sin interferencia de Roma, apenas “una rama singular (pero importante) de lo público administrativo”. Así pues, para el ejecutivo “Nada de pesos y contrapesos. Nada de controles democráticos. El presidente es un monarca republicano [cursivas mías]. Por tanto, debe ser vitalicio”. Elige, además, a su sucesor y puede remover a su vicepresidente. Rige “desde su atalaya de rey republicano lo divino y lo humano. Y tal exceso de poder, alérgico a todo control y limitación no solo resulta, visto a la distancia, algo negativo, sino abominable”. Concluye nuestro autor con una cita del historiador Masur: “La creación de Bolivia y su Constitución cierran un raro capítulo de la vida de Bolívar. Estos dos acontecimientos son los dos últimos actos heroicos en su carrera de Libertador. Hasta entonces había obrado inspirado por un genuino deseo de gloria, pero en lo sucesivo parece dominado por la ambición de elevarse al rango de un semidiós cuya existencia mítica diera vida a una nación entera [cursivas mías]”.

Viene, inexorable, el declive. Sus grandes iniciativas —Confederación Continental, Federación Andina— no cuajan. Sus diseños constitucionales —Bolivia, Perú— caen. No logra imponer —Ocaña— el marco constitucional que desea para Colombia. Su liderazgo es carcomido en beneficio de Santander. In extremis, termina erigiéndose dictador mediante un Decreto Orgánico, dictado el 27 de agosto de 1828, que suple la Constitución. La escasa auctoritas remanente se pulveriza, el imperium se evapora. El 27 de abril de 1830, con el Congreso Admirable aún en curso y el país desmembrándose, muy quebrantado de salud, renuncia a la presidencia. El 8 de mayo inicia un penoso viaje de siete meses, “asistido por el edecán inglés Belford Hinton Wilson, hasta llegar a Santa Marta, donde fallecería”.

La república bolivariana no será

Cuando la Corona de Castilla llega a América, empieza un gigantesco y progresivo proceso de adaptación entre los pueblos muy diversos que ya se encontraban en el territorio y los recién llegados europeos. Dicho proceso, haciendo acopio de experiencias durante tres siglos, da pie a un orden mestizo que, cuando despunta el siglo XIX, ofrece paz, expansión demográfica y crecimiento económico. El todo vertebrado en torno a una Corona y una religión que dotaban al conjunto de pertenencia común y sentido. En términos generales, había conformidad con ese orden. Además, las inmensas mayorías sencillamente no conocían otro. Ahora bien, un grupo ínfimo de la sociedad, con acceso a noticias e ideas, decide que es posible crear un orden completamente nuevo y superior echando por la borda el anterior. Se da principio aquí a un verdadero desquiciamiento antropológico —una “revolución cultural” avant la lettre— que propicia el andamiaje social precario que, claramente, hasta el día de hoy, nos impide andar erguidos.

Lo que más impresiona en la vida de Bolívar son su arrogancia e ímpetu: no vacila en destruir un orden de siglos, considerando que él puede diseñar e imponer otro nuevo, claramente superior. Es el despliegue pleno del ethos revolucionario total: un líder —llámese Mao, Lenin, Fidel o Chávez—, con ideología rupturista y una vanguardia iluminada, está dispuesto a arrasar a cualquier costo para imponer un nuevo orden —supuestamente muy superior— poniéndose a la cabeza del poder. La evolución es suplantada por la destrucción; el conocimiento concreto del terreno, por diseños ideológicos abstractos; el acomodo, la adaptación y la negociación en períodos largos, por la rápida imposición armada. El balance revolucionario suele ser trágico y monstruoso: el no partir de la realidad de las cosas y la conquista y mantenimiento del poder por la violencia llevan a una tenaz resistencia —militar, política y/o antropológico-cultural—que se salda en ruina generalizada.

Dos errores fundamentales—apunta certeramente Rodríguez Iturbe— aíslan a Bolívar de la realidad: el antihispanismo y el miedo a los “pardos”. Al ser lo hispánico —el factor principal de nuestra herencia como pueblo— extirpado como “lastre antropológico”, decide Bolívar no construir a partir de la realidad, sino crear —desde su ilustración y por la fuerza— una nueva, interviniendo a fondo y con violencia la existente. Por otra parte, al no hallar lugar en su diseño los pardos, ampliamente mayoritarios, se entiende la inadecuación de todo su edificio, tanto para la guerra como para etapas posteriores. En 1829, casi al final del camino, hace alusión Bolívar a un caos “insondable y que no tiene pie ni cabeza, ni forma ni materia”. Agrega: “Esto es nada, nada, nada”. Y apunta el mismo año, clarividente: “Mil revoluciones harán necesarias mil usurpaciones”. Concluye Rodríguez Iturbe: “Se pretendió construir la república no solo ignorando lo que éramos, sino negando lo que éramos. Natura non facit saltus [la naturaleza no procede por saltos]”. Remata: “Lo que se muestra contra natura resulta algo mostrenco, no saludable, que lleva en sí el germen de su propia destrucción”.

La república debe dejar de ser bolivarianao no será: mientras se tome a Bolívar como modelo que impregna eternamente cada área de nuestras vidas viviremos en una mera sucesión de sobresaltos. Ello por una sencilla razón: el modelo no opera sobre la realidad y, al intervenir en ella, fatalmente, yerra una y otra vez. La república venezolana del siglo XXI ha de partir del reconocimiento del factor hispánico-mestizo como principal e ineludible. Ese factor que Bolívar escamoteó a fin de crear el enemigo infame que necesitaba para movilizar la guerra y reservar el país a exiguas minorías, por él presididas, asegurando la pasividad y sumisión de una mayoría infantilizada y dependiente del hombre fuerte a caballo. Cuando integremos el factor hispánico-mestizo, empezará a disolverse el lastre de la amputación y la exclusión. Avanzaremos —al fin— con brújula fiable hacia un rumbo que nos acerque a nuestro ser real y pleno, único punto de apoyo firme para la construcción de una robusta esperanza.