“En este imaginario, Bolívar y el resto de los líderes independentistas se integran bien, pues lo fueron contra una monarquía decadente que dirigía un aparato político y administrativo caduco, coronada por un tirano”
Por JOSÉ MARÍA ORTEGA SÁNCHEZ Y CARLOS HIGINIO ORTEGA SÁNCHEZ
Defiende Tomás Pérez Vejo que una nación es básicamente la fe compartida en un relato, en el que importan los hechos pero, sobre todo, cómo son incluidos en la narración. Los Estados que surgieron de las guerras civiles y fratricidas que desgarraron la Monarquía Católica tuvieron que crear los suyos y, lógicamente, Simón Bolívar ocupó papel protagónico en los pedazos que lo apellidaron “Libertador”. De los rescoldos de ese Estado, al que las Cortes gaditanas declararon nación española de ambos hemisferios, también surgió el Estado nación España y aunque pudiera esperarse que el firmante del Decreto de Guerra a Muerte no tendría buen lugar en el ibérico, hoy es el personaje histórico, tras el Cid, con más estatuas ecuestres en España.
I España imaginada
En España imaginada. Historia de la invención de una nación (2015), Pérez Vejo examina el relato de nación que forjó el Estado decimonónico a través de los cuadros históricos que adornaron edificios públicos, un relato que sigue la monumental Historia general de España (1850-1866) de Modesto Lafuente, bajo cuyo influjo se escribieron los manuales de historia hasta mediados del siglo XX. La nación española, forjada en el Medievo, nace y alcanza la gloria con los Reyes Católicos, decae y resucita al levantarse contra Napoleón. Un imaginario en el que los comuneros castellanos son heroicos; Carlos II, “el Hechizado”; el siglo XVIII, una época extraña al ser de la nación; Carlos IV, un pelele, y Fernando VII, un tirano; un relato forjado por liberales —como Lafuente— que ayudó al éxito de la construcción del Estado nación España.
La derrota ante Estados Unidos en 1898 no lo modificó, pero las élites españolas, al convertir la derrota en Desastre, repensaron la historia de España acentuando la idea de decadencia secular que José Ortega y Gasset convirtió en defecto de fábrica —“defectos de constitución, de insuficiencias originarias, nativas”— en España invertebrada (1921), una colección de tonterías históricas al nivel de El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz o Los viajeros de Indias (1961) de Francisco Herrera Luque. Un imaginario rendido a la hispanofobia que en España facilitó la quiebra de la monarquía constitucional truncando la evolución democrática del régimen nacido de la Constitución de 1876, y sirvió de justificación para el ciclo autoritario que se prolongó hasta la Constitución de 1978, pasando por la crisis de 1917 y los golpes de Estado de 1923, 1931 y 1936. En este sentido, cabe recordar la reseña que en noviembre de 1939 dedicó Melchor Fernández Almagro en ABC al libro de Ignacio Olagüe La decadencia española: “El autor, llevado de su nobilísimo arrebato patriótico, llega incluso a negar el hecho mismo de la decadencia, sin advertir que, al faltar este triste hecho inicial, de largo desarrollo, nada de lo ulterior se justificaría, ni aun tendría sentido nuestra guerra, que habiendo sido motivada por la caída de España en riesgo de muerte, ha exigido un esfuerzo de correlativa intensidad”.
En este imaginario, Bolívar y el resto de los líderes independentistas se integran bien, pues lo fueron contra una monarquía decadente que dirigía un aparato político y administrativo caduco, coronada por un tirano. El proceso de construcción de los Estados nacionales herederos de la Monarquía Católica sería, pues, el culmen de lo verdaderamente español; Luciano Pereña Vicente, forjador del Corpus Hispanorum de Pace, monumental colección de ediciones de tratadistas de la escuela de Salamanca, lo resumió así en 1980 en el artículo “Francisco Suárez y la independencia de América”: “Contra la opresión y la dictadura del despotismo borbónico (…) La independencia de las naciones americanas constituye una de las mayores glorias de España. Fue la culminación del proceso cuyas bases doctrinales y políticas hay que buscarlas en la Escuela Española de la Paz y en el Derecho Indiano”. Integración que vadea las turbulencias políticas, como ejemplifica la calle Bolívar de Bilbao. En septiembre de 1936, en castigo por su apoyo a los alzados, el Ayuntamiento quitó el nombre de Miguel de Unamuno a la calle y se lo dio al caraqueño, la calle conservó el nombre tras la toma de la ciudad por las tropas nacionales y hasta hoy, logrando Bolívar el extraño mérito de complacer al nomenclátor de frentepopulistas, franquistas y nacionalistas vascos. Madrid le dedicó una calle en 1926, y en 1927 se levantó su primer monumento en España, en Cenarruza, solar de su linaje; homenajes pioneros del bolivarismo godo que ha llenado España de tributos al Libertador. Tal profusión se explica, además de por su encaje en el relato que sustentó el proceso de construcción del Estado nación español, por la generosidad del venezolano —costeó, en todo o parte, las tres estatuas ecuestres españolas, en Madrid, Cádiz y Sevilla—, por la colonia española en Venezuela y, sobre todo, por la popularización de la idea de hermandad hispanoamericana.
La guerra de 1898 impulsó el hispanoamericanismo, cuyo culmen fue el decreto de 1917 por el que el presidente argentino Hipólito Yrigoyen declaró—“Visto el memorial presentado por la Asociación Patriótica Española”— fiesta nacional el día 12 de octubre, “en homenaje a España, progenitora de naciones, a las cuales ha dado con la levadura de su sangre y con la armonía de su lengua una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener con jubiloso reconocimiento”, iniciativa que será secundada por otros Estados, entre ellos España en 1918, donde se celebraba la fecha pero sin carácter de fiesta nacional. Tras décadas de complejas relaciones entre España y las repúblicas hispanoamericanas, España se asumía parte de una comunidad de naciones cobijadas a partir de los años veinte con el término “Hispanidad”. Bolívar y el resto de los líderes independentistas eran los ejecutores de la natural emancipación de sus patrias, misma ley natural que siguen los hijos cuando salen de la casa de sus padres; por tanto, no eran destructores sino creadores de nuevas patrias hispanas y, por ello, debían ser celebrados.
Por tal razón, los homenajes al “héroe de la raza” —como lo designa su estatua en Cádiz (1974)— son presentados como actos de hermandad, cuya mejor plasmación es la de Sevilla, inaugurada por los reyes y Rafael Caldera en 1981, en la que Bolívar aparece con los brazos abiertos y el pedestal recoge parte de la carta que dirigió a Fernando VII en 1826: “Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, pero no abrumada de cadenas” y algunas de las que le dedicó Unamuno: “Su alma creó patrias y enriqueció el alma española, el alma eterna de la España inmortal y de la humanidad con ella”.
II América imaginada
Ante tal héroe español, los realistas europeos y americanos que lo combatieron quedan desubicados. Pablo Morillo, que antes de desembarcar en América había destacado en la guerra de la Independencia y al regresar será héroe liberal en la primera carlistada, tiene una estatua en Zamora levantada en 2010 cuya peana nada dice de su carrera, y un par de calles. Si los españoles europeos que lucharon por Fernando VII en América apenas son recordados, los americanos que nutrieron los ejércitos realistas aún menos. Y no mucho mejor les va a los que sirvieron a la Monarquía Católica una vez pasados descubrimientos y conquistas en los tiempos de la “decadencia”. Buen ejemplo es Blas de Lezo, héroe de la defensa de Cartagena de Indias en 1741, donde se levanta una estatua regalada por España en 1957. Era prácticamente desconocido por el gran público hasta comienzos del presente siglo y solo tenía un busto, de finales del siglo XIX, en la fachada del palacio de la Diputación Foral de Guipúzcoa. El entusiasmo de unos pocos logró popularizar al marino en España; en 2010 Madrid le dedicó una avenida y en 2014, por suscripción popular, se le levantó una estatua. Precisamente, una de las medallas acuñadas por comerciantes británicos para celebrar lo que creían había sido una victoria le fue enviada por el presidente colombiano Misael Pastrana a Francisco Franco con ocasión del recibimiento de las delegaciones participantes en la “Semana Bolivariana”, que culminó con la inauguración de la estatua de Bolívar en Madrid.
El origen del monumento puede fecharse en el artículo que Dionisio Pérez publicó en ABC el 7 de octubre de 1922, defendiendo la iniciativa de la Cámara de Comercio española en Caracas para levantar una estatua del Libertador en Madrid. Argumentaba Pérez que era un medio para reclamar su españolidad, máxime cuando Nueva York acababa de estrenar la suya. El artículo de Pérez fue apoyado, entre otros, por Emiliano Ramírez Ángel, quien en noviembre y desde La Esfera —la mejor revista gráfica de información de su época— calificó a Bolívar, entre otras lindezas, de “creador de nacionalidades y semidiós” y “flor y orgullo de la raza hispánica”. En 1925, el dictador Primo de Rivera puso la primera piedra de un faraónico monumento a Bolívar en Madrid, junto al alcalde, conde de Vallellano, quien proclamó: “Las tres figuras cumbres de nuestra raza en tierras americanas son Isabel la Católica, Cristóbal Colón y Simón Bolívar”. El proyecto se abandonó y la idea de hacer la estatua se retomó a mediados de siglo, inaugurándose una ecuestre en el Parque del Oeste, el 28 de octubre de 1970, día de San Simón, ante una nutrida representación de países bolivarianos, soldados incluidos.
La estatua, obra de Emilio Laiz Campos —autor de la de Blas de Lezo en Cartagena de Indias—, tomó algo del espíritu viajero bolivariano y, tras su colocación, un par de años antes de la inauguración, terminó posándose en el lugar que ocupó el “Monumento a los héroes de las guerras coloniales”, inaugurado en 1907 y destrozado durante la Guerra Civil. Los dos monumentos resumen el imaginario de España con América; la primera, dedicada a los militares muertos en la guerra de 1898, estaba coronada por las estatuas de Magallanes, Elcano y los militares Villaamil y Vara de Rey, muertos en Cuba en combate, convirtiendo la Monarquía Católica en un imperio colonial, aunque en ese año España no perdió sus últimas colonias americanas, sino las únicas que había tenido; la segunda representaba el hispanoamericanismo, en el que España se asumía como parte de una comunidad de naciones, derivadas no de un imperio colonial sino de una monarquía común. En todo caso, en ambas, América quedaba reducida a conquista e independencia, quedando los siglos intermedios —los de la “decadencia”— en la oscuridad.
III Panhispania
En una entrevista concedida al diario colombiano La República cuatro días antes de la inauguración, el embajador venezolano en España Carlos Capriles Ayala afirmaba que la estatua de Bolívar en Madrid simbolizaba un concepto “más moderno de la Hispanidad”, basado en el estrechamiento de los “nexos culturales, económicos y políticos”, un deseo complejo, porque “De momento, España concede prioridad a Europa, al mundo árabe y a los Estados Unidos”, pues “como bien me dijo una vez el ministro López Bravo, nosotros estamos en primer lugar en el corazón de España, pero la cabeza también cuenta”.
Y lo mismo valdría para el resto de los países, y es que, cuando Bolívar se adueñó del mejor lugar del Parque del Oeste, la idea de unión entre los Estados hispanos, más allá de rimbombantes declaraciones, arrojaba escasos resultados prácticos y estaba en franco declive. Hasta hoy. A diferencia del pasado siglo, el impulso no viene de los Estados sino del paisanaje, animado por pequeños grupos de entusiastas, de los que el periplo de la película Hispanoamérica, canto de vida y esperanza (2024) de José Luis López Linares es buen ejemplo. Es lógico que esta reavivación del hispanoamericanismo forme parte de agendas políticas diversas, incluso opuestas, pero probablemente solo unirá corazón y cabeza si se hace realidad, parafraseando a Mario Vargas Llosa, que Hispanidad rima con libertad. Imaginarnos parte de una patria común —llamémosla Panhispania— tiene el extraordinario valor de ser antídoto contra la hispanofobia que nos ahoga. En España, la hispanofobia fundamenta el proceso de destrucción del Estado nación que, iniciado tras el Desastre del 98, tocó meta cuando el PSOE aprobó “reconocer” el carácter plurinacional de España, y hoy amenaza con convertir España en una confederación de irrelevantes proyectos de Estados nación; en Hispanoamérica, alimenta relatos de nación que rechazan el valor fundacional de la Monarquía Católica, que es su vínculo con Occidente, facilitando el desarrollo de propuestas autoritarias y colectivistas.
Para ello, necesitamos reimaginarnos y forjar un relato compartido en el que pierdan peso los bronces de conquistadores e independentistas y lo ganen los protagonistas de los siglos de “decadencia”, en los que se forjó nuestro mundo hispano, y recordando siempre los versos de El Gaucho Martín Fierro:
Los hermanos sean unidos
Porque ésa es la ley primera
Tengan unión verdadera
En cualquier tiempo que sea,
Porque, si entre ellos pelean,
Los devoran los de afuera.
* José María Ortega Sánchez es integrante del grupo Panhispania.