KEILA VALL DE LA VILLE, POR VASCO SZINETAR

Por KEILA VALL DE LA VILLE

Preámbulo

Un libro es más que su contenido, más que lo que cuenta, es más que el objeto libro y su peso o el espesor de sus páginas. Es también la temperatura y la textura y el deseo y rigor de la mano que lo sostiene, el tamaño de ese asombro. El momento de su llegada a esas manos y también su abandono, su pérdida, su vestigio. Así una biblioteca, misterioso continente de tantas historias como libros y de tantas historias vividas por cada objeto libro, y de tantas historias como devenires de esas manos sujetándolos a lo largo del tiempo, y que de continente deviene en costa, en oleaje, en aventura mar adentro. Una biblioteca es mucho más que los libros que contiene, mucho más que la suma de sus partes.

Este año, la invitación a presentar en la Feria del Libro de Chicago el libro-objeto Habitar la biblioteca (Reed-Leal 2020), me llevó a reflexionar sobre el sentido de una biblioteca más allá de su utilidad, esa que es siempre una y la misma, y también siempre fascinante e inabarcable, para pensarla como referente etéreo, como un mar que no conoce de nombres o rótulos o siquiera de la posibilidad de ser océano, y que en mi caso es la que dejé en Venezuela tanto como la que me hice o voy haciendo o voy derramando hacia los bordes desde 2011: siempre hacia los bordes, en la ciudad que es, sí, isla, de New York. Me sumerjo en esa biblioteca arquetipal ahora mismo. Digamos que mostraré lo que veo por costas. Costas que bien pueden ser columnas o filas de libros.

Brazo estirado en alto, un poco a la izquierda: historias ancestrales

La vida pasa, yo no soy la misma que fui, y lo que leí hace treinta años y se quedó conmigo no es lo mismo que me impresionó hace diez o cinco. No necesariamente es lo mismo que leo hoy. Me marcaron al empezar a escribir líneas en apariencia inocuas pero feroces: “Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego…”. Qué decir de la brillante contradicción: “No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido…”. O de: “Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando”. Y el de tantas maneras lúdico “A su manera este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros. El primero se deja leer en la forma corriente, y termina en el capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen a la palabra Fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin remordimientos de lo que sigue. El segundo se deja leer empezando por el capítulo 73 y siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo”. Y acá lo dejo porque a contracorriente de mi propia autoficción: “Tengo mala memoria”, en este despliegue no pararé: “Hay una mordida profunda/ incisiva/ en el centro de mi sexo/ por la cual yo me erijo como yo misma”.

Lo fundamental de esas primeras lecturas fue descubrir todo lo que era posible o estaba permitido, digamos, a la hora de escribir, todo lo que podía decirse o leerse y cómo. Esos primeros autores o libros habitaban la biblioteca de mis padres. Cuando no sabía qué leer, pedía consejos (continúo haciéndolo) y uno de mis regalos predilectos de navidad o cumpleaños era (y continúa siendo) el de mi papá, que más que un libro me regalaba y regala cada vez un cable a tierra y un mapa. ¿Cuántos mapas, cuántas costas hay en una biblioteca? Mi padre detenía el tiempo de pie ante aquel universo, y cada vez elegía varios títulos, y me los entregaba recomendando: después me dices cuál te gusta. Se trataba de un gran gesto, tanto como lo es el hecho de que él mismo construyera la biblioteca de nuestra casa. O debería recordar en plural. Construyó una. Y cuando sus estantes se hicieron insuficientes, construyó la segunda. Más que su valor literario, estas rústicas estanterías y todo lo que las rodeaba (incluyéndome: yo creciendo frente a ellas, desde los siete a los dieciocho creciendo ante ellas y siempre aproximándome desde la pregunta) me marcaron ante todo afectivamente. Mi papá me regaló a los doce años Un mundo para Julius, y a mí lo que más me impresionó fue que un niño pudiese ver todo tan bien. A mi madre le gusta mucho Paul Auster y Yolanda Pantin y yo los heredé junto a Hanni Ossott y Patricia Guzmán. Fue ella quien me ofreció mi primer libro de Eugenio Montejo. Las voces masculinas entonces sobrepasaban las de las autoras, y es que una biblioteca también es un tiempo histórico. Siguió una jugosa lista de libros de antropología a raíz de mis estudios universitarios. Pronto tuve mi propia biblioteca, en una casa mía.

Justo al centro, en línea con el pecho: los alimentos

Si cuando estudiante en Caracas hacía sobre todo fotocopias en el pasillo de Ingeniería de la Universidad Central, o pedía libros a biblioteca de esa institución o del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas —los ficheros una ruleta: el libro podía estar tanto como haber sido prestado o apenas en proceso de volver a los anaqueles y yo encontraba la expectación bien emocionante— cuando me gradué empecé a comprar más libros, siempre sintiéndome en las librerías un tanto náufraga (porque lo soy), y hallándome cada vez sin arraigo (porque arraigo no tenía). Entraba con preguntas y salía aturdida y con algún tomo en la mano que no siempre era el que buscaba. Era el preciso, supongo. Un faro. Mi estante de libros se fue alimentando de regalos, préstamos caducos al padre, libros extraídos a hurtadillas cuando necesitaba leer y los encontraba allí, en la biblioteca ancestral, y compras erráticas, hambrientas, luminosas. Al dedicarme a escribir empecé también y al fin a tener un plan. De navegación y de vida. Esto tiene que ver con lo que llamaré la profesionalización del oficio, pero fundamentalmente con mi condición inmigrante. En Nueva York la biblioteca de la universidad se convirtió en la extensión de mi casa. Esto es casi literal: era mamá de dos bebés, sabía que mi tiempo en la universidad era privilegiado y restringido. Así que almorzaba en las escaleras posteriores de Butler, la biblioteca central de Columbia University, si mal no recuerdo entre el piso 4 y el 7, sentada en un peldaño cualquiera, asegurándome de no perder tiempo o dinero en cualquier cafecito del área. Comer en Butler está prohibido y yo, que suelo seguir las normas y temer a la autoridad, sin pensarlo dos veces, ni diez ni cientos, que serán las que comí allí, me senté cada vez desplegando gastronomía casera y apetito voraz antes de volver al trabajo. No entiendo cómo nunca me llamaron la atención.

En cuclillas, a la derecha: mis vestigios latentes

Me fui de Venezuela con unos pocos libros. Los que cabían en una maleta, los que estimaba necesarios para continuar mi vida acá, y asumiendo que iría y vendría, que cada vez traería nuevos viejos tomos de aquellos estantes. Los bien sabidos infortunios asociados al momento histórico venezolano y las oportunidades que fueron abriéndose en mi lugar de destino y nuevo arraigo, me llevaron a no volver durante muchos años, y así lo que termino teniendo acá es lo que hay. De vez en cuando recuerdo algún libro a cientos de miles de kilómetros y cuando lo hago sé exactamente dónde quedó (no necesariamente sé donde está ahora) en los estantes de mi estudio. Hace poco participé en un Simposio sobre la Diáspora Venezolana en Cornell University, en el que Stefan Gzyl, en una ponencia titulada Caracas, Departed City, habló sobre los artefactos, obras de arte, bibliotecas de quienes emigraron como huella o marca diaspórica. Un rastro que ahora en apartamentos clausurados es atendido por una persona que colecciona llaves y va de casa en casa limpiando polvo, reordenando, administrando el futuro de aquellos objetos; una persona que hace de réplica insuficiente pero necesaria de los dueños reales de cada uno de esos hogares. En este encuentro Elena Cardona dio una ponencia titulada La custodia: cuerpo de la memoria y sus migraciones, que en conjunto con el trabajo de Magdalena López sobre literatura caribeña, Convivencialidades espectrales: la pérdida y el fantasma en Arqueología sonámbula y Volver a cuándo sobre la imagen de la ruina como registro arqueológico de la debacle política venezolana me impactó. En aquel mismo encuentro, Carlos Colmenares Gil habló, en El desplazamiento de la democracia racial en Miguel James, sobre el poemario Mi novia Itala come flores y su manera de reaccionar al racismo silenciado en mi país.

Entonces ocurrió. Me vi como un espectro ante la biblioteca de mis padres, sé exactamente dónde está o estaba ese libro de James en la biblioteca de mis papás. Era un libro muy delgado, editado por Fundarte, que siempre me dejaba con cierta desazón, porque con aquel título (Min novia Itala come flores) la Keila de ocho años esperaba un cuento infantil y no un compendio de poemas de amor y alerta. Recuerdo haber vuelto más de una vez a él, y tantas haberlo regresado a su sitio. Ahora lo necesito no solo por tener ese ejemplar de James en la biblioteca de Nueva York, sino porque ese libro me recuerda a varios momentos de mi biografía. La memoria me vuelve un fantasma y los libros me traen de vuelta. Solo puedo agregar que yo leo por amor, que mis bibliotecas, las que visito espectralmente y la que me hizo una casa inmigrante, me conforman. Unifican como pueden los fragmentos siempre fragmentarios, acuáticos pero no diluidos, resistentes, en su mayoría inasibles ya, de la persona que soy. Y creo que esto ocurre a toda persona que tiene o ha tenido alguna.

Arriba a la derecha: las navegaciones

Fue pocos días después de aquel simposio en Cornell (¡en Ithaca!) que llegó a mi hogar extranjero Habitar la biblioteca. Un libro que habla de bibliotecas como amuletos, como memoria del afecto, como objetos del abandono y como casa desmembrada. Que se pregunta por el valor de su recuperación. En la mirada de Javiera Barrientos se pregunta por las bibliotecas perdidas, por cómo recomponerlas, por el valor de la reunión de libros dispersos o libros dejados atrás. ¿Qué trozo de cada quien queda atrás cuando queda atrás una biblioteca? Dice: “Invento el recuerdo de cuáles serán los libros que se empacarán tras mi muerte y a quiénes les corresponderá empacarlos. Les dejo una instrucción única: desarmen mi biblioteca como si fuera mi cuerpo. Traten de recomponerla como si se tratara de un juego.” En este libro, Clara Bolívar sigue el polvo: sus “historias específicas, pequeñas y no visibles a primera vista” lo trata “como reducción material resultante de interacciones y fricciones constantes”. Lo sigue “en los zapatos de migrantes desplazados, de trabajadores que llevan restos de los procesos industriales en sus pulmones. Residuos de polen, hongos, tolvaneras del desierto, cenizas y lava volcánica se encuentran con los restos de antiguos monumentos derribados: con los cuerpos sin vida de personas arrojadas por la violencia hacia terrenos baldíos, caminos y zonas de difícil acceso”. Dice Fernanda Escalera Zambrano: “En Agosto del 2021 me mudé a Nueva York. Dejar mi biblioteca-librero-mapa-espejo fue como dejar un pedazo de mí, uno de los muchos pedazos de mí que sentía que dejaba al irme de Puebla. Mudarse, cambiar de geografías, significa también reconstruirse. Estoy empezando mi biblioteca aquí. Mi librero es ahora un mueble con cuatro repisas que me encontré en la banqueta justo enfrente de mi edificio el día que me mudé a mi nuevo departamento… poco a poco, con cada libro que compro (re)construyo mi biblioteca y, por lo tanto, me (re)construyo también a mí. Siento que me voy volviendo más yo, que me vuelvo a (re)conocer.”

En el escritorio, en la mesa de noche: los que se derraman y no naufragan

Cuánto polvo tendrá ahora mismo acumulada la biblioteca de mis padres, en esa casa ahora ocupada y atendida por alguien más en nuestra intención de no perderla, de no perderla del todo. ¿Cuánto polvo ha acumulado aquel vestigio enclenque, desconfigurado en parte, receptor de embestidas de las que ya nadie nunca sabrá? Cada vez que alguien viaja a Venezuela he pedido que me traiga dos o tres libros y así casi todo lo que me importa ha terminado acá. Este año me propuse reeditar el proceso con la estantería de mis papás. El próximo libro en viajar será, sin duda, el de Miguel James, y quisiera todos los de Fundarte y Pequeña Venecia. Yo me hice mi biblioteca neoyorquina y ahora le voy trayendo el aura, le voy trayendo fragmentos míos desaparecidos o más bien espectrales, que reviven y reconfiguran esta carne con cada tomo que vuelve a un hogar que nunca fue suyo, pero ahora lo es. Para ser libre soy bien apegada, y supongo que es lo justo. Hace falta siempre la falla y la imperfección en el sistema para recordar el aura que nos constituye. Eso es una biblioteca, un lugar que trasciende sus dimensiones y su ubicación, y que es alimento, que crece a sus anchas y largas y se derrama, que no se da abasto. Que es costa hacia un nuevo mar adentro cada vez. Una biblioteca es quien eres y vas siendo. Hasta no ser más.


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