Louise Glück / Katherine Wolkoff©

Por BEVERLY PÉREZ REGO

La poesía de Louise Glück va más allá de la búsqueda de luz e intimidad: es también exploración y reconocimiento de la oscuridad que nos habita en lo aciago que marca nuestras vidas; de lo brutal que se alivia a través de lo cotidiano, el día a día donde nos perdemos y encontramos, sirviéndonos de consuelo. En su intensa introspección, Glück accede a nuevas dimensiones de la vivencia de ese lugar donde transcurre la vida y los seres que la permean: el hogar, los hijos, los amores; los triunfos mínimos, las monumentales pérdidas. Su poesía expresa una consciencia serena de la muerte que llevamos como semblante, expresado a través de lo mítico, que enhebra toda su obra.

En uno de sus ensayos, Glück nos dice que el mundo es una entidad completa sin nosotros: no somos indispensables. La idea es insoportable y el poeta se rebela ofreciendo su voz, tratando de imponer su presencia. En otro, Glück expresa que la experiencia fundamental del escritor es la indefensión y no la del triunfo de la voluntad. La voluntad jamás es garantía de triunfo en el arte.  El destino del escritor es luchar por hacerse escuchar en el mundo —el de las letras, de las ideas, de todos nosotros—.

El deseo es lo que mueve al poeta, y el deseo es el propulsor de la obra de Glück. Alguna vez dijo que prefiere usar la palabra “escritora” al referirse a sí misma, ya que consideraba que la palabra “poeta” es una aspiración y no un título que podemos auto adjudicarnos. La poesía se gana día a día, una y otra vez. Glück lo logra al revelar su intimidad a través de su consciencia de esa aspiración, y al mantener una distancia prudente ante el “yo” lírico de sus poemas —a veces mujer, a veces hombre; otras, sublime e indeterminado—.

Y en ese “yo” poético caben universos.

Poemas de Louise Glück

De The House on Marshland, 1975

Día de todos los santos 

Ahora mismo se ensambla el paisaje.

Las colinas se oscurecen. Los bueyes

duermen en su yunta azul,

los campos labrados ya

limpios, los fardos de trigo

atados por igual y apilados al borde del camino

entre los quinquefolios, mientras asciende la luna

dentada.

 

Esta es la aridez

de cosecha o pestilencia.

Y la esposa que se asoma a la ventana,

su mano extendida, como en tributo,

y las semillas

únicas, doradas, que llaman

Ven aquí, 

Ven aquí, pequeño

 

Y el alma se arrastra desde el árbol.

***

El fuego

Si hubieras muerto cuando estuvimos juntos

de ti nada hubiera querido.

Ahora te pienso muerto, es mejor.

 

A menudo, en la temprana frescura de las noches de primavera,

cuando, con las primeras hojas,

todo lo mortal penetra en el mundo,

construyo, para nosotros, una fogata con maderos de pino y manzano.

Repetidamente

las llamas surgen y decrecen

mientras cae la noche en la que

nos vemos con tal claridad —

 

Y en los días estamos satisfechos

como antes,

en la hierba alta,

en las sombras y las verdes puertas del bosque.

 

Y nunca dices

Déjame 

Porque los muertos no gustan de estar solos.

***

He aquí mis trajes negros 

Ahora pienso que es mejor no amar a nadie

que amarte a ti. He aquí mis trajes negros,

los fatigados camisones y las batas raídas

por doquier. ¿Por qué han de colgar, inútiles,

como si anduviera desnuda? Te gusté lo suficiente

vestida de negro; te obsequio estos objetos.

Querrás tocarlos con tu boca, recorrer

con tus dedos las delgadas

y tiernas piezas íntimas y yo

no las necesitaré en mi nueva vida.

***

El miedo al amor

Ese cuerpo que yace a mi lado como piedra obediente—

una vez sus ojos parecieron abrirse,

pudimos haber hablado.

 

Entonces ya era invierno.

Durante el día ascendió el sol en su yelmo de fuego,

y también en la noche, su reflejo en la luna.

Sobre nosotros, la luz pasaba libremente,

como si hubiéramos yacido

para no dejar sombras,

solo estas dos llanas hendiduras en la nieve.

Y el pasado, como siempre, extendía ante nosotros,

quieto, complejo, impenetrable.

 

¿Por cuánto tiempo allí yacimos

mientras, tomados del brazo en sus capas de plumas,

los dioses descendían

de las montañas que para ellos erigimos?


De Descending Figure (1980)

Los niños ahogados 

Ya ves, ellos no tienen juicio.

Es entonces natural que se ahoguen,

primero, atrapados por el hielo,

y luego, durante todo el invierno, sus bufandas de lana

flotando tras ellos mientras se hunden

hasta que al fin se aquietan.

Y el estanque los alza en sus múltiples y oscuros brazos.

 

Pero la muerte debe venir a ellos de manera distinta,

tan cercana al principio.

Como si siempre hubieran sido

ciegos e ingrávidos. Por ende

lo demás es sueño, la lámpara,

el buen mantel blanco que cubría la mesa,

sus cuerpos.

 

Y sin embargo oyen los nombres que usaban

como cebos deslizándose sobre el estanque.

Qué esperas,

regresa a casa, regresa a casa, perdido 

en el agua, azul y permanente.


De The Triumph of Achilles (1985)

Celinda

No es la luna, te digo.

Son estas flores

que alumbran el césped.

 

Las odio.

Las odio como odio al sexo,

la boca del hombre

sellando mi boca, el paralizante

cuerpo del hombre—

 

y el quejido que siempre escapa,

la baja, humillante

premisa de unión—

 

Esta noche, en mi mente,

oigo la pregunta y la acechante respuesta

fundidas en un sonido

que remonta y remonta y luego

se divide en los viejos seres,

los fatigados antagonismos. ¿Ves?

Fuimos burlados.

Y un olor a celinda

penetra por la ventana.

 

¿Cómo puedo descansar?

¿Cómo puedo estar en paz

si aún existe

ese olor en el mundo?

***

Parodos

Hace mucho, fui herida.

Aprendí

a existir, alejada

del mundo: te diré

lo que pretendía ser—

un artefacto que escuchaba.

No inerte: quieto.

Un trozo de madera. Una piedra.

 

¿Por qué he de fatigarme, debatiendo, discutiendo?

Aquellos que respiran en las otras camas

difícilmente podrían seguirme, ya que soy

incontrolable

como cualquier sueño—

A través de las persianas, miré

la luna en el cielo nocturno, que se encogía, se hinchaba—

 

Nací con una vocación:

dar testimonio

de los grandes misterios.

Ahora que ya he visto tanto

el nacimiento como la muerte,  sé

que, de la oscura naturaleza, son

pruebas, no

misterios—

***

Confesión

Decir que no siento temor—

no sería verdad.

Temo a la enfermedad, a la humillación

Como cualquiera, tengo mis sueños.

Pero he aprendido a ocultarlos

para protegerme

de la plenitud: toda felicidad

atrae la ira de las Parcas.

Son hermanas, salvajes—

al final, no poseen

ninguna emoción sino la envidia.


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