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«Bella y terrible a la vez» (1)

Estereotipos y prejuicios en la construcción de doña Bárbara 

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Ofrecimiento

Este trabajo constituye un homenaje a Rómulo Gallegos y a la novela Doña Bárbara al conmemorarse los 90 años de su aparición. También es una ofrenda a la incomprendida raíz india de la doña Bárbara de la ficción literaria y a los pueblos indígenas americanos de ayer, de hoy y, sobre todo, de mañana, muy especialmente al celebrase en 2019 el Año Internacional de las Lenguas Indígenas.

Introducción

La novela Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, aparecida en febrero de 1929, se convirtió en un texto emblemático de la Venezuela de la primera mitad del siglo XX. Tempranamente fue interpretada como un retrato del país sometido al poder autoritario y a las ansias de riqueza de los gobernantes de turno, una crítica a los gobiernos despóticos y arbitrarios. Las primeras lecturas de la novela identificaron a doña Bárbara como la representación de la barbarie y el atraso frente a los ideales de la civilización y el progreso que, a su vez, estarían expresados en la novela por Santos Luzardo. Se trataba del viejo y aún no resuelto dilema de la lucha entre la civilización y la barbarie, ya planteado por Domingo F. Sarmiento en Facundo (Marinone 2006: 79). Se contraponían el buen y adecuado proceder frente a los malos y erróneos pasos para la construcción de una “república”, en tanto que sociedad imaginada según los modelos euro-norteamericanos que animaron la Independencia y la fundación de los estados hispanoamericanos (Anderson 1997), junto a la falaz idea de la unicidad nacional de la que se desprendería también una pretendida identidad nacional única (Biord Castillo 2014).

La construcción de un modelo societario según cánones foráneos obviaba la complejidad e implicaciones de las realidades socioculturales. Se presuponía una “sociedad” ilusamente homogénea, asimilada de manera forzosa a los modos de vida de las élites mediante diversos mecanismos (González Stephan 1995). Como parte de ello e incluso muchas veces de forma inconsciente, emergen el desprecio y la exclusión sistemática del componente indígena de la cultura de cada país y se impone, en consecuencia, la invisibilidad de los pueblos indígenas y sus descendientes y el menosprecio de sus recursos culturales (Bonfil Batalla 1987, Biord C. 1992). El caso venezolano, que guarda estrechas similitudes con otros latinoamericanos, pone en evidencia una serie de falacias asumidas por las élites como dogmas incontrovertibles y, por tanto, absolutos sobre la configuración de las sociedades dominantes (Biord 2004c, 2014), entre ellas la negación del racismo y la discriminación y el exagerado énfasis en la idea de la supuesta igualdad étnica, racial y social (Mijares 1997, Montañez 1993). Esas racionalizaciones afectan con especial fuerza a los pueblos indígenas, a menudo considerados atrasados, sus culturas despreciables y sus idiomas “dialectos” rudimentarios. A tales prejuicios se suma, además, la muy extendida tendencia a señalar indios genéricos, sea al asumir a los pueblos indígenas como sociedades con una identidad, lengua y cultura únicas (1) o al considerar como “indios” a poblaciones de origen indígena aunque transculturadas (mestizos, campesinos, etc.) y sin una identidad étnica, al menos clara y consistente. De esta manera, el término “indio” funciona entonces como una categoría colonial tal como lo ha descrito Bonfil Batalla (1972).

Habida cuenta de esa visión desdeñosa cuando no abiertamente condenatoria de los indios y lo indio, intento una lectura de Doña Bárbara que indaga posibles huellas de esa ideología anti-indígena y del imaginario social sobre la materia en la construcción del personaje central de la novela. En consecuencia, propongo una visión de doña Bárbara como una mujer india víctima del desprecio y el racismo, a lo que se añadiría el condicionante de su género, forzada por las circunstancias a asumir conductas, usos y costumbres extraños a su cultura de origen. Ello permitiría una compresión más amplia no solo del personaje y la novela sino también del entorno cultural recreado de manera ficcional en la obra de Gallegos, a la vez que una valoración del contexto histórico-cultural tanto de su elaboración como de su recepción en la Venezuela de la década de 1930. Se trataba entonces de un país que, quizá todavía sin mucha conciencia social de ello, empezaba a experimentar la asincrónica y desigual transformación de sus modos de vida agrario-pastoriles y el paulatino surgimiento de otros signados por la economía petrolera.

La historia, el personaje, su construcción

a.- El contexto regional de la historia

La historia que enhebra la novela y doña Bárbara como personaje se enlazan con las desavenencias familiares de los Luzardo. Santos Luzardo, en la ficción literaria, sería primo de Lorenzo Barquero, el padre de Marisela, la hija de doña Bárbara. Luzardo descendía de llaneros profundamente arraigados al Llano y había heredado el extenso hato de “Altamira”, la gran heredad familiar:

“Lo fundó, en años ya remotos, don Evaristo Luzardo, uno de aquellos llaneros nómadas que recorrían –y todavía recorren– con sus rebaños las inmensas praderas del cajón del Cunaviche, pasando de este al del Arauca, menos alejado de los centros de población. Sus descendientes, llaneros genuinos de ‘pata-en-el-suelo y garrasí’ que nunca salieron de los términos de la finca, la fomentaron y ensancharon hasta convertirla en una de las más importantes de la región; pero multiplicada y enriquecida la familia, unos tiraron hacia las ciudades, otros se quedaron bajo los techos de palma del hato, y a la apacible vida patriarcal de los primeros Luzardos sucedió la desunión, y esta trajo la discordia que había de darles trágica fama” (1a parte, cap. II) (2).

La madre de Luzardo, tras la tragedia del asesinato del hijo mayor perpetrado en la novela por el propio padre tras una riña instigada por su primo Lorenzo Barquero, lo había sacado del medio: “Días después, doña Asunción abandonaba definitivamente el Llano para trasladarse a Caracas con Santos, único superviviente de la hecatombe. Quería salvarlo educándolo en otro medio, a centenares de leguas de aquellos trágicos sitios” (1a parte, cap. II). Era la manera de evadir la fuerza del paisaje, el sino que imponía el Llano:

La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón; es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.

El Llano enloquece, y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser llanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas y el retozo heroico de Queseras del Medio (3); en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del ‘cacho’, en la bellaquería del ‘pasaje’, en la melancolía sensual de la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: ‘primero mi caballo’. ¡La llanura siempre!

Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña; toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad” (1a parte, cap. VIII, itálicas añadidas).

Se trata de las fuerzas telúricas, del influjo del paisaje, que en Doña Bárbara cobra una especial relevancia y lirismo, al igual que en Canaima y Cantaclaro, otras de las novelas de Gallegos, ese entorno geográfico que su autor convierte casi un personaje más, un fuerte elemento caracterizador y constituyente tanto de la historia como del carácter de los personajes. Como ha señalado José Ramón Medina (1981: 162), “Gallegos agrega una desbordante pasión de contornos humanos, de arraigo elemental, primario, sobre la realidad, que lo coloca en el centro de un vasto campo de autenticidad nacional, lindante con la épica”.

Luzardo, ya graduado de abogado y superado “el estrago de los horrores que hemos presenciado” (como decía su madre al referirse a la tragedia del filicidio), pero sobre todo “La falta del horizonte abierto ante los ojos, del cálido viento libre contra el rostro, de la copla en los labios por delante del rebaño, del fiero aislamiento en medio de la tierra ancha y muda. La macolla de hierba llanera languideciendo en el tiesto” (1a parte, cap. II), decide volver para vender la hacienda familiar, dividida por la generación antecedente en dos porciones: “Altamira” y “La Barquereña” (luego “El Miedo”, al pasar a manos de doña Bárbara). Estando en ello, Santos Luzardo siente de nuevo el llamado de la tierra como en sus primeros días en Caracas. Decide entonces no deshacerse de la hacienda, continuar con la ocupación de sus antepasados al frente de “Altamira” y, sobre todo, “acabar con el cacicazgo de doña Bárbara en el Arauca”, emprender la lucha que implicaba civilizar: “Lo que urge es modificar las circunstancias que producen estos males: poblar. Pero para poblar, sanear primero, y para sanear, poblar antes. ¡Un círculo vicioso!”, se decía Luzardo. Entrevisto el reto, “lo apasionante ahora es la lucha” (1a parte, cap. II).

Luzardo percibe el embrujo atávico del entorno amado y modificado por sus mayores:

“Era la misma tendencia de irrefrenable acometividad que causó la ruina de los Luzardos; pero con la diferencia de que él la subordinaba a un ideal: luchar contra doña Bárbara, criatura y personificación de los tiempos que corrían, no sería solamente salvar Altamira, sino contribuir a la destrucción de las fuerzas retardatarias de la prosperidad del Llano.

Y decidió lanzarse a la empresa con el ímpetu de los descendientes del cunavichero, hombres de una raza enérgica; pero también con los ideales del civilizado, que fue lo que a aquellos les faltó” (1a parte, cap. II).

El Llano, en la recreación de la novela, pasa a ser Venezuela, el país en su completitud. Como ha señalado Rafael Arráiz Lucca (2019), Gallegos, “sin proponérselo, incidió más allá de la literatura en el imaginario colectivo. Doña Bárbara contribuyó decididamente a hacer del llano venezolano la región simbólica nacional, siendo junto con la selva la región más despoblada del país” (4). La lucha contra doña Bárbara vendría a ser la lucha por el progreso y la civilización, contra la barbarie; pero cabe preguntarse, ¿doña Bárbara solo personifica “los tiempos que corrían”, es decir, el ejercicio autoritario y sin ética del poder? ¿Qué valores y simbología encierra su propio? ¿La barbarie, el salvajismo o acaso en los profundos vericuetos psíquicos y conductuales del personaje subyacen otros elementos?

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Notas

(1) Tal distorsión pudiera sintetizarse con la falsa idea de que todos los indios son iguales.

(2) Las citas corresponden a la edición de la Biblioteca Ayacucho (Gallegos 1997a), con la acentuación actualizada. Solo se identifica la parte o sección de la novela y el capítulo correspondiente para facilitar su localización en cualquier edición.

(3) La expresión “guerra buena” refiere a las luchas por la independencia política de España; mientras que Mucuritas fue una batalla librada el 28 de enero de 1817 y Queseras del Medio otra el 2 de abril de 1819. Tuvieron lugar en los llanos del actual estado Apure (referente geográfico de la novela Doña Bárbara), ambas comandadas por el general llanero José Antonio Páez.

(4) Ver también mi trabajo sobre la importancia del Llano, la llanerización de la cultura venezolana y la desllanerización de la cultura llanera (Biord 2018).

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Publicado en Baquiana (Miami, Estados Unidos de América) Nº 109-110 / enero-junio 2019 (versión electrónica: https://baquiana.com/xx-109-110-enero-junio-2019-ensayo-ii/).

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