Barbara Brändli (Colección C&FE). Baile del pijiguao en la comunidad yanomami de Mavaca, región del Alto Orinoco, estado Amazonas, Venezuela. 1965

Por ARIEL JIMÉNEZ

Una nostalgia de los inicios, y de la pureza primitiva que habría sido la suya, atraviesa el pensamiento de Occidente, hasta hoy incluso. De siglo en siglo, durante milenios, la añoranza de ese momento a la vez rudo y feliz de los primeros tiempos, parece jugar en el imaginario colectivo un rol similar –o al menos equivalente– al que tiene la infancia en el plano individual: la de un remanso de paz y equilibrio, un tiempo bendito que habríamos perdido y al que soñamos regresar. Son muchas las formas que ha tomado y toma esta espera milenaria, acaso constitutiva de la especie, desde las manifestaciones míticas de una supuesta edad de oro (que Ovidio recoge al inicio de sus Metamorfosis), y donde “castigo y miedo no había”, hasta las utopías revolucionarias de los siglos XIX y XX, convencidos de que tras la ruptura necesaria –obligatoria, ineluctable– con la civilización corruptora, se instalaría por fin, y a perpetuidad, un régimen de concordia y bienestar.

Pero esa virginidad primera, ese mito de los orígenes que fecunda el presente, fue siempre doble; “siempre ha habido dos arcadias: la hirsuta y la lisa, la sombría y la clara, el hogar de los placeres bucólicos, el dominio del pánico primitivo” (1). Porque si la existencia fue allí placentera y tranquila, lo fue a la vez en medio de la más austera y rústica sencillez, al borde –o casi– de lo salvaje. Y así vivió el ciudadano culto de la Roma imperial, en medio de los apetitos de la urbe, soñando con la vida campestre de una arcadia inventada. El mundo cristiano vivió y vive también así, a la expectativa de ese advenimiento milagroso y redentor, cuando en el futuro la humanidad sea redimida de sus pecados, y los elegidos puedan retornar a la dicha y al eterno sosiego del Paraíso, esta vez al lado de su creador, Dios del universo. Y mientras ese día prometido llega, se admira al anacoreta en su abandono, en su soledad huraña y su desprecio de lo mundano.

Se sabe que el “descubrimiento” de América reactivó en los europeos del siglo XVI, y no entre los menores, la esperanza de reencontrarse aquí con la tierra prometida, y que los indígenas con los que se topó Colón en las islas del Caribe le hicieron pensar que había encontrado una humanidad todavía pura, que vivía desnuda y sin malicia en medio de un verdadero paraíso vegetal, como salidos apenas de las manos del creador (2). Seres, pues, que compensaban ese estado hirsuto y falto de artificio en el que se encontraban, con las bondades de lo natural, y que si se les podía tildar de bárbaros, solo podría serlo como lo afirmaba Montaigne: “por haber recibido muy pocas maneras del espíritu humano, y por estar todavía harto cerca de su ingenuidad primitiva” (3). Nunca nadie vio, ni podrá quizás ver, un ser humano por completo desprovisto de toda dimensión cultural, alguien a secas “silvestre”, pero siempre o casi se lo supone ingenuo y manso, porque preexiste la conjetura de que, apegado a las leyes de la naturaleza, todo individuo es bueno y solo la civilización lo pervierte. Así lo soñó Rousseau, describiendo al caribe de Venezuela como una especie de soldado espartano, espontáneamente virtuoso, fuerte y sano por el simple ejercicio de su cuerpo, sin apoyo ni de las artes ni de las ciencias, sin otras exigencias que la de su subsistencia inmediata, y libre precisamente por su desapego absoluto ante lo material. “¿Qué yugo podría en efecto imponérsele a hombres que no necesitan nada?” (4).

Y todo ese imaginario del hombre primigenio y su autenticidad “natural” formaba parte del bagaje intelectual y sensible que trae consigo Bárbara Brändli cuando se instala en Caracas con su esposo, el arquitecto venezolano Augusto Tobito. Y ella, la sofisticada bailarina clásica, que trabajó en París como modelo y asistente de fotografía, se encontró de repente en un pequeño país del tercer mundo, en medio de un entorno cultural que soñaba con modernidad y progreso:

“¿América del sur? Vagamente sabía dónde quedaba Venezuela. Me vine para acá en diciembre de 1959, y fue un cambio total. Creo que me salvó la fotografía. Ya no podía ser modelo, y tenía con la fotografía algo que hacer” (5).

Sus primeros trabajos, como podía esperarse, se dieron en el entorno profesional de la danza, su pasión más temprana, y pronto tuvo la oportunidad de publicar su primer libro de fotografías, Duraciones visuales, 1963, con texto de Sonia Sanoja y diseño de John Lange. Pero en ese país que deseaba borrar con concreto armado su pasado rural y pueblerino, ella seguía pensando en los primitivos que descubrió en los museos etnográficos de Suiza, en los libros de arte y antropología, y que vivían aún –eso le decían–en los bosques casi ignorados del sur:

“Desde niña esa idea constituyó mi más grande anhelo. Buscar al hombre primitivo, en todo momento, atraviesa mi trabajo como un hilo rojo. Y cuando vi esos primeros indígenas recibí un gran choque; ahí estaban ante mí los hombres de la prehistoria que tanto buscaba, con su terrible fuerza vital y espontaneidad” (6).

El impacto que sufrió al llegar por primera vez a una comunidad indígena, el 3 de abril de 1962, fue para ella fundamental, “tan fuerte para mí como para los astronautas la llegada a la luna”, diría años después, y en los textos que escribe, en sus diarios y en las pocas entrevistas que se le hicieron, sus descripciones del mundo indígena cobran el tono inspirado de Colón en 1492, de los “Caníbales” en los Ensayos de Montaigne, o del Rousseau de los discursos sobre el restablecimiento de las ciencias y las artes o el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres. Porque al interior de la mujer delicada, absolutamente urbana, que fue Bárbara Brändli, parecía latir el corazón del hombre agreste y áspero que puebla los bosques en el imaginario alemán desde las crónicas de Tácito, y que ella sin duda debió conocer en su Schaffhausen natal, de la suiza alemánica (7).

“Tengo mil preguntas. Quisiera conocer a estos hombres, saber cómo son en la intimidad, tienen algo tierno dentro de ellos, algo puro.

Aquí estoy nerviosa, de vez en cuando se me quita el miedo y entonces veo claro, sueño, quisiera tener una vida larga aquí, con esta gente sencilla que no se pierde de lo esencial. Ellos son felices. Aún no son víctimas de los tiempos de la técnica y de todos los infernales equipos de las carreras, fuentes de infelicidad” (8).

Y ese ideal ambiguo del salvaje ha permanecido siempre activo, como un antídoto contra los males de la civilización, un elixir rejuvenecedor, revitalizador, a tal punto que no hay intento moderno de desarrollo y progreso material que no esté en cierta forma basado y a la vez contradicho, martirizado, por ese llamado de la tierra, de los bosques inmemoriales y de nuestro origen animal, que sería catastrófico olvidar. Eso es el arte moderno, eso las telas de Picasso y Braque entre 1907 y 1912: una profunda innovación pictórica, cierto, una ruptura desconcertante que el público de entonces vivió como algo radical, casi bárbaro, con las tradiciones más arraigadas en el Occidente cristiano, pero que en realidad hundía sus raíces en una genealogía de lo primitivo que lo sustenta y lo nutre constantemente con la misma potencia.

De allí que ir a los bosques del sur venezolano, en la zona guyano-amazónica, para encontrarse con ese hombre de la prehistoria que ella describe en sus notas biográficas (los Ye’kwana y Sanemá de Kanarakuni) era, sí, salir del orbe de lo civilizado, pero no para perderse en la opacidad de una naturaleza informe, por completo ajena a lo que ella misma era, sino para regresar simbólicamente a los orígenes, para recibir de nuevo las aguas del bautismo y reencontrase de alguna forma con lo que se supone fueron Adán y Eva antes del pecado original. Por eso, quizás, el sentimiento de extrañeza que Bárbara dice sentir al encontrarse frente a frente con esos seres de otro tiempo, cercano al que todo individuo culto siente todavía ante las telas de Picasso y Braque, o ante las máscaras y fetiches de los artistas africanos (les nègres que los colonos franceses miraban con desprecio), mezcla extraña de placer y opacidad, de profundo placer estético y de una casi completa incapacidad para describir aquello que se siente, lo que surge de esas formas primitivas, deformes, que nos atrapan. Solo, tal vez, si es cierto que nuestro inconsciente recela todavía huellas profundas e indelebles de nuestro más remoto pasado psíquico y orgánico, como lo sugiere Jung, solo allí deben situarse las zonas que esas extrañas imágenes activan en nosotros. Y es de allí de donde debe surgir ese “algo que está casi por debajo de la piel”, ese “fondo invisible que hay detrás” de las cosas, “debajo de la apariencia”, y a las que Bárbara Brändli dice “enfrentarse” con su cámara.

“Al encontrarlos –asienta– sentí un sobresalto inesperado porque me sentía ante algo que contenía una enorme fuerza y un gran poder de atracción” (9).

Lo que surge de allí, de ese ejercicio fotográfico, de ese enfrentamiento, no es, ni podía ser, un simple registro, un reportaje en imágenes, sino algo a la vez más complejo e interesante, más cerca de la invención que de la anotación sensorial, más atado a lo que Georges Didi-Huberman define como la capacidad de figurabilidad que caracteriza a una obra de arte, que de lo figurativo, más del lado de lo visual que de lo visible. Imágenes que antes que captar, resaltan, o hacen visible algo que la mirada capta “debajo de la piel”, que construyen al menos tanto como registran lo visible y lo hacen legible para su espectador.

Y esta capacidad constructiva de la fotografía; de sus encuadres y de la manera como aíslan un personaje, de los juegos de luz y sombra que el fotógrafo persigue y explota, de los efectos de perspectiva que enaltecen o neutralizan un objeto o persona, se hace a veces detectable –se delata en su trabajo constructivo–, en la imagen ya editada y publicada por su autor, claro, pero igual e inclusive con mayor claridad, en los contactos, específicamente en las series que se hacen en torno a un mismo motivo, y en los que deviene casi factible seguir el pensamiento de quien sostiene la cámara y la dirige hacia su modelo. Y así se le ve acuclillarse o ubicarse en un lugar ligeramente elevado, acercarse o alejarse, provocando o evitando las situaciones de contraluz, en busca precisamente de algo que no se deja ver de inmediato; de un contenido, un valor, que precede en su mirada al acto de fotografiar, y que orienta en un sentido o en otro el estímulo lumínico que viene del exterior para afectar la película sensible al interior de su cámara. Porque la luz tiene ese algo de fluido que no puede ni debe bloquearse, sino que debe “embaularse” como un río, para hacerlo dócil a nuestras intenciones, para que pueda obedecer a esa voluntad expresiva que guía las acciones del artista.

Entre los contactos de su trabajo en Kanarakuni (1964), hay uno de especial interés para comprender los procesos en juego, y cómo la mirada del fotógrafo “encauza” lo que tiene ante sí para alcanzar sus objetivos. Se trata de un pequeño conjunto de imágenes donde Bárbara Brändli registra el juego de los niños con el fuego, en la sabana sagrada de los Yekuana del alto río Caura, en las faldas del Sarisariñama. Es evidente que para alguien que se acerca a ellos fascinado por esa vida primitiva, que admira y quiere captar “en lo profundo”, estar en una sabana venerada por los indígenas (pequeño remanso de luz en medio de bosques inmensos, al pie de formaciones rocosas que cuentan entre las más antiguas del planeta), jugar con fuego no puede sino despertar zonas de sentido muy peculiares, que tocan en lo íntimo a cada individuo, y un símbolo de potencia inigualable. Y era evidente que una fotógrafa como ella buscaría captar, resaltar, hacer evidente, todo lo que ese acontecimiento le inspiraba, y donde seguramente se agolpaban todas juntas las imágenes de pureza y primitividad humanas que alimentan el pensamiento de Occidente, y que guiaban entonces los movimientos de su cámara. Y entonces se revelan algunos de los mecanismos por medio de los cuales una imagen puede construir, e incluso producir, la imagen que la película sensible atrapará luego como si se tratara de una simple huella proveniente de afuera.

Los ángulos donde el cielo se hace visible, arriba a la izquierda, así como la luz que baña el paisaje y el cuerpo del niño que salta sobre las llamas, abajo a la derecha, indican claramente que la escena ocurre de día, tal vez ya en la tarde, pero en todo caso todavía en pleno sol. Y no obstante, la mayoría de las imágenes sugieren escenas casi nocturnas, donde los cuerpos se reducen a siluetas negras, a simples sombras. Y ese efecto no es un producto azaroso, no en manos de una fotógrafa experimentada, sino resultado de una voluntad consciente, pues es patente que buscó casi siempre situaciones en las que los personajes se encontraran a contra luz, no solo entre el fuego y el fotógrafo, sino también contra la claridad del cielo. Y todo fotógrafo sabe que sus sujetos quedarán entonces subexpuestos y en penumbras. Si a eso le agregamos la decisión de cerrar el diafragma al máximo, el resultado es exactamente el que vemos, de escenas que diríamos nocturnas, y donde los personajes, sobre todo cuando están en movimiento, quedarán desenfocados y entre sombras.

Una imagen delata, por su contraste, la voluntad de la artista. Se trata de la toma, abajo a la derecha, donde vemos el cuerpo iluminado del niño que juguetea con el fuego saltando sobre él. Y si allí podemos verlo correctamente, y si se hacen visibles su piel y los detalles del entorno, es porque no estaba a contraluz, como las demás tomas, hechas casi frente al sol, sino enmarcados –él y el fuego– por la montaña del fondo, y porque al abrir el diafragma del lente la influencia de la luz ambiente disminuye el impacto óptico del fuego. Pero el resultado es una imagen casi banal, de una realidad que por su cotidianidad trae sus personajes hacia el presente que comparten con la fotógrafa, cuando lo que ella buscaba era, por así decirlo, alejarse justamente de lo cotidiano para adentrarse en la idea que tenía en mente; ese ser primitivo con el que soñaba y quería atrapar en una imagen elocuente: “A plena luz del sol, solo se capta lo que ve el ojo, y el resultado no es creación” (10). Y por eso escoge las escenas a contraluz, donde las siluetas negras acrecientan la fuerza del fuego y distancian a sus personajes del aquí y del ahora, acercándolos al concepto. Y ni siquiera le interesan todas, porque aquellas donde los movimientos le son familiares, como los que podemos ver en los recuadros del centro, a la derecha y a la izquierda, son descartadas. No, las que le intrigan e interesan en realidad son aquellas donde algo distinto emerge de las sombras, las dos donde el cuerpo del niño se deforma, como en el encuadre del extremo superior derecho, con esa cabeza enorme, la espalda quebrada y sus piernas de insecto, o donde, como ocurre abajo a la izquierda, sus miembros aparentan dislocarse en movimientos forzados, su torso y sus brazos hacia la izquierda del personaje, sus piernas hacia la derecha, en un escorzo casi manierista, o expresionista, que no puede sino recordar las danzas primitivas de Emil Nolde (Sus Bailarinas con velas, de 1913, por ejemplo), justamente porque sus brazos y piernas parecen moverse en direcciones contrarias, como se supone lo haría un salvaje, un ser que no ha aprendido a modular sus movimientos, porque no sabe dominar los apetitos del cuerpo.

“Mi creación es del presente inmediato. Aunque el rasgo sea premeditado, no creo en forzar ni el pasado ni el futuro. Tengo que estar muy pendiente de poder captar el segundo preciso de una creación preconcebida pero percibida en el presente de un rasgo muy preciso […] En mi fotografía tiene que ocurrir instantáneamente lo que he ideado antes del ¡clic! Las cosas que más me interesan ocurren en ese cuarto de segundo consagrado” (11).

Está claro, pues, que lo esencial de lo que Bárbara Brändli fue a buscar a Kanarakuni, en las cercanías del Caura, estaba ya en su mente, formaba parte de esa herencia cultural que una larga historia depositó en ella. Era algo que anidaba en su interior y afloraba en su fotografía al contacto de los indígenas, se activaba con ellos, como se activan en la semilla los códigos genéticos que la cháchara inmemorial de su especie inscribe y encapsula en sus entrañas, a la espera de un momento y un terreno propicios. Y por eso no es nada sencilla la producción de una imagen (en particular, claro, la de una imagen significativa), ni algo completamente consciente, sino un entramado de percepción y de remembranza, de dato concreto y de deseo, de invención y de registro, que lanza sus raíces hasta lo más hondo de un individuo. Algo en ella precede la escena que habrá de fotografiar, cierto, y ese algo guiará sus gestos, pero nada de eso sucedería si no existiera el estímulo propicio proveniente de afuera, si su influjo no penetra en ella hasta hacer germinar lo que lleva por dentro:

“Creo que volvió a llover. Debería lavar mi ropa, debería escribir, pero no tengo capacidad para nada. ¿Por qué? Porque quiero ver y sentir, quiero dejar que las cosas me penetren” (12).

Ahora, claro, Bárbara Brändli no escogió –o no siempre– sus temas, porque no dependía de ella que sucediera esto o aquello en el poblado que visitaba, sino que trabajó a partir de lo que esa comunidad vivió en el lapso relativamente corto que compartió con ellos. De allí que su trabajo con los Ye’Kwana de Kanarakuni y Santa María de Erebato no pueda considerarse como un registro completo de todas las manifestaciones de su existencia individual, familiar y colectiva, sino de lo que en ese tiempo (de uno a tres meses en cada expedición) le fue posible experimentar, e incluso de aquellos aspectos que por alguna razón captaron su atención con mayor fuerza. Son muchas, pues, las áreas que se nos escapan, y aun así alcanza la amplitud suficiente para expresar a la vez la rudeza que puede alcanzar la vida entre ellos, como los momentos de intimidad y paz virginal que Brändli buscaba incansablemente, y también por supuesto el sello que ella, y su historia cultural, imprimían en cada una de las imágenes que capturaba. De allí, además, que el resultado oscile entre el registro etnográfico y la invención formal; entre lo que el lente capta dócilmente, en puntos de vista cercanos a la visión normal o “normada” (la de un individuo de pie ante su motivo, bajo una luz homogénea, sin puntos de vista especiales), y aquellas donde el autor busca encauzar lo que tiene ante sí (variando los puntos de vista, jugando con las luces y las sombras, buscando o eludiendo los juegos de contraluz, y luego manipulando hasta donde lo cree conveniente las posibilidades del copiado en el laboratorio), para expresar lo que siente ante su objeto de interés.

Porque tampoco estuvo completamente libre a la hora de pensar su trabajo, sino que, a la pasión personal que la movía, se unió un pedido institucional concreto y un contrato que debía respetar. Sus expediciones al sur venezolano se hicieron en efecto financiados (al menos durante tres años), por y para el Center of Latin American Studies, de la Universidad de Los Ángeles (UCLA), entonces dirigido por Johannes Wilbert, y tenían un objetivo preciso: registrar lo que el profesor Wilbert llamaba “la cultura material” Ye’Kwana. De manera que muchas de sus imágenes respondían expresamente a ese pedido de rastreo formal y, en principio al menos, “objetivo” de sus temas. Ya luego, una vez honrado su contrato, Bárbara Brändli podía por supuesto entregarse a esa exigencia expresiva que la había llevado a Venezuela, a uno de los rincones más recónditos del sur, en busca de los seres arcaicos con los que soñó desde su infancia.

Son esencialmente cuatro los núcleos donde Brändli trabajó con suficiente profundidad como para considerarlos, al mismo tiempo, expresión acabada de su práctica fotográfica y registro (sin duda incompleto, pero ampliamente representativo), de la vida Ye’Kwana. A través de ellos, podemos hacernos una idea del tipo de existencia que fue y sigue siendo la de un poblado Ye’Kwana en las selvas de Sur América e incluso, tal vez, agazapado entre sus imágenes más personales, atrapar algo de esa pureza primitiva que anida en el imaginario occidental desde los tiempos de Ovidio y más allá, hasta las fuentes hoy perdidas de la humanidad en su conjunto.


Notas

(1) Simon Schama. Le peysage & la mémoire. París: Ed. Du Seuil, 1999, p. 585. Recordemos que la palabra pánico proviene de Pan, el semidiós griego de los pastores y los bosques, personificación de los poderes viriles. Era un personaje híbrido, mitad hombre, mitad cabra, que materializaba la vertiente salvaje de lo humano. Se le atribuye la capacidad de producir terror en sus víctimas, de allí la palabra pánico.

(2) “Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, […] no traen armas ni las cognosçen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortavan con ignorancia”. Cristóbal Colón. “Diario del primer viaje, 1492”. En: Cristóbal Colón, textos y documentos completos. Madrid: Alianza editorial, 1982, 1984, p. 31.

(3) Michel de Montaigne. Essais. París: J. Bry ainé, libraire-editeur, 1859, p. 98. Digitalizado y puesto en línea por Gallica, de la Bibliothèque Nationale de France.

(4) “Los caribes de Venezuela viven entre otros a este respecto en la más profunda seguridad y sin el más mínimo inconveniente. Aún estando casi desnudos, dice François de Corréal, no dejan de exponerse intrépidamente en los bosques, armados solamente de la flecha y del arco; pero nunca hemos escuchado que alguno de ellos haya sido devorado por las bestias”. Jean-Jacques Rousseau. “Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes”. En: J.J. Rousseau, Citoyen de Genève, Oeuvres complètes, tomo octavo. París: l’Imprimérie de P.F. Dupont et fils, 1819. p. 183 para la primera cita; p.17 para la segunda.

(5) María Teresa Boulton. “Conversación con Bárbara Brandli”. Caracas, 2010. Texto inédito.

(6) Bárbara Brandli. Información personal. Caracas, 1990.

(7) Para comprender el peso que alcanza el ideal del hombre rústico de los bosques en la cultura alemana, podría consultarse Paysage et mémoire, de Simond Schama. París: Ed. Du Seuil, 1999. En particular el artículo “Der Holzweg: La traque à travers bois”, que Schama le dedica al interés de la alta oficialidad del Tercer Reich por el Germania de Tácito, precisamente por la descripción que hace allí de los alemanes durante la antigüedad romana, donde se les describe como seres sin duda rústicos, casi salvajes, pero independientes y altivos.

(8) Bárbara Brändli. Diarios de Kanarakuni, 1964. Textos inéditos conservados en los Archivos de la Colección Carolina y Fernando Eseverri, Caracas.

(9) Juan del Cárcamo. Una bailarina suiza en la selva con los waicas. Suplemento de El Nacional. Caracas: 25 de junio de 1967.

(10) Lucía Yánez Quintero. Su entreluz. Entrevista con Bárbara Brändli. Papel Literario de El Nacional. Caracas: 3 de noviembre de 1968.

(11) Lucía Yánez Quintero. Op. cit.

(12) Bárbara Brändli. Diarios de Kanarakuni. Op. cit.


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