Por FRANCISCO JAVIER PÉREZ
Enamorado confeso de la narrativa de la España americana más antigua y de sus nómines más iniciales, esos Lunarejos, esos Domínguez Camargos, esos Santa Cruces y Espejos que son nuestros Góngoras, Quevedos y Gracianes, reconstruye José Balza en las extraordinarias páginas de Los siglos imaginantes (Caracas: Bid&Co, 2014) uno de los títulos mayores de su ensayística, además de prodigarlos y de expandir sus genios inadvertidos y sus geniales inadvertencias, el trayecto criollo de un barroco venezolano, que aunque moderado lo hubo en un hacer pletórico de la sencillez y la trayectoria de una ilustración de ríos y selvas noveladas, de épicos abismos de dominación y de asombro que fecundarían el hacer literario en el estilo positivista del barón de Humboldt.
Acompaña la gesta y delinea la estela de esos marineros en tierra, cuyos nombres sagrados recrean la médula que tanto fuego han dado al mundo original del que forman parte y al origen del mundo que ellos contribuyeron a crear: los jesuitas Juan Rivero y Felipe Salvador Gilij y los franciscanos fray Pietro Simón y fray Petrus de Aguado, primeros historiadores de la fábula venezolana; piedras primeras del precioso edificio filológico de nuestras creaciones verbales, las mejores de nuestra creaciones. Y junto a estos nobles cortesanos remotos de la pequeña reina veneciana, los nobles corifeos modernos de la diosa Venezuela: el mismísimo Almirante de la Mar Océana (el genovés descalabrado de ayer y de hoy), el Mártir Pedro de Anglería (hombre de décadas y mundos nuevos), el ilustre varón Juan de Castellanos (elegíaco y triunfante), el prístino Galeoto y el preclaro Cey (reos los dos de sus profundas lejanías con el tiempo), el real comentador Garcilaso de la Vega (Inca toledano de nuestros altiplanos), el Jacinto de Carvajal (fraile apureño y apurado por navegar ríos ignotos) y, por último y sin final, el corsario isabelino de El Dorado, el nihil virginal caballero shakespereano sir Walter, el Raleigh (temido guatarral de nuestra cruenta onomatología popular); y, ahora sí, los conclusivos e inconclusos Juan Antonio de Navarrete, el más erudito de los frailes criollos que jamás pudimos concebir, hombre de arcas y de letras y de teatros universales; y ese historiador de historiadores, el más prodigioso y el más atractivo, el nobiliario Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (el mejor sueño de don José Amador de los Ríos, intérprete decimonónico del esplendente narrador y capitán de Carlos V).
Los cuatro cuerpos que componen el libro de Balza imprimen una ordenación a la compleja materia de revelar a Venezuela en los siglos de su angustia literaria, de pensar la geografía anímica del territorio en sus rupturas históricas, de teorizar sobre la totalidad del continente ampuloso y amputado y en insistir en las centellas filosóficas de un género que es fatalmente lanza brillante en cuartos oscuros.
«Todo fue una vez futuro», señalaba el prodigioso George Santayana de los Soliloquios en Inglaterra, en 1922. El pasado visto desde la instancia futura vislumbra la clave de un enigma. Lo imaginante es «el centro de un pasado, la prospección de lo que estamos siendo». Se anuncia el flujo de las interrupciones: «Necesitamos recomenzar siempre, desarticulados bajo la sombra de esta paradoja». La paradoja se sublima en una teoría cultural: «interrumpir condujo a un nuevo comienzo». Genética mental instalada en nuestra configuración espiritual. Una fatalidad que abre aposentos al atraso. La permanente epifanía de la nada.
La inspección literaria es una obligación del ensayo y ella busca claridades para entender los nubarrones de su fluir. Viene resguardada por los principios de dolor y amor que reposan en Augusto Mijares. Cielos e infiernos de la caracterología nacional, trazará el ensayo «Pensar a Venezuela» el vaivén de nuestra perdición: el signo positivo del afecto y la escasez de los dones.
La salvación debe provenir del arte de la fuga. La búsqueda de corrientes continuas que superen las rupturas en el transcurrir espiritual; márgenes de la cosa pública (desde gobernar hasta conversar, que casi siempre nos parecen lo mismo), construcciones ilegibles de la organización, espirales peligrosas en el ojo de nuestros huracanes. Relámpagos y sombras, fortalezas y desánimos, cumbres y estrépitos, glorias y miserias que dieron y dan sentido al signo lingüístico, al talante psíquico, al hilo plástico, al élam sonoro y al sendero social por el que todos tenemos un mismo nombre, un mismo apellido, un mismo dolor y un mismo amor.
Para Whorf, el lenguaje supone una malla mediadora entre el hombre y el mundo, una celosía que le permite y le impide a la vez captarlo a plenitud, obligando a ver de una solo manera. Para Balza, la literatura promueve su comprensión solo y siempre entramando y enredando procesos. El análisis formal de estas retículas ofrece luces distantes tras el virtuoso amasijo de barreras e impedimentos decodificadores. Cada resquicio se presenta, en uno y otro caso, como una visión de interminables floraciones. El árbol (el bosque, la selva), «imagen imaginante» de todos los lenguajes (lo refrendan August Schleicher y Julio César Salas y Balza lo anticipa en Navarrete y en Gracián, tanto como en Ramos Sucre y en Julio Garmendia). La fragua de imágenes construye la epistemología literaria de Venezuela.
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*Francisco Javier Pérez es ensayista, lingüista, lexicógrafo y secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).