Por ADRIANA BERTORELLI PÁRRAGA
El bolero tiene mucho de río. Es incontenible. Se desborda, humedece, lubrica, canta, menea, baila, hurga, seduce, ahoga, abandona, hunde. El bolero es el minicuento de la ópera. Es como una muestra o un corte transversal de todos los sentimientos del mundo en el que vemos concentrado pasión, deseo, venganza, locura, derramamiento de sangre e intercambio de fluidos. Lo que en la ópera ocurre en tres horas, en el bolero pasa en cinco minutos y en eso, y en su estructura que parece caprichosa y derramada, pero es todo lo contrario, por precisa y acotada, también se parece a la escritura de José Balza, que se concentra en un puñal para asegurar a sus lectores el principio de un misterio.
«Voy a mojarme los labios con agua bendita para borrar los besos que una vez me diera tu boca maldita. Voy a ponerme en los ojos un hierro candente, pues mil veces prefiero estar ciego que volver a verte…». Imaginemos estas dos estrofas, dignas hermanas de Otelo o de Manon Lescaut, susurradas por una gorda negra y preborracha a la que no le caben las tetas en el vestido de lentejuelas que ha gozado de pasados más gloriosos. Ahora imaginemos esa misma sensación convertida en cuentos que no se llaman cuentos, sino ejercicios narrativos, porque todo en Balza es rompimiento y torrente, todo derramado hacia los bordes de las palabras con las que se tongonea hasta seducirnos, hasta humedecer, hasta no dejar a nadie indiferente mientras de fondo, a media luz, se escucha un piano.
La escritura de Balza es torrencial como una frontera nueva y la mejor forma de entenderlo, de paladearlo, si no la única, es habiendo escuchado a Blanca Rosa Gil cantando Hambre, a Toña La Negra cantando Obsesión, de Pedro Flores, a Carmen Delia Dipiní entonando Besos de fuego o a Felipe Pirela deslizando con voz de terciopelo un mosaico de La Billo’s. José Balza tiene tanto de bolero como de erudito, pero está dispuesto a bailar con quien se deje, a bailar sobre una loza por cada letra que escribe y en eso reside su grandeza. Y así como en la voluptuosidad de las aguas mansas de Delta, repletas de misterios, al igual que en el bolero, es tan importante lo que vemos como lo que se sugiere. Tan honda es la pausa como la palabra.
Por eso, a Balza también lo leemos en el pulso de lo que no dice, en el trasfondo de lo que imaginamos. Y si en su ensayo sobre el bolero habla sobre la «elaboración sentimental del sonido», su escritura llena de matices también se percibe desde la canción y desde la hondura de una vegetación salvaje con impronta caribe. Sus ejercicios narrativos tan inclasificables, tan rompedores de toda comodidad posible, solo nos dejan con la opción íngrima de estar frente a una literatura de percepción profunda. Solo abandonándonos resuena.
En Balza todo es único y no se parece a nada. Nos guía por lo desconocido como en un enamoramiento. Y después de un tiempo en que se expone, se esconde, se desdobla, nos seduce y nos lleva por un rumbo que no imaginábamos (como en un disco de boleros). Balza sugiere nuevos temblores, nuevos amores, nuevas razones para querer o seguir sufriendo y no queda más que acompañarlo con un ron, imaginando a la gorda gloriosa de párrafos atrás cantándole al oído: sufro mucho tu ausencia no te lo niego, yo no puedo vivir si a mi lado no estás.
Escritora