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Balbuceos en torno a Poemas de una niña

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Por FEDOSY SANTAELLA

Poemas de una niña (El Taller Blanco Ediciones, 2021) de Daniela Jaimes-Borges tiene a manera de columna vertebral una fantasía clásica y delirante, el viaje de una niña a través de una tierra alucinada, esplendente, caótica y al mismo tiempo peligrosa. Hablamos de Alicia, la del país de las maravillas, la del espejo. Su presencia, a manera de Virgilio, guía esta primera entrega poética de Daniela. De modo que no estamos ante un compilado de construcciones sueltas. Alicia, ya lo he dicho, es el Virgilio de la voz poética, pero también la propia niña del libro, una niña que es, a su vez, la confesional Daniela, porque, este libro, sea dicho, no puedo más que pensarlo dentro del gran entronque confesional.

Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath, dos maestras de la poesía, precisamente, confesional, entrelazaron también en sus versos la niñez y la Alicia de Carroll. En el poema «Infancia» la Pizarnik escribe:

 

Hora en que la yerba crece

en la memoria del caballo.

El viento pronuncia discursos ingenuos

en honor de las lilas,

y alguien entra en la muerte

con los ojos abiertos

como Alicia en el país de lo ya visto.

 

En el poema «Un brujo dice adiós al dejarse ver», la Plath construye un túnel entre el universo prístino de la niñez y la vida de la mujer adulta para aquel momento histórico. ¿Si dejo atrás los cuentos de hadas de esta niña a qué tradición retórica me adscribo? ¿Qué tipo poeta seré? Más aún, ¿en qué mujer me convertiré en este mundo nuevo del crecimiento? ¿Quién seré en esa realidad donde no parece haber metáforas y las coles son coles, los reyes son reyes, pero las mujeres no saben todavía lo que pueden ser… o más bien no ser?

Poemas de una niña va hurgando también en estos espacios, en estas preguntas sobre la identidad. La infancia va quedando atrás. Pero si bien en Sylvia Plath esa infancia se añora como un refugio perdido, en los poemas de Daniela la infancia va cargada de una cierta idea de devastación, de estrago. Tenemos, allí incluso, la imagen de una madre terrible, poderosa, una especie de Saturno/Medea que pende sobre la pequeña jirafa de cuello corto que es la hija. Así desde el primer poema.

Recordemos, por cierto, que en el mundo de Alicia hay una reina, una terrible reina/madre que corta cabezas. Alicia recorre este universo, este reinado, siempre bajo la sombra omnipresente de esta mujer implacable y ajena a la bondad, a los sentimientos.

En «Boca arriba», el primer poema de Poemas de una niña, leemos con respecto a esta madre devoradora:

 

Me has hecho morir tanto

y regreso a la posición de parto

y me llamo hija y madre.

 

(…)

 

Mi regreso te ama por dos

por lo que no pudiste darme y por lo que

quise siempre de ti.

 

Esta niña vive, como he dicho, en medio de la devastación. No hay presencia del padre, y la madre es esta Reina de corazones que, si nos vamos un poco hacia Medea, pareciera estar matando simbólica y constantemente a su hija por causa de la ausencia de Jasón. Y lo hacen porque requiere tiempo para ella, porque hay una enorme diferencia entre ser madre y ser mujer, y porque, al parecer, esta mujer decidió seguir siendo ante todo mujer, y muy menos madre de esta niña desamparada.

Así leemos un poco en ese poema que se llama, precisamente, «Desamparada»:

 

La desamparada se ilusiona

cuando en casa alguien le deja pan

en el horno,

hasta que sabe que no era para ella.

La desamparada

construye su casa

en la caridad

de otros,

esa morada de papel

que puede desplomarse

en los pliegues de sus costillas.

Allí, bajo la mesa, Alicia, la búsqueda de Alicia, la búsqueda de ella niña/Alicia, que andará siempre en la distancia, metida en cajas de cartón metafóricas, jugando al escondite, por los techos, entre gatos, liebres, papagayos (que como todo papagayo se va lejos pero no puede escapar). Alicia será su falsa huida, porque allá, en ese mundo, también late el mismo dolor de afuera. Raúl, con quien jugaba al escondite en el poema «Juguete», ha muerto y ella, adulta, aún lo aguarda, escondida, esperando que él la encuentre quién sabe en qué rincón de su pena.

Porque es así, en estas comarcas, está el desamparo, el dolor, y, una vez más, la devastación, el estrago. La voz poética del libro se atreve en esos lugares a través del hundimiento, de la caída, del volverse a poner de pie, del hacerse fuerte entre tanto desequilibrio. No sin razón, el segundo epígrafe que abre las páginas del poemario —una cita a Lewis Carroll— nos dice: «¡Bueno —pensó Alicia—, después de una caída así, ya puedo rodar por las escaleras que sean! ¡Qué valiente, van a pensar que soy en casa! ¡No chistaría ni aunque me cayera del tejado!».

Me pregunto, ¿qué es este ponerse de pie en el libro? Pues este ponerse de pie es la poesía misma. Es la belleza de la poesía construida con el dolor, esa forma de dignidad, de orgullo, de montarse una fortaleza, un muro, una almena. Porque esta infancia y esta madre no son, precisamente, un paraíso perdido. En «El estanque» de Hanni Ossott, cuya poesía siento que se hermana con la de Daniela en lo confesional y en el desagarro, encuentro una conciencia de pérdida muy poderosa, de añoranza, de dolor, pero dentro de la pérdida. Recuerdo también acá a García Lorca, cuando dice que «hay un niño que pierden todos los poetas». Ossott, por su parte, habla de su infancia como un estanque donde ella se mira, y donde mete la mano «para alcanzar una sombra siempre evanescente». Y luego:

 

El estanque me devuelve el cielo, las nubes

cielo y tierra en él se besan

confluyen.

 

Yo dibujo allí una imagen, la sueño

mas no la alcanzo.

Yolanda Pantin afirma que patria son los olores de la infancia, y en Casa o Lobo (1981), dirá: «La infancia es una gracia que me fue desprendida». Para la Pantin, la niñez siempre remitirá como un espacio mítico, incluso mitológico, donde la maravilla se ha perdido, en contraste, sobre todo, con la destrucción del presente.

En Poemas de una niña, la infancia, en cambio, es un lugar en crisis, un lugar donde va formándose una identidad problematizada pero también un lugar que haciéndose a sí mismo, reemplazándose, reinventándose, imaginándose entre las caídas. No es una infancia feliz, pero en ella está el juego, a lo Alicia, un juego donde se pretende ser feliz. Se advierte, sí, una invención de mundo, una construcción salvada de la identidad. En este sentido, no dejamos de atisbar una poesía donde lo confesional deja asomar rasgos propios del estilo o del género: la enfermedad y la locura. Como recordarán en Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas hay una escena que se relaciona con la hora del té. En el capítulo VII tenemos al Sombrero (loco), a la Libre de marzo y a un lirón dormido, los tres en torno a una mesa campestre. Alicia, por supuesto, está en la escena. Acá no puedo menos que pensar en las tea-parties que hacía Samuel Tuke en el asilo El Retiro de York, donde se sostenía que una de las terapias para sanar a los «insensatos» (ahora pacientes mentales) estribaba en su reinserción simulada en ciertos aspectos de la vida social. Así, a estos se les invitaba a vestirse con sus mejores trajes para asistir a un sitio al aire libre, donde se les extendía un menú y se les trataba como invitados a una fiesta, justamente, de té. En esta mesa de locos que intentan llevar una «vida normal» y sin embargo periférica y simulada, veo también a la niña de los poemas de Daniela. Incluso a veces pareciera que busca una vida más atrás de la vida; de útero, podríamos decir, antes del dolor del mundo. El poema «Inerte» se me antoja que está allí a mitad de camino entre la posición del feto en el útero y la engarrotada postura de las pacientes histéricas de Charcot, como buscando, desde cualquiera de estos dos espacios superpuestos, la anulación del dolor.

Así dice:

 

Inerte el cuerpo

las manos cerradas

como la primera vez que nací,

salivando todo

para darme cuenta

de que el dolor

es algo

que ya no deliro.

 

 

La enfermedad, la madre, la clínica y la locura, se entrecruzan, se buscan. Todo forma parte de un mismo espacio. De hecho, la infancia permanece en el presente adulto de esa voz que nos habla. También, en el poema «Refugio», esa madriguera (la de la niña que juega) es por igual una tumba. Todo se vuelve sobre sí mismo. La hermana (la segunda parte del libro se titula «La hermana») es la propia niña, ya crecida, que intenta, de algún modo, ser otra, separarse de ella misma para estar mejor con ella misma, quizás sin lograrlo.

El epígrafe de esta segunda parte, también de Carroll, es acertado: «Imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería Alicia cuando se convirtiera en una mujer». Así, la hermana del libro es la misma niña. Ya lo he dicho, todo se pliega sobre sí mismo.

En «Medicina», la madre se une a la enfermedad (¿mental?) y la enfermedad a su vez se asocia al tratamiento y el tratamiento a su vez con el afecto materno:

 

Aún no sé por qué no tuve una madre

que se disculpara

por confundir la medicina

con tajitos de amor.

 

Y por acá volvemos de nuevo a las afinidades de la tradición que unen a Daniela con Hanni Ossott, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik y con la misma Sylvia Plath. Ossott le dedica a los médicos psiquiatras el poema «Las pastillas». Allí las sustancias: Dayamineral, Carbonato de Litio, Haldol, Neubión, Oranvit, Rivotril, todas están presentes, pero ¿y el médico? Responderá la poeta:

 

Deambulando por ahí… ahí como en la Luna

Sin saber de la verdadera enfermedad

 

La enfermedad es el vivir

la única

La enfermedad es el cuerpo

y las pastillas no sirven de mucho

 

 

En Poemas de una niña, en «Un hombre», leemos:

 

No hay un hombre capaz de vivir en un universo

sin que se arrepienta de su realidad,

de sus sueños,

y su mazo de cartas.

Los sueños y el azar, Alicia y las cartas, la Reina de corazones, la madre, la vida como dolor, la devastación de una mujer que creció derruida imaginando mundos, jugando con las imágenes y, por supuesto, con el lenguaje. Esta niña, esta hermana, esta mujer, necesita hablar. Y habla, y crea belleza, poesía con las palabras, aunque, según su urgencia y su necesidad, pareciera no creer que escribe poemas, sino un texto que se confiesa. Sin embargo, lo sabemos, esos textos sí son poesía, y hacen del dolor, belleza. Y con nosotros, se queda así la poesía, ese cuerpo leve que se alza sobre el daño, sobre el estrago de los lectores, o mejor, del mundo.

Cierro con «Esto»:

 

Esto no es un poema,

el poema tiene un ritmo y una descendencia,

espíritu y lenguaje,

y el poeta tiene un cuerpo incierto.

 

Esto no es un poema,

es mi impotencia que no sabe

qué hacer con las palabras

que las rehago,

que las deshago,

y no puedo escribir.

 

Esto no es un poema,

digo lo que no puedo,

pienso y digo lo que no puedo.

 

Esto no es un poema

acaso un caballo que surge

yendo sobre lo que le molesta.

 

Esto no es un poema,

un poema insiste

por la misma fracción de tenerse

de darse.

 

Esto no es un poema,

es mi resistencia,

es mi fragmentación

y su despedida.