Papel Literario

Bacon versus Freud, historia de una lucha

por Avatar Papel Literario

Por MARINA VALCÁRCEL 

Parece que el Támesis, a orillas de la Tate Britain, se hubiera colado estos días para dirigir con su curso la exposición que transita por lo que sucede en la pintura británica antes y después de Francis Bacon (1909-1992) y Lucian Freud (1922-2011). La muestra arranca con un manantial vigoroso: la obra de Stanley Spencer, Chaïm Soutine, David Bomberg, Walter Sickert, y un único Giacometti… se detiene en el delta de una treintena de obras de Bacon y Freud, para terminar en una pequeña retrospectiva con las pintoras actuales: desde Paula Rego; alumna de la Salde School of Arts; hasta Jenny Saville.

Humano, demasiado humano: Bacon, Freud y un siglo pintando la vida es el título que la exposición en Tate Britain toma prestado del libro de Nietzsche para reunir a los artistas británicos de los siglos XX y XXI que buscaron una nueva manera de capturar la presencia física y psicológica del ser humano en pintura. Tras la Segunda Guerra mundial, la pintura británica hace una de sus mayores contribuciones reinventando la tradición europea de la pintura figurativa. Hacia 1950, Michael Andrews, Frank Auerbach, Freud, R.B. Kitaj, Leon Kosso y Bacon se asocian bajo el rótulo “Escuela de Londres”: un periodo en la vida de un grupo de artistas y amigos que intercambiaban fidelidad a las dimensiones históricas del arte y compartían el rechazo a la abstracción.

Pero, ¿cómo se pinta la vida? ¿Es posible capturar la experiencia del ser humano en un lienzo? Son las preguntas que preocuparon y fascinaron a los artistas de esta exposición. Francis Bacon (1909-1992) y Lucian Freud (1922-2011), su mundo de soledad y tormento, como centro.

Jenny Saville, Reverse (2002-2003)

¿Dos Lucian Freud?

Hasta la década de 1960, Lucian Freud parecía pintar con una lente de aumento. Antes de la sala consagrada al pintor, en una sala previa, como si fueran dos artistas distintos vemos Mujer con un perro blanco (1950). Kitty Garman, entonces su mujer, está sentada con un perro apoyado en las rodillas, su cuerpo queda envuelto por un albornoz amarillo deliberadamente abierto que muestra su pecho izquierdo, el otro queda tapado y su mano lo sujeta como midiendo el pulso de su corazón. El detalle con que estudia las distintas superficies recuerda a los primitivos flamencos: la melena ondulada y espesa de Kitty frente al pelo áspero de su perro; desde el rizo esponjoso de la felpa del albornoz hasta los cabos que trenzan el cinturón. Eran los años en los que Freud pintaba fascinado por el dibujo de Ingres. La alianza de la mano de Kitty y su brillo parecen una dedicatoria al pintor francés.

Desde siempre Freud tuvo obsesión por pintar los ojos. Le parecían una fuente de presencia y poder. Estos, y aún más sus movimientos, podían expresar del deseo al odio, de la confianza a la desconfianza, la manera en la que deciden encontrarse o no nuestra mirada. Le intrigaban las pupilas, el enigma de su dilatación si observan algo que les interesa o asusta. Los ojos tristes de Kitty son como dos charcos llenos de reflejos y lágrimas contenidas. Sin embargo, los ojos del perro son los que, como si fueran el espejo de un cuadro de Van Eyck, reflejan la ventana del estudio de Freud.

Lucian Freud, Mujer con un perro blanco (1950)

A finales de los años 50 Freud deja el dibujo y pasa a la pintura. Cambia de pinceles, sustituye los de pelo fino de marta por unos más gruesos de cerda de jabalí que provocan la evolución hacia esa pincelada más densa y expresiva, característica de la última etapa de su pintura que es la que domina la siguiente sala. Allí, hombre y animal, vuelven a ser el centro. Son David y Eli (2003-2004), su ayudante y su perro expuestos en un catre contra el suelo de su estudio. Es el desnudo sin reservas. Total. El modelo con toda su crudeza, no hay más. Como si Freud inventara un desnudo nuevo y aclarara violentamente la luz sobre él. Sometiéndolo al análisis sin piedad esa capa misteriosa que es la piel: su espesor, su flaccidez, los colores voluntariamente mates de pieles pálidas, indisociables a una realidad dolorosamente vivida.

Lucian Freud, David y Eli (2003-2004)

Bacon y Freud, mal matrimonio

En El hombre de la bufanda azul, el libro de Martin Gayford en el que narra las conversaciones con Lucian Freud mientras este pintaba su retrato, cuenta cómo, un día en una de las pausas entre las sesiones de posado, miraban juntos un libro de Van Gogh. Freud escogió un paisaje de los alrededores de Arles: “Mucha gente diría que esto viene del arte japonés, pero yo preferiría cambiar todos los paisajes japoneses del siglo XIX por este. Saber dibujar bien es lo más difícil” -y mencionaba a Bacon- “Francis garabateaba constantemente. Sus mejores obras salían solo de su inspiración, es decir, donde no hay ninguna base de dibujo”.

A pesar de sus diferencias, Bacon y Freud estarán siempre unidos en la mente de los historiadores. Gayford explica cómo con los pintores británicos ocurre lo mismo que con el proverbial comportamiento de los autobuses en Londres: ninguno pasa en horas, y de pronto, pasan dos a la vez. En la década de 1880, convivieron J.M.W. Turner y John Constable, después no hubo nadie de peso hasta que llegaron Bacon y Freud, tras la Segunda Guerra mundial. Como Turner y Constable, Bacon y Freud fueron un mal matrimonio de artistas, con tantas cosas que les separaban como les unían.

Francis Bacon, Estudio después de Velázquez (1950)

A diferencia de Freud, a Bacon le obsesionaban las bocas: aterradoras fauces al final de cuellos de anguila que aspiraban y engullían pesadillas, amantes, dolores, juego y bebida, guerra y gritos. La vida como cuerda de tensión entre el nacimiento, la carne desollada, la violencia, las cosas más grandes y profundas del sentir del hombre, la muerte. Y al mismo tiempo la más estremecedora belleza basada en su gusto innato por la serena monumentalidad de la pintura antigua: Rembrandt, Velázquez, Goya. Después Picasso, el motor de arranque de su pintura. También la literatura de Esquilo a T.S. Eliot. Todo ese palimpsesto, lo mismo que las capas y capas de pintura de colores venecianos, naranjas, rosas absorbidos por negros, que iba depositando en las paredes de su estudio convertido en una paleta gigante, es lo que le permitió hacer algo que solo era posible después de la primera generación freudiana: pintar traumas.

Rara vez pintó a gente viva, prefería las fotografías y el cine. Su pintura salía de la imaginación, utilizando todo aquello que se colaba en su mente: “como si fueran diapositivas”. Rechazaba la imagen como imitación, para él era la evidencia instantánea inmediatamente transmitida al cerebro sin la necesidad de una intervención verbal, “lo que pasa inmediatamente al sistema nervioso”. Desde ahí arrancaba su trabajo, del instinto libre de la lógica del parecido, de su visión atea y de la belleza y energía de las pinceladas que representaban para Bacon una lucha, como una relación íntima entre la pintura y su pintor.

Francis Bacon Estudio para retrato de Lucian Freud (1964)

Delante de Estudio después de Velázquez (1950) recordamos al artista irlandés que amó el Prado. Sus visitas desde 1956 y las palabras de Manuela Mena describiendo los ojos de Bacon al apresar los cuadros de Velázquez: “Estudiaba las pinceladas, que es donde está todo, muy de cerca, con mucha concentración”. Iba de cuadro en cuadro “observaba su materia como quien observa la piel de un amante”. El Prado expuso a Bacon en 2009; fue una manera de unirle para siempre a la pintura española del siglo XVII.

Lucian Freud, Cabeza de hombre (Autorretrato 1) 1963, (detalle)

Al final, la temperatura del ring en el que queda convertida la Tate en esta exposición sube muchos grados delante del combate directo entre dos lienzos: Bacon y su Estudio para un retrato de Lucian Freud (1964), un cuadro que no se había visto en público desde 1965, frente a Freud y su autorretrato en Cabeza de hombre (1963). Freud pintó a Bacon dos veces; Bacon pintó a Freud más de 40.

Francis Bacon (a la izquierda) y Lucian Freud retratados por Harry Diamond, 1974