“Desde Ayacucho nos consideramos los meritorios responsables de nuestros aciertos, herederos de una estirpe heroica que comenzó con el acto mismo (no antes) de desgajarnos del tronco común ibérico. En cambio, sí reconocemos nuestros orígenes hispánicos cada vez que sentimos cualquiera de las íntimas insuficiencias que acarrea nuestra identidad, achacándole a dicho componente la culpa de nuestros fracasos reales o imaginarios”
Por MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ MEUCCI
La batalla de Ayacucho, librada hace doscientos años, es generalmente asumida como el fin de la dominación española en Sudamérica. De acuerdo con el relato predominante, inculcado en las escuelas y arraigado en la conciencia colectiva de nuestros pueblos, Ayacucho viene a ser el momento cumbre de la historia hispanoamericana. Es el logro mayor, la gesta máxima, la victoria definitiva con la que se consagró la obra de nuestros más destacados héroes. Nada hemos hecho tan glorioso, según este relato, que separarnos de España.
La aceptación acrítica o inconsciente de este relato suele conllevar, no obstante, varias creencias implícitas. Una de ellas es que el tiempo que precedió a dicha separación debe ser asumido como deleznable y oprobioso. Otra es la íntima convicción, más o menos inadvertida, de que desde entonces ninguna generación ha vuelto a estar a la altura de nuestros inmaculados héroes fundadores. Ambas se dan la mano para configurar un relato que irremisiblemente nos conduce hacia angustiosas conclusiones en el plano existencial de la identidad nacional.
Según el relato predominante, Ayacucho nos permitió recuperar “nuestra” libertad original. El “nosotros” que implícitamente realiza dicha afirmación excluye el componente español de nuestro ser —y no, curiosamente, el africano, a pesar de proceder también de otras latitudes. Sin embargo, a ese gesto de autoafirmación selectiva se añade también el presentimiento de que jamás hemos sido capaces, al parecer, de emular o superar las gestas fundacionales de nuestros libertadores. La sensación de que nuestros países siguen siendo atrasados e incompetentes, de que vamos a la zaga de otros supuestamente “mejores”, parece superar la satisfacción por nuestros logros.
Desde Ayacucho nos consideramos los meritorios responsables de nuestros aciertos, herederos de una estirpe heroica que comenzó con el acto mismo (no antes) de desgajarnos del tronco común ibérico. En cambio, sí reconocemos nuestros orígenes hispánicos cada vez que sentimos cualquiera de las íntimas insuficiencias que acarrea nuestra identidad, achacándole a dicho componente la culpa de nuestros fracasos reales o imaginarios. Tal como señalara Octavio Paz en El laberinto de la soledad, nuestros pueblos han sido enseñados a verse a sí mismos como “hijos de la chingada”, descendientes involuntarios de una unión forzada en la que todas las virtudes vienen de un lado (al cual en realidad conocemos poco) y todos los vicios del otro (cuya lengua hablamos).
En la continuidad impermeable de estas creencias opera un mito celosamente preservado. Los mitos, bien se sabe, justifican. Y nada requiere mayor justificación que el ejercicio del poder, especialmente cuando se trata de un poder nuevo que no está afianzado en la costumbre. Tal fue la dificultad que enfrentaron los múltiples proyectos de poder que surgieron en Hispanoamérica a principios del siglo XIX, concebidos primordialmente por las élites criollas.
El desmontaje del orden monárquico y su sustitución por el republicano constituyó un paso firme hacia la igualdad formal ante la ley y, a la postre, la liberación de los esclavos. Pero también, en sociedades tan variopintas como las hispanoamericanas, otorgó las ventajas más concretas e inmediatas a los criollos más poderosos: control político no sujeto a poderes superiores, liberalización del régimen de tenencia de las tierras comunales de los indígenas, absorción de una parte del poder político y económico de la Iglesia Católica, y constitución de economías de puerto (atadas a Gran Bretaña) en donde las élites acapararon los beneficios directos. Las ventajas no fueron siempre tan claras para los estratos medios, conformados por pardos e indígenas que desde un principio se mostraron menos resueltos a participar en la lucha emancipadora.
Ante tales recelos, la revolución requirió el impulso de ciertos clivajes identitarios, en donde la dicotomía peninsular/americano debía imponerse a las tradicionales pugnas estamentales. Así como los revolucionarios franceses reivindicaron la mítica raigambre galorromana del pueblo llano de Francia frente a los remotos orígenes germánicos de la nobleza terrateniente (invasores “godos”), así se procuró identificar en nuestras tierras a peninsulares y monárquicos con una “godarria” invasora y opresora, frente a la supuesta estirpe autóctona del Inca americano.
Esta imagen logró arraigar en el tiempo y sentar las bases de sólidos proyectos e identidades nacionales, levantados retóricamente sobre el repudio de todo lo español. El mecanismo se mantiene activo hasta el día de hoy, al punto de que la cabal comprensión de nuestra historia se ve continuamente empañada por la necesidad inculcada de introducir el mito en el relato. Un relato contado en clave épica, eludiendo consideraciones de carácter histórico, económico, etnográfico y geopolítico, y donde sistemáticamente se ha optado por omitir, e incluso destruir, cualquier evidencia que lo ponga en entredicho.
Preguntas obligadas
La fuerza de este relato es tal que previene la formulación de preguntas obligadas. El relato oficial nos dice, por ejemplo, que nuestros próceres lucharon a brazo partido por la unidad americana. Al calor de esa tradición, nuestros políticos contemporáneos se reúnen en periódicas cumbres para asegurarnos que continúan batallando para hacer realidad ese propósito inconcluso. Pero nadie parece reparar en uno de los puntos ciegos del relato oficial: la fragmentación de Hispanoamérica en una veintena de repúblicas fue también resultado de las gestas consumadas en Ayacucho.
¿Acaso no existía ya una unidad previa en tiempos de la monarquía hispánica, en términos políticos, jurídicos, administrativos, económicos y monetarios, por no hablar del sustrato fundamental de la lengua franca y de las creencias religiosas? ¿No nació Hispanoamérica, como tal, en esos siglos previos? El hecho objetivo es que Ayacucho acarreó no sólo la separación entre América y España, sino también entre los propios hispanoamericanos, disgregados desde entonces entre múltiples países que se miran como hermanos, pero también como rivales.
La realidad emergente tras la secesión preocupó a Andrés Bello al punto de temer la “babelización” de América; esto es, la pérdida de la unidad lingüística y la debacle mediante guerras fratricidas. De ahí su empeño en perfeccionar una gramática del español americano, un código civil y el derecho de gentes, germen de nuestro actual derecho internacional. El ilustre caraqueño trabajó así para que lo que desunió la revolución lo mantuviera unido la lengua común heredada, vehículo de la razón que produce una ley compartida.
La pulsión disgregadora que afectó a Hispanoamérica (y que, por cierto, pervive en la España actual) nació con el empeño de evadir un pasado común del que, no obstante, era imposible sustraerse por completo. De hecho, los nuevos estados nacionales no se levantaron sobre algún sustrato identitario prehispánico, sino a partir de las propias divisiones político-administrativas de la monarquía hispánica. Fue así incluso cuando tales estructuras estaban recién fundadas: Bolívar nació apenas 6 años después de crearse la Capitanía General de Venezuela, mientras que San Martín abrió los ojos cuando el Virreinato del Río de la Plata cumplía su segundo año.
En otras palabras, el “nosotros” efectivo a partir del cual emergieron los nuevos países tras la ruptura de la América hispana no se correspondió con las antiguas naciones indígenas con las que presuntamente nos sentíamos identificados los hispanoamericanos. No fue la identidad mexica, tlaxcalteca, olmeca, wayúu, caquetía, chibcha, quechua, aymara, charrúa o mapuche la que gestó las nuevas naciones, sino la continuidad con los diversos virreinatos, capitanías generales y reales audiencias del período monárquico.
Del supuesto atraso a la unidad perdida
Durante los tres siglos anteriores, ningún ataque periférico, ninguna disensión interna, pudo conmover las bases de ese orden monárquico. Más allá de las diferencias naturales dentro de unos territorios que excedían los 15 millones de kilómetros cuadrados, la corona encarnó durante 300 años la unidad de unos pueblos que, en el caso de los reinos americanos, contaban con todo lo que habitualmente define a una nación como tal: el predominio de una unidad política, territorial y cultural, especialmente en el plano lingüístico y religioso. Y sería precisamente la disolución de ese referente aglutinador que ejercía el trono común, a manos de la felonía borbónica y la usurpación napoleónica, lo que llevó a las élites locales de todo el imperio a saltar atropelladamente por la borda del buque común.
Se rompió así en Hispanoamérica la oportunidad de hacer lo que sí sucedió allí donde los imperios evolucionaron hacia grandes estados nacionales que hoy, más allá de su niveles de desarrollo, juegan un papel preponderante en la política mundial. China, Rusia, India, Japón, Brasil, Turquía, Irán y el caso sui generis de los Estados Unidos tienden a encajar en este patrón. Evidentemente, el poder suele incrementarse con una población numerosa, un gran territorio y una fuerte cohesión cultural. Incluso las antiguas potencias europeas, debido a su pequeñez actual, han optado hoy por conformar un bloque común como la Unión Europea.
Hasta Ayacucho, los reinos hispánicos unidos bajo una misma corona constituyeron la mayor entidad política de su tiempo. Así eran percibidos por propios y extraños. Eran el enemigo a batir y el mercado a conquistar para los estados nacionales que emergían en Europa, lo cual procuraron infructuosamente durante siglos. Pero los grandes imperios no son derrotados, sino que se destruyen desde adentro. Sólo la progresiva subordinación política y cultural de las élites hispánicas ante actores foráneos consumó el declive, sellado con la cesión de la corona en Bayona (1808).
Dicha subordinación se fue gestando a lo largo del siglo XVIII, con el abandono progresivo de los pilares que sostuvieron la unidad del mundo hispánico. Durante ese siglo, los Borbones se afanaron en una “modernización a la francesa”, desplazando usos, costumbres y prácticas administrativas en España e Hispanoamérica a las que consideraron “atrasadas”. Para superar dicho atraso, por ejemplo, se decidió expulsar a la Compañía de Jesús en 1767, afectando así delicados equilibrios en América y Europa. Pero si aquella civilización hispánica era tan atrasada, ¿cómo fue capaz de configurar la primera hegemonía global de la historia, manteniéndola durante al menos doscientos años mientras administraba inmensos territorios con realidades culturalmente tan heterogéneas?
Baste recordar que, a principios del siglo XVI, Maquiavelo vio en Fernando “El Católico” al príncipe más hábil de su tiempo; España impuso su hegemonía militar en toda Europa; Antonio de Nebrija elaboró la primera gramática moderna, y Juan Sebastián Elcano condujo la primera circunnavegación del globo terráqueo. Sin embargo, ningún factor fue tan determinante a la hora de encumbrar esa preeminencia global como la idea de una unidad tejida en torno a la fe católica.
El éxito de todo gran imperio se debe, principalmente, al atractivo de una cosmovisión capaz de integrar a pueblos muy diversos. Así lograron hacerlo el califato abasida con el Islam, la Rusia soviética con el marxismo-leninismo, y los Estados Unidos con la democracia liberal. En el caso de la civilización hispánica, esa función fue desempeñada por el cristianismo a la postre católico, religión ferozmente perseguida por los césares que luego fue capaz de convertirse en el credo oficial del Imperio Romano, impulsar la reconquista de la Península Ibérica tras su ocupación musulmana, y aglutinar a centenares de pueblos amerindios sin conciencia previa de unidad.
La cosmovisión católica sentó las bases para el mestizaje y la red de alianzas con pueblos indígenas que hicieron posible la expansión de la monarquía hispánica en América. Dicha expansión no hubiera sido posible únicamente con las armas, dada la ausencia de ejércitos permanentes en suelo americano (salvo el de la guerra de Arauco, Chile) y los escasos cientos de miles de españoles que emigraron al Nuevo Continente durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Tan exiguo número de peninsulares jamás podría haber hecho lo mismo que los 60 millones de europeos que llegaron a Norteamérica entre 1820 y 1920, donde el desplazamiento y exterminio deliberado de los pueblos indígenas predominó ampliamente sobre el mestizaje.
Empero, la subordinación cultural de nuestras élites nos mantiene apegados a un relato que desprecia los fundamentos de nuestra unidad pasada, impidiéndonos pensar así en las posibilidades de una asertiva cooperación futura. Evidentemente, quien se cree hecho de mala fibra sueña con rehacerse con otros materiales. Quizás por eso, durante los últimos 200 años, exportar a Gran Bretaña, vivir en París o tener un doctorado de la Ivy League se han convertido en mayores signos de prestigio en Hispanoamérica que saber respetar, comprender y liderar con acierto a nuestros pueblos.
Sin renegar del legado cultural de sus metrópolis europeas, y quizás justamente por esa razón, tanto la América anglosajona como la portuguesa conservaron su cohesión. En cambio, Hispanoamérica optó por la fragmentación, creando estados frágiles que fácilmente fueron vertebrados a Gran Bretaña, Francia o Estados Unidos. Aún podemos eludir la irrelevancia si aprendemos a pensar como jugadores globales, lo cual amerita reconocer la fuerza de nuestra comunidad cultural hispánica y su articulación en torno a una poderosa lengua común y un ethos compartido.