“Nuestras repúblicas, en mayor o menor medida, se erigen sobre la estigmatización, la minusvaloración y el olvido de lo hispano. ¿Por qué es esto de la más alta gravedad? Porque, en primer lugar, la hispana es nuestra raíz principal, dado que nos ha proporcionado las columnas esenciales de toda cultura: lengua y religión. Desconocerla es desconocernos”
Por CARLOS LEÁÑEZ ARISTIMUÑO*
Hace doscientos años, exactamente el 9 de diciembre de 1824, se sella con la batalla de Ayacucho la ruptura más grave del imperio español: el desprendimiento de su cuerpo de la enorme y rica Hispanoamérica continental. Comienzan entonces las repúblicas hispanoamericanas su andadura separada del gran cuerpo imperial, en el que eran parte de una potencia mundial. Dos siglos signados por la ultra fragmentación, el autoodio y la alienación. El resultado está a la vista: ninguna de nuestras repúblicas escapa a la subordinación, la inestabilidad y la pobreza. Ninguna se sienta a la mesa del poder. Ni una sola coescribe la historia del mundo.
El pecado original de nuestra separación de España es la ultra fragmentación: lo que era un poderoso se transformó en veinte impotencias. Nuestros dirigentes decidieron dejar de ser parte de la fibrosa musculatura de un león para erigirse en cabezas de atolondrados e impotentes ratones que corretean peligrosamente entre paquidermos. Nuestras élites —o buena parte de ellas— hicieron estallar un galeón de gran calado y nos mantienen navegando, a merced de las corrientes, aferrados a uno de los veinte restos del magnífico buque. No hemos sido directamente colonizados o invadidos porque ha resultado más rentable mantenernos como clientes o vasallos.
Paralelamente al pecado anterior corre —sellándolo— el pecado del autoodio: desprecio o incluso negación de nuestros ancestros hispánicos. Consecuencia de este pecado, brota, naturalmente, el tercero: la alienación. Los pueblos necesitan un destino y, si se autoniegan, si se desconocen, terminan entrampados siguiendo rutas de cartas de navegación ajenas que los pierden en medio de la tormenta.
Nuestras repúblicas, en mayor o menor medida, se erigen sobre la estigmatización, la minusvaloración y el olvido de lo hispano. ¿Por qué es esto de la más alta gravedad? Porque, en primer lugar, la hispana es nuestra raíz principal, dado que nos ha proporcionado las columnas esenciales de toda cultura: lengua y religión. Desconocerla es desconocernos. Porque, en segundo lugar, entre nuestras raíces, es la única común a todos los hispanoamericanos: las otras —la indígena, la africana—son muy estimables y muy nuestras, pero son claramente locales: poco tiene que ver un mapuche con un yanomami. En otras palabras, solo el reconocer la raíz hispana puede revertir el camino ultra fragmentador, darnos la talla apta para estar en el mundo.
La amputación o infravaloración de lo hispánico nos hace ontológicamente inviables. Al estar desconectados o mal conectados con nuestro ser más rotundo y medular, navegamos la historia sin brújula en una noche sin estrellas: nos debatimos en una mezcla de estéril agitación e insensata alienación que nos ciega y condena. Además, la anulación o debilitamiento de nuestra única raíz común nos hace radicalmente impotentes. ¿Cómo podemos incidir significativamente en los procesos mundiales —en manos de fuerzas gigantes— desde veinte entidades políticas relativamente pequeñas que apenas tienen lazos políticos entre ellas? Imposible.
El estruendo de la guerra que nos separó de España y la necesidad de justificarla llevó a una lastrante hispanofobia que no cesa.
Doscientos años después de Ayacucho ha llegado el momento de poner los puntos sobre las íes y generar una narrativa completa, veraz y útil de nuestro pasado para salir del foso en el que nos hallamos atrapados desde hace dos siglos.
Primero que todo, admitamos nuestra condición esencialmente afroindohispánica: no éramos nosotros antes del advenimiento de esta condición. Es decir, no somos indígenas vejados, somos un pueblo nuevo fundado por todos nuestros ancestros sobre una compleja base de pactos, conflictos, diplomacia, evangelización, comercio… ¡todo tipo de intercambios y formas de contacto!
Admitamos ahora que nuestra raíz principal es la hispánica por aportar las columnas clave de nuestra cultura: su base católica y la lengua que designa y ordena nuestra comunidad. En efecto, lengua y religión son pilares ineludibles de cualquier cultura: impregnan todos los aspectos de la vida social —festividades y rituales, normas sociales, arte, gastronomía, arquitectura, calendario, leyes, política…— configurando en enorme medida identidad y cosmovisión.
Finalmente, convengamos que resulta imprescindible conocer cabalmente nuestra raíz principal para tener rumbo certero y salir del laberinto. El mito disfuncional preponderante —vehiculado en conversaciones, chistes, manuales escolares, discursos políticos, nombres de plazas, calles, monumentos, liceos, universidades, satélites, represas…—, que late con excesiva frecuencia en mentes y corazones ingenuos, manipulables y necesitados de pertenencia colectiva, es una total falsificación. Postula que nuestros ancestros indígenas —a quienes se aplica el pronombre nosotros— eran santos en armonía política y ecológica que fueron invadidos por nuestros ancestros españoles —a quienes se aplica el pronombre ellos—, máquinas de vejar, matar, violar y robar. ¿A dónde podemos dirigirnos desde semejantes caricaturas? Al desatino permanente en el que nos hallamos desde hace doscientos años.
Nuestros ancestros indígenas se hallaban en América desde tiempos relativamente recientes, eran pocos y se encontraban en lidia permanente con la naturaleza de un continente gigantesco e indomable que corre de norte a sur con los climas más disímiles. Nuestros ancestros europeos, en cambio, se hallaban en el gigantesco bloque euroafroasiático desde hacía muchísimo más tiempo. Un bloque con mucha más población, que corre en latitudes benignas climatológicamente hablando. Estas condiciones favorables permitieron el despliegue de concepciones y tecnologías europeas que terminaron por conectar al hombre americano con el resto del mundo. Y esta conexión implicó, en el caso de Hispanoamérica, no la supresión de quien ya la habitaba ni su esclavitud o su marginación —usuales en la época—, sino su integración signada por el bautismo, el mestizaje y la transferencia masiva de tecnologías y recursos —bestias de tiro y carga, caballos, arados, rueda, cerdos, vacas— en el marco de una red prodigiosa de caminos, rutas marítimas, puertos y ciudades. Surgió un pueblo nuevo. Uno que, cuando comienzan las guerras que habrían de fragmentarlo en decenas de islas, contaba con la moneda más sólida del orbe, paz en los caminos, un nivel de prosperidad importante y la adhesión del común a un orden católico y monárquico, signado por la unidad tolerante de la diversidad, el mestizaje y la protección al indígena, y que había dado un marco de siglos de estabilidad relativa. Un pueblo nuevo que, durante los siglos XVI y XVII, participaba en la dinámica de un poder mundial sin parangón, con las más altas cotas en todos los ámbitos del quehacer humano.
En un puñado de años nuestra unidad política fue rota. Pero seguimos siendo básicamente católicos y el español gana incluso muchísimos más hablantes. En otras palabras, ruptura política, pero continuidad cultural. El pueblo nuevo persiste. Pero la ruptura política —en la precipitación de crear nuevos Estados, sin ninguna reflexión seria sobre el terreno que se pisa— echa mano —acrítica, indolente, irresponsable— de las doctrinas de moda: se fuerza un esquema anglofrancés perfectamente inoperante por ajeno. Adviene la inestabilidad crónica, el desatino permanente, una suerte de desquiciamiento antropológico. Es el fruto del pecado de la alienación. Se pierde la capacidad de generar formas jurídicas pertinentes e institucionalidad adaptada, capaces de generar cohesión, estabilidad, prosperidad. Y hemos seguido echando mano de las doctrinas que las modas van imponiendo —marxismos, indigenismos, neoliberalismos, posmodernismo—siempre en el quimérico afán de ser lo que no somos: estadounidenses, franceses, ingleses, indígenas “puros”… o, como máximo, una invención que nos disfraza y diluye: latinoamericanos.
Somos un pueblo nuevo, mestizo, cuya raíz principal es la hispana. Conocerla con propiedad es esencial para dar con nuestro ser colectivo y poder caminar vigorosamente y con aplomo hacia los objetivos que debemos alcanzar. Detener la falsificación u omisión prevalecientes en la conciencia colectiva de los trescientos años que vivimos unidos es, pues, prioritario: no fueron años de depredación y esclavitud, sino de forja compleja de un pueblo nuevo que, mientras estuvo unido, fue relevante, respetado y capaz de grandes ejecutorias. Por ser esto así —nadie va a la conquista de un cerro de basura y miseria— los poderes del mundo —con Inglaterra a la cabeza— intentan dividirlo: es imprescindible para el surgimiento del nuevo hegemón angloprotestante y sus paradigmas. Tras intentarlo de múltiples maneras —piratas, guerras abiertas— y fracasar, logran infiltrar a élites hispanoamericanas —imbuidas en los aires ideológicos de los tiempos— y apoyarlas a todo nivel para no solo separar al pueblo nuevo de la España peninsular —el gigante habría permanecido con dimensiones respetables—, sino hacer que este se fragmentara en decenas para asegurar su impotencia. Y, como remate, los nuevos enanos políticos no se autoescultan: pasan a asumir esquemas ajenos que nos tornan disfuncionales.
Doscientos años después de Ayacucho, hemos de pasar del autoodio al conocimiento para recordar que somos una familia muy amplia capaz de grandeza. La memoria de nuestra amplitud ha de impulsarnos a pasar de la ultra fragmentación a una cohesión creciente: solo en la talla grande encontramos una vez —y encontraremos ahora— un acomodo específico nuestro y tendremos la fuerza para hacerlo respetar por los grandes poderes del mundo. La memoria de nuestra grandeza ha de animarnos a pasar de la alienación a un camino propio, porque fuimos estables y plenos cuando forjamos, desde una profunda auscultación de nuestro ser, nuestros parámetros específicos para estar en el mundo y rendir en él máximos frutos.
*Panhispania —instancia de reflexión sobre la inserción óptima del bloque hispánico en el mundo— agradece al Papel Literario de El Nacional y a su director, Nelson Rivera, el haber acogido la proposición de resaltar, mediante textos de algunos de sus miembros, así como de plumas independientes, los doscientos años de Ayacucho. Todo con el fin de poner el foco y la lupa sobre lo que fue roto, sobre sus consecuencias, sobre las posibles vías para reunir los pedazos de Hispanoamérica y retomar caminos de plenitud.
*Miembro de Panhispania.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional