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Autorretrato con país al fondo

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Por SIMÓN ALBERTO CONSALVI

Enrique Bernardo Núñez, Antonio Arráiz, Ramón J. Velásquez, Jesús Sanoja Hernández. Periodistas de linaje que marcan épocas. En las páginas de los más importantes periódicos del siglo XX, los nombres de estos cuatro venezolanos llenan etapas de realce. Un denominador común los identifica: el análisis y observación de la historia venezolana de distintos tiempos. Sin abandonar la contemporaneidad, Núñez se remontó a la era colonial y abordó personajes y sucesos del siglo XIX, o del XX, como El hombre de la levita gris, la historia turbulenta en ocasiones, apacible o regimentada otras, de la ciudad de los techos rojos».

Arráiz escribió en El Nacional de los años 60 una serie titulada «Una galería para Miraflores», retratos extraordinarios de los presidentes de Venezuela desde José Antonio Páez, Monagas, Guzmán Blanco y Crespo, hasta Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, pasando por el otro Castro, Julián, y los civiles del fin de siglo como Raimundo Andueza Palacio. Publicó también la serie que llamó “Los días de la ira”, las memorias de la destrucción, las guerras (in) civiles que dominaron el siglo XIX, con protagonistas como Ezequiel Zamora. Páginas de esa historia venezolana que se oculta con obstinación y quizás también con temor (o pudor).

Velásquez ha difundido, por su parte, la historia venezolana desde las últimas décadas del siglo XIX, hasta las dictaduras de Castro y Gómez y la era democrática iniciada en 1936. Navegante del siglo XX, no hay rutas que no haya trajinado. El más joven de todos, el que fue tomando el espacio de los grandes maestros para terminar siendo como ellos un maestro para el relevo, Sanoja Hernández se especializó en la contemporaneidad.

Durante varias décadas, también desde las páginas de El Nacional, sus escritos han sido fundamentales para la comprensión de sucesos que, a pesar de ser recientes, o tal vez por esa razón, tienden a opacarse. Sanoja ha sido una referencia; más que eso, el periodista o el escritor que movido por una singular sed de conocimiento acumula saberes, los (res) guarda en una memoria privilegiada, y los comparte con sus innumerables lectores con tesón, persistencia e ingenio.

Autor de grandes ensayos sobre escritores como José Rafael Pocaterra, Miguel Otero Silva, Ramón J. Velásquez o Rufino Blanco Fombona, Salustio González y los jóvenes de La Alborada, Gallegos, Rosales, Soublette, de textos sobre la época de Castro y Gómez, Sanoja conoce a fondo la historia venezolana del siglo XX, la historia del periodismo y la historia contada por el periodismo, por el oficial de las dictaduras o el clandestino de los perseguidos, los órganos y los periodistas de la resistencia dentro y fuera de Venezuela, contra las dictaduras de la hegemonía andina. Uno de sus textos más celebrados analiza la forma como los caricaturistas mundiales retrataron al general Castro. Cómo la caricatura fue un arma de europeos y norteamericanos que convirtió la imagen del dictador andino en personaje famoso, fama e infamia.

Sanoja conoce las controversias y los duelos políticos, los debates ideológicos del posgomecismo, el origen de los partidos y el talante de sus protagonistas. Nadie mejor que el escritor guayanés para contar la historia de las revoluciones y de los golpes de Estado sucedidos en Venezuela desde 1945. De conspiraciones, revoluciones, golpes y contragolpes tratan estas páginas donde el cronista o el escritor forman parte de la historia que relata. Quiero decir que forma parte de la historia en el sentido de que estuvo muy cerca de los sucesos, los vio y palpó y algunos padeció, mientras de otros participó decididamente.

Entre los privilegios de Sanoja como historiador está el de su memoria prodigiosa. Todo lo indaga, porque es un erudito, y todo lo recuerda porque vive en permanente contacto con la escritura y la investigación. Nunca se aleja de sus afanes. Para Sanoja no hay laberinto, porque tiene las claves de la salida. Estas páginas son paralelamente el retrato de muchos personajes, el retrato de un país en varias de sus épocas, un retrato en movimiento, al tiempo que un autorretrato de quien las escribe, porque Sanoja anduvo y anda entre la gente, en el gran carrusel de la política y del periodismo, con su cuaderno de notas y sus papeles que se acumulan como murallas en su estudio. Nunca ha sido ajeno, ni siquiera cuando se iniciaba a su llegada a Caracas, cuando atravesó el Orinoco para explorar las otras selvas venezolanas, al dejar atrás el mundo esplendoroso de Guayana.

Pocos recordamos el día que llegamos a Caracas procedentes de las lejanas provincias, tenemos ideas aproximadas —que se van haciendo cada vez más difusas con el tiempo— de cuándo llegamos y de cómo era la ciudad. Sanoja, en cambio, lo tiene claro: llegó a la capital el 26 de enero de 1944, a la edad de catorce años, pues nació el 27 de junio de 1930. El viaje desde Tumeremo, su pueblo, situado entre El Callao y El Dorado, había tardado una semana, desde el mundo mágico de Canaima hasta la capital.

Las impresiones del largo y demorado viaje fueron registradas con tanta precisión que el adolescente puede contar cómo a partir de San Juan de los Morros el autobús se desplazaba por vías pavimentadas. Había dejado atrás las carreteras que condenaban a los viajeros a andar envueltos en nubes de tierra. Pasados Cumbre Roja y Guaracarumbo, Caracas está a la vuelta de la esquina. Al adolescente lo impresiona una mansión espectacular, la casa de campo del Ilustre Americano, en Antímano. Había oído hablar de Guzmán Blanco pero, no obstante, era todavía como otros tantos personajes: remoto y abstracto.

Cuando Sanoja llegó a Caracas traía el bagaje de las lecturas iniciales: Verne, Salgari, Zavattini, Dumas, Burroughs y sus aventuras de Tarzán. No obstante, recuerda las grandes revistas que llegaban a Tumeremo y lo invitaban a más audaces exploraciones en el mundo que quedaba al otro lado del río de las siete estrellas. En suma, era ya un lector en ciernes el que con la llegada a Caracas se convertirá en devorador devorado, con el privilegio de descubrir en edad tan temprana uno de los libros más turbulentos del siglo, las Memorias de un venezolano de la decadencia de José Rafael Pocaterra. Quizás fue aquella lectura imprevista la primera lección del desasosiego venezolano. El libro que todos debemos leer y pocos, muy pocos, han leído, sean intelectuales o políticos, le dio al adolescente recién llegado a Caracas una visión de los espantos y de los abismos de las dictaduras. No habían transcurrido diez años de la muerte de Gómez, y ya Sanoja se había enfrentado al infierno de persecuciones, cárceles y torturas descrito por quien relataba sus propias experiencias en La Rotunda. Es probable que la biblia del horror venezolano marcara al adolescente de quince años, lo sensibilizara y terminara orientándolo hacia los debates ideológicos que irá asumiendo muy pronto.

La política, inesperadamente, lo arranca del mundo de los libros. Estalló el 18 de octubre de 1945, cae un presidente y asciende al poder un movimiento que estremece las estructuras tradicionales del país, las que con variaciones y diversos ritmos se trató de alterar, las estructuras del poder que vienen desde la época que ha visto retratada en las Memorias de Pocaterra, y que los dos presidentes precedentes (López Contreras y Medina Angarita) trataron de dejar atrás, civilizando la política.

De modo que es el 18 de octubre de 1945 el primer episodio de golpes y revoluciones que Sanoja aborda en estas páginas. Andaba entonces por los quince años, y, con todo, mantiene vivos la confusión y los apremios de algo tan inesperado y traumático como un cambio de gobierno a través de la violencia. El joven Sanoja vive entre Altagracia y La Pastora, lo que le permite estar muy cerca del palacio de Miraflores, teatro donde suceden aquellos episodios imprevistos y donde ofician personajes de rostros enigmáticos que no ocultan sus propios asombros.

Es a partir del 18 de octubre que inicia Sanoja sus análisis de la política venezolana de medio siglo, los cincuenta años venezolanos que verán al periodista como el crítico y el protagonista. «El 18 de octubre fue una sorpresa —dice— para la inmensa mayoría del país y permitió descubrir realidades políticas e ideológicas con velocidad comparable a la del año 36, aunque en esta ocasión el balón pasaría a manos de los izquierdistas y no a las de los derechistas.» Es la iniciación de Sanoja en la política, en los intercambios en el liceo, los debates en la Asamblea Constituyente y el Congreso, la presidencia de Rómulo Gallegos que, de la euforia con que se inicia, apenas nueve meses después sucumbe irremediablemente bajo los asedios de partidos incapaces de comprender la democracia y de los militares que no conciben otro papel en la historia diferente al dominio de las armas.

La elección de Gallegos —escribe— fue juzgada como el inicio de una etapa histórica sin par.» En el Nuevo Circo presencié, entre miles de caraqueños, el festival folklórico organizado por el poeta Juan Liscano, el mismo que un año después entusiasmaría a varios jóvenes de AD (Rafael José Muñoz, Miguel García Mackle, José Francisco y Guillermo Sucre) y del PCV Jesús R. Zambrano y yo para constituir el grupo literario Cantaclaro, cuya revista en su primer y único número, enero de 1950, fue incautado por la Seguridad Nacional.

El análisis —tanto el recuento que hace el periodista del 18 de octubre, de todo cuanto precedió al golpe de Estado, la candidatura de Diógenes Escalante, el milagro que estuvo a punto de ocurrir al unir a gobierno y oposición en torno a un candidato que se comprometía a hacer reformas constitucionales que abrieran el sistema político por primera vez en la historia, porque a los presidentes, en 1945, los seguía escogiendo el Gran Elector como en la época de Gómez— presenta un panorama visto con objetividad y sutileza. Sanoja vivió aquellos episodios muy joven, pero a su memoria unió la investigación posterior, de modo que en este primer gran episodio de los golpes y revoluciones encontramos las percepciones personales, los testimonios individuales, información de gran riqueza y diversidad. Leyendo a Sanoja repasamos aquellos tiempos de 1944 y 1945, el universo de los intereses creados que impidieron reformas que, prácticamente, todo el mundo político consideraba impostergables

El milagro de Escalante como candidato de unidad estuvo al alcance de la mano; no obstante, una vez fuera de juego por una aberración del destino, quienes habían convenido apoyarlo para que asumiera esas reformas elementales no lograron convenir en lo sustancial que eran las reformas, y no en el nombre de otro candidato. En estas páginas comparecen los protagonistas de primer orden de aquel momento de crisis, el presidente Medina Angarita, los escritores Arturo Uslar Pietri y Mario Briceño Iragorry, el expresidente López Contreras, los líderes de AD Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, la posición de diarios como El Nacional bajo la dirección de Antonio Arráiz y de La Esfera comandado por Ramón David León, la posición del PCV. Tras el debate, el drama de Escalante, la enfermedad mental, el testimonio de Ramón J. Velásquez que tuvo la fortuna como reportero de Últimas Noticias de estar muy cerca de Escalante y de haber visto el derrumbe del hombre y del milagro fugaz.

El joven Sanoja no es indiferente a lo que sucede en Venezuela. El 24 de noviembre ocurrió el golpe militar contra el novelista, pero también un golpe severo contra las posibilidades del libre juego político. Se instala la dictadura militar, con tres tenientes coroneles al mando. El nombre de uno de ellos no le es desconocido porque, aunque muy joven había acompañado a su padre en la aventura del Falke, y figuraba en las páginas de Pocaterra, con quien permaneció en el barco mientras el padre, el general Román Delgado Chalbaud, bajaba a tierra para morir minutos después en un duelo va imaginado.

Con igual riqueza de información, el historiador de tan definitivos sucesos se detiene en los avatares (y conspiraciones) nacionales e internacionales del período presidencial de Gallegos, su viaje a Estados Unidos, en las discordias civiles de la época, un tema que se fue convirtiendo en tabú y que nadie quiso abordar después de 1958 porque discutirlo equivalía a establecer responsabilidades, y esto atentaría contra el delicado equilibrio que reclamaba la democracia para sostenerse. Nadie se atrevió, por ejemplo, a reabrir las páginas del diario El Gráfico y ver lo que allí se le decía a Gallegos.

Con el título «Contragolpe ¿o contrarrevolución?» Sanoja nos introduce en el 24 de noviembre de 1948. El país entra en el túnel. Reina gran desconcierto, y quienes hasta ese día agitaban las aguas y clamaban contra el novelista prefieren ahora la buena conducta. Hasta 1950 reina un clima de ambigüedad porque los coroneles de la cúpula militar disienten sobre el rumbo y el desenlace. Carlos Delgado Chalbaud sostiene (sin gran arrojo) la necesidad de convocar el país a elecciones generales. Marcos Pérez Jiménez piensa que eso equivale a volver a los cuarteles y si las Fuerzas Armadas salieron a la escena había sido para quedarse.

El 13 de noviembre de 1950 ocurrió el secuestro y asesinato del presidente de la Junta Militar de Gobierno. El único magnicidio de la historia venezolana que suscitó las más variadas hipótesis. El periodista piensa: pero en cualquier caso, la eliminación de un personaje como Delgado Chalbaud le abrió paso al liderazgo de Pérez Jiménez dentro de la cúpula castrense. Como episodio novedoso que pretendía esconder sospechas acerca de su posible inducción del crimen, Pérez Jiménez colocó sobre cojín con fondo rojo la más valiosa y fulgurante joya como póstuma condecoración: el Collar de la Orden del Libertador, o sea, todos los honores para el muerto, todo el poder para el vivo.

Sanoja traza un perfil del teniente coronel: «Delgado quemó las naves antes de partir, pues traicionó a Gallegos en la hora nona, nada menos que al maestro que lo había acogido en su casa de exilio español, el mismo que lo había dejado encargado de la Presidencia de la República al viajar a EE UU por invitación de Truman, el mismo que en otros tiempos lo llamaba Carlitos». Eliminado así el presidente de la Junta Militar, Pérez Jiménez despejó el camino del régimen dictatorial. Sanoja plantea la tesis del destino manifiesto de los ejércitos». La internacional de las espadas: Juan Domingo Perón, Manuel Odría, Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza, Marcos Pérez Jiménez.

Toda una época oscura de América Latina, tiempos de Guerra Fría, del general Eisenhower y John Foster Dulles. En ese clima, Pérez Jiménez navega con velas desplegadas, y llega incluso a postular un proyecto de país, a través de su ideólogo Laureano Vallenilla Planchart. Un proyecto que, como en los tiempos de Gómez y del Vallenilla padre, se basaba también, como ahora, en la construcción de carreteras y obras públicas, fuentes de grandes negociados y excusas para mantener el país «metido en cintura»,

Lo que Pérez Jiménez esbozó como proyecto de país —escribe Sanoja— no lo era sino en el sentido que algunas dictaduras suelen concebirlo al invocar un singular nacionalismo y desarrollar algunos sectores económicos bajo la égida del Estado, especialmente fuerte en Venezuela en razón de su potencial petrolero.» Pérez Jiménez, en efecto, exprimió el país, siendo una de sus últimas hazañas financieras, poco debatidas también en las décadas posteriores, el otorgamiento de concesiones petroleras de 1956 a 1957 a los consorcios internacionales, vulnerando los intereses de la nación. Con el cemento armado, Pérez Jiménez quiso ocultar la realidad de la dictadura, sus fraudes electorales del 30 de noviembre de 1952 y del 15 de diciembre de 1957, glosados y enjuiciados por el historiador con abundancia de precisiones. El último, el arbitrario plebiscito armado por Vallenilla, fue la antesala del derrumbe, en medio de la rebelión civil y de tres conspiraciones militares paralelas que Sanoja disecciona siguiéndoles los pasos posteriores a los conspiradores.

Poco tiempo después del 24 de noviembre de 1948, como una manera de reaccionar contra el golpe militar, y de encontrar una trinchera donde combatir, el periodista se inscribió en el Partido Comunista. Inició una larga militancia y un compromiso ideológico que lo llevará a la resistencia clandestina, a la cárcel y al destierro. Primero la universidad y las luchas estudiantiles, el periodismo político, “Tribuna Popular”; las revistas literarias como Cantaclaro. Aquí está contada la historia de la resistencia contra la dictadura, los fraudes de Pérez Jiménez, el del 30 de noviembre de 1952 y el plebiscito del 15 de diciembre de 1957. La apertura del campo de concentración de Guasina en medio del Orinoco, el asesinato de Leonardo Ruiz Pineda, la muerte en la cárcel de Alberto Carnevali, y de tantos otros líderes de los partidos AD y PCV. Sanoja viajó al destierro, repartió su tiempo entre París y México; en esta última ciudad trabajó intensamente en Noticias de Venezuela, el órgano del PCV en el exilio, en compañía de Gustavo Machado.

A partir del capítulo «23 de Enero y Cuarta República», Sanoja escribe la historia del período democrático que arrancó con la caída de Pérez Jiménez, y se prolongó hasta 1999. El 1 de enero fue el primer día que el escritor oyó ruido de aviones rebeldes. Eran los famosos Vampiros, que aparecieron y se fueron como si la dictadura y el dictador fueran invulnerables. Pasaron los días y todo se derrumbó.

Al amanecer del 23 el general todopoderoso y arrogante huyó en las alas de “La Vaca Sagrada», hacia la República Dominicana donde lo consoló el general Rafael Leónidas Trujillo, decano de las satrapías caribeñas. A diferencia del 18 de octubre de 1945 cuando Sanoja es todavía un adolescente, a partir del 23 de enero ya es un observador que ha trajinado la política y que ha escrito incesantemente en esos años. A la memoria prodigiosa une el prodigio de sus notas, de sus papeles y de viejos periódicos. No se ha intentado hasta ahora una historia de la etapa democrática 1958-1999 que aborde el prolongado período con la riqueza informativa y la precisión en los juicios como lo intenta aquí Jesús Sanoja Hernández.

Sanoja examina la significación política de 1957, las implicaciones de la Carta Pastoral del arzobispo Arias Blanco, la formación de la Junta Patriótica, la estrategia de unidad del PCV y, en general, de los partidos democráticos. El pleno de los comunistas —anota— establecía la unidad total de la oposición política y la incorporación al frente antidictatorial de todos aquellos que desearan el cambio sin importar cuál hubiera sido su pasado.

Todos los episodios capaces de hacer historia o contribuir a ella — hacer historia» quiere decir simultáneamente construir la democracia o destruirla— fueron registrados por quien concibe la historia como un afán cotidiano y por eso, porque percibió temprano el valor y el significado de personajes y sucesos, fue capaz de pintar este fresco policromo y dinámico de medio siglo venezolano. La presidencia de civiles que por primera vez se alternan en el poder. Las conspiraciones y rebeliones de la primera etapa, los golpes militares contra Betancourt, la influencia desestabilizadora de la revolución cubana que encuentra émulos que quieren dejarse crecer las barbas y redimir a sus países como Fidel Castro, la invasión de Machurucuto, las guerrillas de El Bachiller, la presencia de los cubanos como Arnaldo Ochoa en la guerra, la discusión del dilema si se invitaba o no al Che Guevara como jefe del movimiento guerrillero en Venezuela, la rebelión de los partidos PCV y MIR, la división de la izquierda, la división o divisiones de los otros partidos, las pugnas barrocas por las candidaturas presidenciales, la decadencia del liderazgo, la noche surrealista de las tanquetas (octubre del 88), la desaparición y protección castrense del jefe del cómico episodio, al cual el Alto Mando le echó rápida tierra, intrigas y negocios militares, la aparición (y desaparición) de los Notables, la caída del presidente Pérez, las rivalidades de los generales, la transición del presidente Velásquez. Como epitafio del régimen democrático el 4F de 1992, y todas sus derivaciones, la presencia en la escena de Hugo Chávez Frías y la decadencia y caída de casi todo el mundo.

En el capítulo «Viaje a la prehistoria» vale la pena detenerse. Es una enciclopedia de conspiraciones, golpes y contragolpes, rebeliones y represiones, éxitos o fracasos, desde el primero, registrado como tal, el 19 de abril de 1810, un episodio sin participación popular, sin olvidar los que se escenificaron en el período de resistencia indígena, José Leonardo Chirinos en Falcón, o la insurrección de Juan Francisco de León. A tales épocas se remonta la experiencia o la tentación venezolana de las conspiraciones. De ahí parte Sanoja para este viaje singular a través de la historia: la Revolución de las Reformas y la caída de Vargas, la aparición de Carujo y del «carujismo», el «complot de marzo» contra un conspirador conspicuo como José Tadeo Monagas. El historiador nos invita a una rápida excursión a través del carrusel, no pocas veces tragicómico, de los presidentes que en el siglo XIX descendieron del poder sin las amenidades del protocolo.

Veamos el índice de esos personajes, registrado por Sanoja: «Así, además de la renuncia forzada de Vargas en 1835, aparecen como derrocados, derrotados o renunciantes José Tadeo Monagas, derrocado (1858), Julián Castro, forzado a renunciar (1860), Manuel Felipe Tovar, renuncia (1861), Pedro Gual, derrocado (1861), José Antonio Páez, derrotado (1863), Pedro Gual, derrocado (1863), Juan Crisóstomo Falcón, renuncia (1868), Manuel Ezequiel Bruzual, renuncia (1868), José Ruperto Monagas, derrocado (1870), Valera, derrocado (1878), Raimundo Andueza Palacio, derrocado, (1892) e Ignacio Andrade, derrocado (1899). El exilio de éste no sólo cerraría el siglo XIX sino que abriría una nueva etapa con el triunfo de los andinos».

«Viaje a la prehistoria» es también un viaje a la erudición de Sanoja. No da una simple ojeada a los avatares del siglo, por el contrario, reflexiona con lucidez sobre personajes o episodios. Veamos, por ejemplo, lo que piensa de los primeros tiempos de la República: «Páez inauguró, pues, los gobiernos de la llamada oligarquía conservadora, cuyo momento trágico sería el 24 de enero de 1848 con el «asalto al Congreso», día en el cual José Tadeo Monagas dio el gran viraje. Pero acaso sea un acontecimiento anterior el que demostraría, en 1835, la reubicación de fuerzas con el surgimiento de tres candidatos presidenciales: Mariño, apoyado por Carujo (el del atentado contra Bolívar, 1828) y los residuos del militarismo independentista; Soublette, respaldado por Páez; José María Vargas, propuesto por los comerciantes y otros núcleos civiles, incluidos estudiantes, que intentaban una alternativa diferente al bipartidismo en ciernes.

El siglo XX no es menos rico, o quizás tanto como el diecinueve, en golpes y conjuras. Castro triunfa con una revolución, y cae con un golpe de Estado. Vence conspiraciones, revoluciones como la Libertadora, pero termina en el exilio, hombre sin patria». Desde 1908 hasta 1935, Juan Vicente Gómez no puede impedir ni las conspiraciones, ni las invasiones, ni intentos de derrocamiento. Pero a sangre y fuego se mantiene en el poder. Sanoja explora la etapa de Gómez único, el dictador que inventa golpes para conjurarlos. En el posgomecismo caerán un militar, Medina Angarita, y un civil, Gallegos, en golpes de Estado más o menos fríos, mientras que Carlos Andrés Pérez salió ileso del asedio de tanques y bombarderos pero no de la trama de sus enemigos políticos.

El análisis de la década que se inicia con el siglo XXI y con la figura inescrutable del comandante Chávez Frías nos acerca al final de este proceso que se desarrolla más allá de nuestras expectativas, a pesar de ellas o contra ellas. Es la época de las grandes incógnitas que ahora vivimos. Un país sin rumbo, dominado por el azar del petróleo. Un país conejillo de indias. Sanoja ha escrito una gran crónica del siglo XX venezolano. Una historia donde quien escribe está presente cuando la historia sucede, y cuando no está lo que escribe es producto de infatigables indagaciones. Con su nombre, o con sus seudónimos de Edgar Hamilton, Marcos Garban, Martín Garbán, Juan Francisco Leiva, Eduardo Montes, Manuel Rojas Poleo, o Pablo Azuaje, la obra de Sanoja escrita a lo largo de medio siglo es inverosímilmente extensa.

Si algo caracteriza al historiador, como puede apreciarse a lo largo de estos volúmenes de Entre golpes y revoluciones, páginas de erudición y lucidez, es la valoración de testimonios y fuentes plurales, ilustrando en no pocas ocasiones lo que piensan o sostienen los contendores con sus propias palabras. Observador crítico, militante político, hombre de posiciones sólidas, venezolano integral, poeta de La mágica enfermedad, Jesús Sanoja Hernández ha escrito, en fin de cuentas, una historia que es el autorretrato de una convicción, la de que esa historia no puede ser ni invención ni adulteración, ni visión dictada por intereses parciales. Ni puede falsificarse a la hora de escribirla, ni menos aún para interpretarla como si la falsificación fuera necesaria para la abolición de prácticas democráticas como la alterabilidad republicana, los derechos humanos y la libertad de expresión. Esta es una historia donde se alternan los altos y los bajos, las conquistas y los fracasos, pero es una historia y así está contada.

En su extraordinario prólogo a Memorias de un venezolano de la decadencia, Sanoja escribió: «Pocaterra constituye el paradigma venezolano del escritor testigo. Su testimonio es directo, con la fusión compacta de palabra y acción, y de sus Memorias puede decirse que representan medio siglo de historia cronológica y varios siglos de un proceso singular, visto como formación y deformación de un pueblo». Esa fue la historia de la primera mitad del siglo XX, escrita por Pocaterra. Del autor de Entre golpes y revoluciones puede decirse que le tocó abordar la historia de la otra mitad, también como escritor testigo.


*Entre golpes y revoluciones. Tomos I, II y III. Jesús Sanoja Hernández. Colección Actualidad, Debate, Random House Mondadori. Colombia, 2007.

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