Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos es una atmósfera. Desde que se ingresa hasta que se sale de ella, esa atmósfera no cede. Es un continuo que demanda alrededor de tres horas al visitante. La línea de su tiempo cruza los siglos: se remonta hasta el 1270, cuando Oswiecim –en polaco–, Oshpitzin –como la llamaban los judíos– o Auschwitz –en alemán–, recibió su carta fundacional, hasta el 2005, cuando la Organización de Naciones Unidas y la Unión Europea declararon el 27 de enero como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto.
Apenas se cruza el umbral, la exposición envuelve al visitante. Una luz amarillenta y oscurecida, metáfora del declive del mundo, se respira en todo el recorrido. Los objetos, la multiplicidad de las imágenes, las historias e informes que cuelgan de las paredes, no están mudos. Se activan, le hablan al espectador. Le cuentan lo que es posible contar. La exposición solo dice lo que puede ser dicho. No especula. No explota las vetas de la sentimentalidad fácil. Narra. Ordena los hechos, los documentos, los testimonios. Es, en lo esencial, un relato de las víctimas del Holocausto.
Maletas, retratos de los seres amados, pijamas, lentes, cepillos de dientes, apurados dibujos hechos por los presos, botones, calzados, utensilios para comer, pasaportes, juguetes, brochas de afeitar, cartas, distintivos amarillos: objetos que se arrebataban, como procedimiento preliminar al que seguía la liquidación de la vida. La exposición exhibe algo del universo material que sobrevivió a las víctimas. Todo cuanto se despojaba a los deportados se amontonaba. Imágenes de lo amontonado, de lo acumulado y tirado: en esas montañas está la existencia perdida de las víctimas. En los campos de la muerte no solo se amontonaban los cadáveres, sino también los bienes que les habían sido robados (Götz Aly, historiador alemán, sostiene que es fundamental comprender que la matanza de los judíos fue “el atraco homicida más grande cometido en la historia de la humanidad”, porque uno de los objetivos estaba relacionado con el financiamiento de la guerra y de las familias alemanas; los nazis se hicieron de los ahorros de millones de judíos, de sus empresas, joyas, viviendas, bibliotecas, obras de arte, alfombras, muebles, lámparas, vestidos, electrodomésticos, enseres de cocina, lencería, juguetes y de absolutamente todo cuanto contenían los hogares judíos y, a través de mecanismos estatales, esos bienes terminaron como propiedad de millones de familias alemanas).
La historia de los romaníes –el pueblo gitano o cíngaro, también perseguido y asesinado por Hitler–; el despliegue cultural del judaísmo y del talento judío en Europa; las que serían las catastróficas secuelas de la Primera Guerra Mundial; la invasión de Polonia; las políticas de eugenesia: “los que no merecen vivir”; los vagones que fueron el instrumento de las sucesivas operaciones de deportación; las cartas lanzadas desde los trenes rumbo a los campos de la muerte; el siniestro proceso de selección que dividía a los recién llegados entre quienes morirían esclavizados –el promedio de vida, una vez ingresados al campo, era de tres meses– y los que serían asesinados de inmediato; el procedimiento que conducía a los judíos hasta las cámaras de gas y, a continuación, a los hornos crematorios; los relatos de resistencia, alzamientos y huidas; las marchas de la muerte, cuando la guerra estaba próxima a culminar: la articulada sucesión de zonas temáticas de Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos propone un conocimiento asible, legítimo, multidimensional y verificable del Holocausto. Ofrece un recorrido argumentado, una visualización su inequívoca especificidad.
El modelo
Auschwitz es la cristalización de un específico modelo: la de una inmensa operación técnica, logística e industrial destinada a matar. El mapa de Europa que señala centenares de ciudades desde las que fueron deportados los judíos transportados a las cámaras de gas, muestra que la ilimitada ambición de Hitler y el nazismo, la de erradicar a los judíos de la faz de la tierra, exigió una movilización de recursos incomparable.
Desde Grecia, Albania, Italia, Austria, Rumania, Hungría, Bulgaria, Francia, Holanda, Noruega, Polonia, Checoslovaquia, Croacia y Lituania partieron los vagones de ganado atestados de judíos. Miles y miles de trenes, que atravesaron la red ferroviaria de Europa, fueron coordinados con extraordinaria eficiencia. Horarios, rutas, dotación de carbón y madera para las locomotoras, grupos de SS responsables de los traslados, perros entrenados para abalanzarse en contra de los deportados, disponibilidad de maquinistas, ayudantes y mecánicos: una somera revisión de lo que significó trasladar más de 1,5 millones de judíos solo a Auschwitz (a los que habría que sumar no menos de otros dos millones trasladados a Treblinka, Belzec, Sobibor, Chelmno y tantos otros campos), hace posible visualizar la magnitud de la corporación creada por Hitler.
Bajo la responsabilidad de Heinrich Himmler, Auschwitz se puso en funcionamiento en mayo de 1940. Himmler se propuso reproducir y superar los parámetros de Dachau, el campo ubicado en las proximidades de Munich, que estaba en funcionamiento desde 1933 (Víctor Frankl fue uno de sus sobrevivientes). En Dachau fueron asesinados o murieron por hambre y enfermedad sacerdotes de varios credos, intelectuales, escritores, izquierdistas, nobles europeos y prisioneros de guerra.
El sistema industrial de Auschwitz se basaba en la doble técnica del despojo y la esperanza. A los deportados se les ordenaba poner sus nombres en las maletas (para recogerlas más tarde) y amarrar un zapato con su par, para evitar los extravíos. Obligados a desnudarse –violentando el escrúpulo de exponer el cuerpo desprotegido a la mirada de los demás–, niños, hombres y mujeres eran introducidos a una sala donde se les ducharía para desinfectarlos –tal era la promesa–.
Utilizando monóxido de carbono en los primeros tiempos y, más adelante, Zyklon B, que inyectaban en las cámaras de gas, mataban por asfixia, en medio de violentas convulsiones y espasmos. La muerte tardaba: entre 20 y 25 minutos de sufrimiento. Finalizada esta etapa, los cadáveres eran amontonados en los hornos crematorios, hasta reducirlos a capas y capas de ceniza que se acumulaban en varios kilómetros alrededor de las instalaciones: las cenizas de más de un millón de víctimas incineradas en los potentes hornos del Tercer Reich.
Los trenes, los vagones, la selección al llegar, las alambradas, el hambre, los brutales castigos corporales, las cámaras de gas y los hornos de cremación son las piezas de un engranaje, de una lógica. Cuando el visitante llega al punto donde una maqueta muestra el conjunto de edificios –los barracones, las fábricas, las cámaras de gas, los hornos y sus chimeneas– toda la operación asesina se torna total y evidente: Hitler y el nazismo introdujeron en la experiencia humana algo que no existía hasta entonces: la matanza industrializada.
27 de enero de 1945
El día en que Auschwitz fue liberado, se encontraron 600 cadáveres, 837 mil vestidos, 44 mil pares de zapatos, 40 mil kilos de lentes, 3 mil 800 maletas, 470 prótesis, 12 mil instrumentos de cocina, y casi 8 toneladas de cabello empaquetados en fardos, listos para ser transportados. 7 mil 600 judíos lograron salvarse.
A las cámaras de gas les habían precedido ejecuciones sumarias en miles de poblados y ciudades; asesinatos en cámaras de gas móviles –instaladas en pequeños camiones–; masacres cometidas por escuadrones en ciudades, bosques, carreteras, casas, hospitales y en cualquier parte. Les habían precedido los guetos, donde los judíos morían de hambre, por enfermedad o ejecutados en medio de escenas dantescas.
Entre 1939 y 1945 fueron asesinados por los nazis varios miles de homosexuales, opositores políticos alemanes, 70 mil personas a las que calificaron como degenerados o delincuentes, alrededor de 220 mil gitanos, alrededor de 250 mil personas con discapacidad y, además, más de 14 millones, entre judíos, rusos, polacos y serbios.
De esos 14 millones de asesinados en acciones distintas a la guerra, 6 millones fueron judíos. La tasa de mortalidad de los judíos que ingresaron a Auschwitz fue de 91%.
A un mismo tiempo, esta compilación de cifras no dice nada y lo dice todo. Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos es una aproximación al lugar donde se cometió la mayor matanza conocida por el hombre. Más allá de sus cualidades documentales y expositivas, su mejor virtud es su apego a los hechos. Escapa del reduccionismo y la retórica, de la ficción y la compasión, de la caricatura y el parque temático. En su atmósfera se respira el halo, la luz, el instrumental de la muerte, exhaustivamente.
Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos se interna en lo indecible. Su espacio y su tiempo es el de las víctimas. No contesta a todas nuestras preguntas. Pero algo deja en claro: el Holocausto fue mucho peor que la peor de las pesadillas que podamos imaginar alguna vez. Quizás Aushwitz sean solo preguntas: el horror de lo que no tiene respuestas.
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Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos. Comisarios: Robert Jan van Pelt, Canadá; Michael Barenbaum, Estados Unidos; Miriam Greenbaum, Canadá; Paul Salmons, Reino Unido; y Dajamel Zeniti, Luxemburgo. Centro de Exposiciones Arte Canal, Canal de Isabe II, Madrid.
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