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Así perdimos el Esequibo

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Por ASDRÚBAL AGUIAR A.

Así perdimos el Esequibo, pudo ser el título de mi más reciente libro de pedacerías, aun cuando en modo alguno predicase fatalidad. Opté por otro, La cuestión del Esequibo, reparando en su estricto significado y finalidad, como método escolástico de estudio y enseñanza y a través del cual tras una lectura seguida de su meditación se invita a debatir, a la discusión sobre lo esencial.

No hay, en efecto, fatalidad en las páginas que escribo. Si bien a raíz del Laudo Arbitral de París de 1899 Venezuela pierde su reclamación territorial y se vuelve tal desenlace un hecho consumado, hoy, con fundamento en el Acuerdo de Ginebra de 1966 que fue la obra magna de su diplomacia, tiene la posibilidad de volver a debatir ex novo ante un tribunal imparcial e independiente, la Corte Internacional de Justicia, integrada por juristas procedentes de varias culturas, en un tiempo distinto al que caracterizó a la comunidad internacional previa a las dos grandes guerras mundiales del siglo XX. Y será dicha Corte, creada por la antigua Sociedad de las Naciones y heredada por Naciones Unidas, la que tendrá la última palabra y fijará, dado el caso y como lo dispone la decisión con la que asume su competencia, nuestros límites definitivos con la vecina República Cooperativa de Guyana.

Celebramos al verdugo, condenamos al defensor

Antes que describir los distintos aspectos de esa controversia, mis escritos son, aquí sí, una invitación seria a la autocrítica, a saber, la que hemos de hacernos los venezolanos después de haber sido reprobados arbitralmente y a la luz de esta otra oportunidad que se nos ofrece para revisar lo ocurrido. No podemos volver a reducir nuestra circunstancia o nuestras pérdidas territoriales a la ojeriza o la traición de supuestos enemigos. En el caso, a los norteamericanos les seguimos maltratando desde las galerías — por falta de memoria o desviaciones ideológicas— y más ahora, a propósito de la cuestión del Esequibo; después de haber sido nosotros quienes les solicitamos y endosamos nuestros problemas a finales del siglo XIX para que, en nombre nuestro, enfrentasen con su poder a los ingleses, nuestros verdaderos expoliadores. Y fueron aquellos, no éstos, los que salvaron para nuestra soberanía las bocas del río Orinoco.

Fuimos nosotros, al paso, quienes celebramos ardorosamente, además, la designación como presidente de ese tribunal de la infamia —que coludiera con los jueces ingleses— al jurista ruso Frederick de Martens. No nos detuvimos en la lectura de su obra ni en sus tesis jurídicas de entonces sobre el reclamo nuestro, que aceptaban la ocupación de hecho por una potencia de territorios abandonados, aun cuando otra los hubiese descubierto.

Para Martens, las controversias territoriales emergieron, justamente, al debatirse durante los siglos XVI y XVII la interpretación larga a cuyo tenor, sobre todo en España, se cree que “habiendo ocupado la costa o puntos de ella se vuelve soberana sobre toda la tierra desconocida en su interior”. Así lo asienta en su Tratado de Derecho Internacional que ya había publicado, casualmente en París, en 1883.

“La persona elegida para cargo de tal confianza es de celebridad europea, por no decir universal” declarará, sin embargo, Joaquín Crespo ante el Congreso Nacional de 1898. “Sus escritos se hallan como fuente de consulta en el bufete de todo publicista, y su nombre figura entre las más altas autoridades en materia de Derecho Internacional”, precisa.

Es indispensable, pues, que los venezolanos salgamos de la zona de confort y esterilizante a la que nos ha relegado la república explotando a su favor nuestras taras genéticas: una, la del gendarme o padre bueno que nos tutela y ha de proveer a nuestro bienestar, siendo el responsable de todo, y la otra, el mito de El Dorado, el de Manoa, que nos hizo herederos indolentes, sólo ocupados de reclamar y no de sostener y acrecer como nación el patrimonio que nos pertenece; ese que se dilapida en un tris como si fuese el botín de un bucanero. Por tal vía se nos ha hecho cuesta arriba la defensa cierta de los intereses superiores de la Venezuela que nos integra y que, en el instante, sensiblemente, se nos disuelve.

Los complejos coloniales y las victimizaciones arrastradas desde la caída de nuestra Primera República han abonado nuestras pérdidas territoriales. La más emblemática, junto a la de la Guayana Esequiba en la que otra vez y por una buena estrella se nos abre otra posibilidad para reivindicarla en pleno siglo XXI, fue la de la Goajira. Este espacio territorial nos lo reconoció en amplia extensión y por mitad Colombia, al plantearse nuestra separación. El Tratado Pombo Michelena de 1833, negociado por Lino de Pombo y Santos Michelena, luego aprobado por el Congreso de esta, fue rechazado por el nuestro, considerándolo insuficiente y lesivo. Y tras el arbitraje de la reina regente de España, María Cristina, en 1891, lo perdimos.

Tras errores propios y como lo precisa don Mariano Picón Salas en su seminal ensayo Comprensión de Venezuela (1949), en cada oscurana, sin resolver, para consuelo de tontos, nos refugiamos en la épica bolivariana, lo cierto es que llegamos al callejón sin salida de la infamante sentencia arbitral que nos despojase de una parte importante de nuestra geografía oriental, una vez como enturbiamos las gestiones de los diplomáticos quienes defendieron con habilidad y ejemplar entrega nuestra soberanía territorial. Los del Esequibo tuvieron a mano esa «solución práctica y recíprocamente satisfactoria» que se nos ha vuelto mantra sin destino, pero se las arrancamos en horas de estremecimiento doméstico y mal entendimiento de lo patrio. La visión localista y mezquina de unos políticos de parroquia arrellenados en las butacas del Palacio Federal y otros burócratas de levita —ocupantes del ministerio de relaciones exteriores— frustraron las posibilidades varias de una salida inteligente y transaccional a lo largo del siglo XIX.

El milagro de Ginebra

Mi relectura de los textos de Enrique Bernardo Núñez (Tres momentos en la controversia de límites de Guayana, 1962), escritor y diplomático de fuste, publicados sobre el puente de las iniciativas emprendidas a inicios de la república civil y democrática de 1959 y, en lo específico, a propósito de las negociaciones que hicieron posible el «milagro» del Acuerdo de Ginebra de 1966, que reabre la controversia, ha reafirmado en mí la convicción antes señalada. La obra de Núñez me ha servido como fuente de renovada inspiración. Es un astrolabio, sobre todo en cuanto al conocimiento intestino de ese azaroso siglo a cuyo término ocurre la pérdida del Esequibo.

La derrota sufrida en París hubo de montársela sobre los hombros el presidente Ignacio Andrade, que nada tuvo que ver con la misma, y las deudas financieras dejadas con el Tribunal Arbitral y la consiguiente delimitación territorial de lo decidido por los árbitros y ejecutada, hubo de asumirlas Cipriano Castro, El Cabito, que derroca al anterior e inaugura nuestro siglo XX. El asunto, desdoroso para la nación, quedó así consumado y para lo sucesivo.

De modo que abandonar el camino que finalmente se le ha reabierto a la república tras el difícil recorrido transitado desde 1966 —queriéndosele hacer decir al mencionado Acuerdo de Ginebra lo que no dice o interpretándolo sin contexto a contravía de lo que prevén el Derecho internacional y el mismo tratado en cuestión; y con ello, pretender obviar la defensa de lo que le pertenece a la nación en estrados judiciales— debatir ante la Corte Internacional de Justicia conllevará, en la práctica, a destruir los cimientos de esa primera alcanzada por Venezuela. La firma de tal Acuerdo en el lago Lemán con la Gran Bretaña y su colonia, la Guayana Inglesa, a propósito, y en vísperas de declararse la Independencia de esta, fue una inesperada resurrección, obra de la inteligencia, sagacidad y perseverancia de dos cancilleres, Marcos Falcón Briceño e Ignacio Iribarren Borges.

Tan importante ha sido el preservar ese logro, fuente actual de la competencia que en estricto Derecho ejerce la Corte de La Haya, que su autor, Raúl Leoni y su canciller evitaron tirarlo por la borda en enero de 1969. Si bien ejercieron actos de soberanía real sobre la isla limítrofe de Anacoco en 1966, no cedieron a la tentación que les significó el alzamiento armado de los amerindios en el Rupununi, quienes exigían anexar sus territorios a Venezuela por vía de los hechos. El gobierno no los acompañó.

Fueron acogidos, sí, en sus exilios, pero habiéndose entendido con firmeza y serenidad que el camino trazado en Ginebra, por un sino de esa historia que dieron por cerrada el mismo Castro y su sucesor, el general Juan Vicente Gómez, pudo perderse en instantes si se le hubiese dado habitáculo al delirio; sobre todo habiéndose comprometido Venezuela con tal salida, primero diplomática y consensual, mediante un arreglo práctico y, de fallarse en dicho camino, por vía de una adjudicación judicial con participación de la Organización de Naciones Unidas.

Iribarren Borges, artesano del acuerdo

Los alcances del anterior proceso —en interpretación auténtica que aún nos obliga a los venezolanos por ser la interpretación nuestra y la aceptada al momento en que el Acuerdo de Ginebra se presenta ante el Congreso venezolano para su aprobación— los desarrolla Iribarren Borges en precisos términos:

“Evidentemente que el Acuerdo de Ginebra no constituye la solución ideal del problema, que no es otra cosa que la devolución a Venezuela de su territorio. No fuimos a la ciudad del lago de Leman a dictar las condiciones de rendición del adversario… fuimos a buscar una solución satisfactoria [y] el acuerdo de Ginebra lleva a una nueva situación las posiciones extremas de quien exige la devolución del territorio usurpado, en virtud de un Laudo nulo, y la de quien argüía que no abrigando duda alguna sobre su soberanía acerca de ese territorio, no estaba dispuesto a llevar la causa a tribunal alguno.

“La continuación de las conversaciones es de capital importancia y… de ellas puede surgir una solución que permita «poner fin a la controversia en forma satisfactoria» sin necesidad de recurrir a los procedimientos previstos en el artículo 4 del mismo Acuerdo.

“Sin que los gobiernos hubiesen llegado a un acuerdo sobre el procedimiento para solucionar la controversia, se referirá la decisión de escoger los medios de solución a un órgano internacional…

“Venezuela propuso que se encomendara la función de escoger los medios de solución a la Corte Internacional de Justicia como órgano permanente… No habiendo sido aceptada esta propuesta por los británicos, Venezuela propuso encomendar aquella función al secretario general de las Naciones Unidas.

“Por último, de acuerdo con los términos del artículo 4, el llamado Laudo de 1899, en el caso de no llegarse antes a una ‘solución satisfactoria’, deberá ser revisado por medio del arbitraje o el recurso judicial”.

“La única reclamación territorial en la presente controversia es la formulada por Venezuela… Si Gran Bretaña o la Guayana Británica formularan alguna reclamación territorial a Venezuela, ello significaría automáticamente que aceptan la invalidez del llamado Laudo de 1899”.

“La creación y actuación de la Comisión Mixta [que la integró por decisión del presidente Leoni el embajador Gonzalo García Bustillos, encargado de procurar la solución amigable esperada y frenada sistemáticamente por Guyana], así como el proceso subsiguiente, si ésta no arribare a una solución satisfactoria, obligan a Venezuela a poner en marcha todas sus energías para consolidar su reclamación con serios y maduros estudios”.

Venezuela le pide auxilio a la ONU

Era previsible, entonces, que el consenso no llegase a buen término, disparándose entonces la competencia del secretario de la ONU, que la acepta este por escrito desde 1966. La movilizará más tarde, de forma unilateral ante la esterilidad de las negociaciones, el canciller José Alberto Zambrano Velasco, quien le exige a este actuar, en 1981, una vez como se descongela la reclamación —en mora tras el Protocolo de Puerto España de 1970.

Se había buscado durante 20 años, sin éxito, favorecer un mejor clima de acercamiento con la contraparte, entendiendo que se encontraba esquilmada luego de su reciente independencia e inaugurando apenas el ejercicio de sus potestades soberanas y, asimismo, sujeta a las presiones geopolíticas de Cuba. No se cierran las comunicaciones, sino que se amplían a todos los aspectos de la cooperación bilateral —durante los gobiernos de Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez y Luis Herrera Campins— sin consecuencias. Y, resistiéndose Guyana a toda fórmula, Zambrano Velasco logra que se designe por la ONU el primer buen oficiante que ayudase a resolver el entuerto.

La historia que siguió es conocida. El secretario de la ONU entendió bien al final que la vía del consenso estaba agotada para ambas partes. Sus buenos oficiantes tampoco lograron nada. Por ende, en ejercicio de la competencia que se le dio en Ginebra para decidir por vía heterónoma sobre el medio apropiado de solución pacífica, pasados otros 40 años decidió que una y otra, Guyana y Venezuela tendrían que dirimir la reclamación ante la Corte Internacional de Justicia. Fue lo que, a la sazón y con talante de visionario, imaginó en 1966 el canciller Iribarren Borges al negociar con Gran Bretaña y al exponer los contenidos del Acuerdo alcanzado ante el Congreso, para su aprobación.

Cuatro hitos, hijos de nuestra experiencia, en 1810, 1845, 1881 y 1909, son aleccionadores. Desnudan el valor taumatúrgico del Acuerdo de Ginebra, visto en su significación desde la retrospectiva. Cabe recordarlos, sobre todo por cuanto el régimen ahora imperante en el país, tras argüir su celosa defensa del citado acuerdo, en fraude a sus normas, acaso para purificar sus faltas y omisiones a partir de 2004, no hace sino abrogarlo al desconocer a la jurisdicción de la Corte de La Haya encargada de proveer a una solución final sobre la cuestión del Esequibo.

Desacato ante la Corte

“La Corte no tiene competencia manifiesta y Venezuela no hará parte en la instancia”, y “no hemos decidido sobre la posición que adoptaremos con vistas a nuestra Constitución y las consultas populares que realizaremos, rezan, textualmente, las afirmaciones vertidas ante los jueces por la vicepresidente de Venezuela, en 2018 y 2021, sucesivamente. Y, seguidamente, en consistencia con el dislate anterior afirma el Tribunal Supremo de Justicia venezolano, en sentencia que dicta la Sala Constitucional el 15 de noviembre de 2023 a pedido del presidente de la Asamblea Nacional contra “la acción de Guyana ante la Corte Internacional de Justicia”, debatiéndose sobre los efectos que podría tener la consulta popular planteada por Venezuela, lo siguiente:

“Cualquier decisión o actos materiales de personas naturales o jurídicas (nacionales o extranjeras), organismos internacionales o Estados nacionales que desconozcan, impidan o pretendan obstaculizar: i.- El derecho de la República Bolivariana de Venezuela a ejercer la soberanía, independencia e integridad no tendrán ninguna validez ni eficacia jurídica, por lo que las mismas deben ser desconocidas por todos los órganos que ejercen el Poder Público territorial” (Vid. Allan R. Brewer Carías, “Nuevas cuestiones sobre el referendo consultivo y la reclamación del territorio esequibo”, 2023).

Los ingleses nos conquistan

En el genético texto sobre historia de Venezuela que consigna don Andrés Bello antes de la Independencia y que hace parte del Calendario Manuel y Guía Universal de Forasteros en Venezuela para el año de 1810 —editado por Gallager & Lamb en — se hace constar que “los Holandeses del Esquivo y Demerari miraban como impenetrable la barrera evangélica, y fue lo primero que procuraron derribar sublevando a los indios contra los misioneros… Los ingleses y holandeses no perdían jamás de vista la Guayana y desengañados de que no podían sostener clandestinamente sus relaciones mercantiles con ella, se resolvieron a tentar su conquista. Una expedición combinada de ingleses y holandeses contra la Guayana fue el primer acaecimiento del siglo XVII en la provincia de Venezuela”, según nuestro maestro de las letras americanas.

Perdemos la soga y la cabra

En uno de mis ensayos en el libro que introducen estas notas, abordo lo que luego vino, en el orden señalado. Nuestro enviado, Alejo Fortique, en 1844, después de alcanzar con Lord Aberdeen, canciller inglés, una transacción amistosa consistente en el trazado de una línea entre el río Moroco y las bocas del Orinoco, con el compromiso nuestro de no ceder el río o partes de él a potencia extranjera alguna, tropezó con el flemático Consejo de Gobierno que, desde Caracas, consideró “deprimente para la dignidad nacional” aceptar lo que la misma Constitución ya establecía, a saber, la prohibición de enajenar el territorio de Venezuela.

El propio Fortique, antes bien, seguía las instrucciones de su canciller Francisco Aranda sobre lo esencial, “salvar las bocas del Orinoco”, mientras Inglaterra retiraba su pretensión sobre Amacuro, Barima y Guaima, hasta adonde habían llegado, en los hechos, sus autoridades coloniales. Dado lo cual, Fortique, antes de fallecer en 1845, le escribe al presidente Carlos Soublette previniéndole sobre lo fatal: “Temo que perdamos soga y cabra” y “el Orinoco se pierde al otro día de haber entrado Lord Palmerston — adversario de Aberdeen— al ministerio”.

José Gil Fortoul, enjuiciando la cuestión, precisó que “al historiador Rafael María Baralt, nombrado secretario de Fortique con el encargo especial de acompañarle en el estudio de los archivos españoles para la busca de documentos a favor de Venezuela, se le había retirado su nombramiento, con el fútil pretexto de ahorrar los doscientos pesos que recibía de sueldo; y perdió así el gobierno la ocasión, a la muerte del ministro, de sustituirlo con un hombre de altísimas prendas intelectuales y ya muy versado en la cuestión”.

Un marqués venezolano

Posteriormente, transcurridas cuatro décadas, José María de Rojas Espaillat, abogado y diplomático, hermano de Arístides Rojas, creado Marqués por el papa León XIII, quien fuese mediador en la cuestión del Esequibo, designado nuevo ministro residente en Londres asume el encargo de nuestra reclamación. Antonio Guzmán Blanco, presidente, reivindica los planteamientos de Fortique para la tarea de su enviado.

El 21 de febrero de 1881 propone Rojas resolver sobre títulos de derecho o a través de una transacción amistosa. La Corona señala que no acepta la propuesta Fortique-Lord Aberdeen, y Rojas ofrece situar la línea en la costa “una milla hacia el Norte de las bocas del Moroco”, como fórmula de avenimiento recíproco. Hace una clara proposición. No le será aceptada, pero lo grave es que el padre del presidente, Antonio Leocadio Guzmán, padre del presidente, acusa al Marqués de Rojas por “exceder a sus poderes” y le obliga a renunciar como reo de traición.

Gómez censura nuestra negligencia

El general Gómez, una vez como Castro, ha solventado nuestra deuda con el Tribunal Arbitral de París por 400.000 bolívares —que le deposita en dos partidas a nuestro abogado norteamericano Mallet-Prevost— y habiéndole solicitado a los ingleses una moratoria anual para que la Comisión de Límites que nombró pudiese proceder a la demarcación del territorio tal y como fue fijado por los árbitros, al efecto modificándose los mapas, ilustra bien el sentido de nuestra fatalidad ante el Congreso de los Estados Unidos de Venezuela de 1909:

“Es del caso llamar vuestra preferente atención al grave asunto de cumplir con las obligaciones inherentes a la Soberanía, en los territorios fronterizos no abiertos aún a la civilización. Empeños más apremiantes distrajeron por largos años el cuidado administrativo de esas regiones y de los indígenas que las pueblan y, cuando llegó el momento de fijar nuestros límites guayaneses, ese descuido infirmó el derecho histórico de Venezuela a vastas comarcas que le fueron adjudicadas a más celosos vecinos. La obra de los misioneros que hicieron posible ese resultado continúa, mientras la de quienes propagaban por aquellas selvas el idioma castellano, y educaban para nosotros la tierra y sus pobladores, cesó desde ya casi un siglo”.

El libro

Así las cosas, sobre mis relecturas entendí de pertinente hacer circular en bloque mis escritos varios sobre la materia. Sin las pretensiones del historiador o el antropólogo forense, obviando rebuscados circunloquios que sólo alimenten la vanidad académica y siendo extraño a lo que se publica para la galería de quienes aspiran reconocimientos en una hora dilemática para la patria, únicamente pretendo sensibilizar a los actores involucrados y quizás mover a la conciencia de quienes tienen voz.

Ojalá que en sus juicios y decisiones piensen primero en la Venezuela permanente y sus venideras generaciones, desnudos de taras y los arrestos adánicos que ningún fruto nos han dejado. Han sido la génesis de nuestros fracasos recurrentes, como lo constata la disolución nacional que avanza y nos tiene por testigos. La totalidad de nuestro territorio indiscutido se encuentra invadida. La predica constitucional sobre nuestra soberanía es una morisqueta.

Las páginas que introducen mis notas las he redactado en los últimos cinco lustros con propósitos de enseñanza en la cátedra a mi cargo durante casi medio siglo y de la que me he jubilado; otras han sido hechas para aprender y reflexionar yo mismo, cuando veo que se nos impone enmendar el camino y sobre la necesidad de revisar lo hecho y sobre todo lo mal hecho a lo largo de nuestro devenir venezolano; se agregan las apuntaciones que se me han demandado desde la academia para mejor entender el desafío planteado por la demanda interpuesta ante la CIJ por Guayana; en fin, constan los artículos que hacen parte de mi habitual tarea como columnista de opinión en la prensa escrita y en los que destaco el comportamiento — avances y graves retrocesos— del Estado venezolano en su conjunto en relación con la reclamación territorial esequiba, a partir de 1999.

Se encuentra un ensayo breve e inédito sobre el río Orinoco, probablemente descolocado, pero este ha sido, justamente, el foco de las ambiciones que tuvieron su primer desenlace durante el proceso arbitral en París y que, como lo he señalado, se desprenden desde antes de la Independencia de Venezuela. Las animó, paradójicamente, el edecán predilecto del padre de la Patria, Simón Bolívar. Una vez transformado en representante consular de la Corona británica en Caracas al iniciarse nuestra vida republicana a partir de 1830, le hace ver a su gobierno, el de Londres, sobre la importancia de que domine, con exclusión de cualquier otra potencia, en esa arteria vital si desean asegurarse algún poder en América del Sur.

Guyana, pieza del chavismo

A guisa de conclusión puedo observar que, así como el general Gómez censura nuestra indolencia ante la pérdida del Esequibo —explicable luego de quedar hecha hilachas Venezuela tras las guerras fratricidas que le dieron independencia a la república pero no libertad a la nación, buscando alcanzar su forja en medio de las pasiones y luchas revolucionarias del siglo XIX— llegado el año 2004, premiados por el azar del Acuerdo de Ginebra de 1966, Hugo Chávez Frías decide comprometer nuestra reclamación territorial para sobreponerle razones ideológicas y ambiciones geopolíticas preferentes. Otro delirio más.

Sus palabras están inscritas y no pueden borrarse de los documentos oficiales (Taller de Alto Nivel, “El nuevo mapa estratégico”,12 y 13 de noviembre de 2004, Intervenciones del presidente de la República):

“Ahí está también Guyana. Por razones geopolíticas y del reclamo territorial, nosotros hemos estado siempre lejos de ese país, pero Guyana es un pueblo hermano, es un pueblo subdesarrollado, y hay un gobierno allí que pudiera ser un gran aliado. Nosotros no vamos a desistir de nuestra reclamación, pero no podemos esperar a que se solucione esa reclamación, no hay nada en el horizonte que indique que se va a solucionar en el corto plazo o en el mediano plazo… Gobiernos de extrema derecha, subordinados a Washington, nos quisieron empujar a una guerra con Guyana, cuando en Guyana mandaba Forbes Burnham, para tratar de quebrar el movimiento socialista guyanés… Tenemos que atraer a Guyana”, ajusta.

Otra vez en cero, ¡enhorabuena!

Como si la Providencia no hubiese sido generosa con nosotros, al aceptar la Corte Internacional de Justicia su competencia —por instancia que le autoriza el secretario general de la ONU con base en el Acuerdo de Ginebra de 1966— tuvo el cuidado de señalar, en su sentencia del 18 de diciembre de 2020, que no conocerá de hechos posteriores a la firma de ese instrumento internacional.

Otra vez estamos en cero, sólo debatiendo la nulidad o no de lo ocurrido en París hace 125 años, bajo el paraguas del Derecho internacional y no de las balas. Las concesiones dadas a Guyana por la revolución bolivariana (1999-2023) son, en la práctica y enhorabuena, irrelevantes para los jueces.

“El Acuerdo de Ginebra reabre el caso de la Guayana Esequiba ofreciendo a Venezuela una oportunidad, como nunca tuvo antes, para hacer valer sus derechos y conseguir la reparación del daño que nos causara el doloroso Laudo de París”, recuerda ante el Congreso de 1966 el presidente Leoni. Su palabra se actualiza y es bienvenida. Nos esperan en La Haya, a los venezolanos.

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