Por EDUARDO CASANOVA
El joven Arturo Uslar Pietri, recién graduado de abogado, fue designado en 1929 por el ministro de Relaciones Exteriores, el doctor Pedro Itriago Chacín (que había sido su profesor en el Liceo San José de Los Teques), agregado civil en la Legación de Venezuela en París, lo que sería determinante para su carrera literaria y para su vida en general. Para aquel joven pueblerino, que en su vida solo había estado en cuatro o cinco aldeas, recorrer los grandes espacios de París, ver los grandes edificios de París, oír los ruidos de París, caminar entre la gente de París, fue mucho más que un sueño: fue una maravillosa realidad.
Era ministro plenipotenciario, es decir, jefe de la misión diplomática, el escritor, periodista y diplomático yaracuyano César Zumeta (1860-1955), positivista, modernista y cosmopolita, que adoptó a Uslar Pietri como su protegido y le enseñó mucho, no solo de literatura, sino de la vida misma. A lo largo de su vida posterior, Uslar Pietri era muy dado a contar anécdotas de la vida de Zumeta, como ejemplos de vida. Varias veces lo escuché contar que cuando Zumeta dirigía un diario, le reclamó a un redactor algo relativo a un escrito que quería publicar y el redactor, a manera de excusa, le replicó algo así como “lo que yo quería decir es tal y tal cosa”, a lo que Zumeta le respondió devolviéndole los originales: “¿Y entonces por qué no lo dijo?”. O que cuando otro redactor, que se sentía muy inspirado, utilizó casi tres cuartillas para describir un amanecer, Zumeta, lápiz en mano, tachó todos los renglones de la descripción y los sustituyó por una sola palabra: “Amanecía”.
En 1931 Zumeta fue sustituido por otro de los grandes ideólogos del gomecismo, Laureano Vallenilla Lanz, amigo de la familia, con cuyo hijo se había visto Arturo más de una vez en París. Uslar Pietri no contaba nada de esa etapa, como si no guardara recuerdo alguno de ella, aunque entonces el joven Uslar pudo dedicarse con más tiempo a sus funciones de diplomático y a su propia carrera de escritor.
Ya se había incorporado a un trío de grandes escritores latinoamericanos, formado por él, el cubano Alejo Carpentier y el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (Carpentier era casi de su misma edad, pues le llevaba año y medio, pero Asturias sí era algo mayor que él, puesto que le llevaba seis años). Visto a distancia, parecería que es curiosa la combinación, porque tanto Asturias como Carpentier eran de izquierda, ligados al comunismo, pero no estaban tan lejos ideológicamente como lo estarían después: en esos días el joven Arturo sentía cierta admiración por la Revolución Rusa, por Stalin y los Planes Quinquenales. Sin embargo, aun cuando esa admiración por el recién establecido comunismo existiera, en general, eran tres temperamentos muy distintos, tres visiones muy diferentes del mundo, y sin embargo se produjo entre ellos un verdadero vínculo de simpatía, quizá basado en el idioma común, aunque Carpentier era perfectamente bilingüe: hablaba y escribía tan bien el francés como el español. Asturias era el más apasionado, el más combatiente de los tres, Carpentier el más doctrinario, el más teórico, Uslar el más cercano a la contemplación y a las artes.
El propio Uslar Pietri, ya en su madurez, aportó algunos datos sobre su relación con Asturias y Carpentier en aquellos años felices en París: “Desde 1929 y por algunos años tres jóvenes escritores hispanoamericanos se reunían, con cotidiana frecuencia, en alguna terraza de un café de París para hablar sin término de lo que más les importaba, que era la literatura de la hora y la situación política de la América Latina que, en el fondo, era una misma y sola cosa. Miguel Ángel Asturias venía de la Guatemala de Estrada Cabrera y Ubico (…), Alejo Carpentier había salido de la Cuba de Machado y yo venía de la Venezuela de Gómez. En Asturias se manifestaba, de manera casi obsesiva, el mundo disuelto de la cultura maya (…) Carpentier sentía pasión por los elementos negros de la cultura cubana. Podía hablar por horas de los santeros, de los ñáñigos, de los ritos del vudú, de la mágica mentalidad del cubano medio en presencia de muchos pasados y herencias”. En cambio, Uslar no tenía el más mínimo interés por lo indígena venezolano. Ni por los giros negroides de nuestra cultura. De otra fuente sabemos que Uslar Pietri no fue inmune a la influencia de sus amigos izquierdistas: en sus memorias, Laureano Vallenilla Lanz (hijo) cuenta que en París Arturo le habló con entusiasmo de los Planes Quinquenales soviéticos “y la transformación progresiva del sistema comunista en capitalismo de estado”. Esa admiración por el Partido Comunista ruso desaparecería poco después, en buena parte porque quienes la profesaban en Venezuela lo rechazaron con fuerza, lo consideraron un “niño rico”, relacionado con el peor enemigo de todos ellos: Juan Vicente Gómez. Y se lo hicieron saber con cierta violencia.
Es en ese tiempo cuando los tres amigos hispanoamericanos leen por vez primera Cubagua (París, 1931) de Enrique Bernardo Núñez y, aunque en grados diferentes, se orientan hacia una narrativa libre, que es lo que se conoce hoy como “Realismo mágico” —término que Uslar Pietri sacó de su contexto para ubicarlo en la literatura— y que se convertiría en un molde obligatorio que en cierta forma terminaría aprisionando la narrativa de los países que formaron la América española. Asturias agrega al juego del tiempo un juego casi obsesivo con las palabras que lo llevará a ganar el Premio Nobel. Carpentier, en 1931, ya tenía en sus faltriqueras su primera novela ¡Écue-Yamba-O!, que no modificó, pero en sus próximas novelas, El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953), ambas escritas en Venezuela, sí adoptó la libertad en el uso del tiempo y el espacio que nació con Cubagua, tal como lo hizo Asturias, hasta con más convicción, en sus obras como El señor Presidente (1946), Hombres de maíz (1949), Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954), etcétera.
Por razones obvias (Cubagua es posterior a Las lanzas coloradas), en la primera novela uslariana no hay la más mínima influencia de Núñez, pero tampoco la habrá en las siguientes (como ocurrió con Asturias y Carpentier). Sí la habrá o, para ser preciso, sí estará presente la forma de tratar la narración iniciada por Núñez en los cuentos que Uslar escriba después, que están entre los mejores de la lengua castellana, pero es algo que venía de antes, de sus primeros trabajos en el género cuentístico. Esa manera libre de escribir, que Carpentier prefirió definir como “lo real maravilloso”, en lugar de adoptar la frase uslariana “Realismo mágico”, hará eclosión una generación después con el mal llamado “Boom”, especialmente con Gabriel García Márquez, pero también con Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y hasta con Julio Cortázar, aunque no se puede ignorar que muchos de esos elementos estaban presentes en los cuentos de los argentinos Jorge Luis Borges (1899-1986) y Roberto Arlt (1900-1942), o en la obra del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964), pero a ninguno de ellos se le cedió un asiento en el avioncito del “Boom”, al igual que con Asturias, Carpentier y Uslar Pietri. O a Enrique Bernardo Núñez.
La frase “Realismo mágico” fue acuñada por Uslar Pietri a partir del título de un libro publicado en 1925 por un crítico e historiador del arte, el alemán Franz Roh (1890-1965). También en esos días descubren los tres amigos hispanoamericanos a un narrador francés de extraña conducta, Louis Ferdinand Auguste Destouches, Céline, que afeará su biografía años después al convertirse en colaboracionista de los nazis invasores de Francia. Uslar Pietri recordaría toda su vida el escándalo que fue en París la publicación de Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit, 1932), que para algunos fue un gran acontecimiento que influenciaría a muchos escritores posteriores, pero para otros fue una muestra de decadencia y mal gusto, pero que, sin duda, alguna influencia tuvo en la manera de novelar de los tres amigos de París.
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