Brigit Pegeen Kelly / Poetry Foundation

La poesía de Brigit Pegeen Kelly (Palo Alto, 1951-2016) revela un universo de devoción arcana, donde la naturaleza y lo religioso se imbrican en potentes imágenes de un lenguaje pagano, de belleza irreal. Voz singular de la poesía estadounidense contemporánea, Kelly fundó un espacio lírico donde lo cotidiano se hace rito a través de un misticismo íntimo. Publicó tres libros: To the Place of Trumpets, ganador del premio Yale Series of Younger Poets (1988), Song (1995) y The Orchard (2005). Recibió el premio Lamont y reconocimientos de la Fundación Guggenheim, Pulitzer, National Endowment for the Arts, y The Academy of American Poets.

Canción 

Escucha: había una cabeza de cabra colgando de unas cuerdas en un árbol.

Toda la noche colgó allí y cantó. Y los que la oyeron

Sintieron una herida en sus corazones y pensaron que escuchaban

La canción de un pájaro nocturno. Se sentaron en sus camas, y luego

Se acostaron de nuevo. En el viento de la noche, la cabeza de la cabra

Se mecía de un lado a otro, y desde lejos brillaba tenue,

Como brillaba la luz de la luna en la vía del tren a millas de distancia,

Y al lado yacía el cuerpo sin cabeza de la cabra. Unos niños

le había cortado la cabeza. Fue una faena más ardua de lo que habían imaginado.

La cabra lloró como un hombre y luchó mucho. Pero ellos

Terminaron el trabajo. Colgaron la cabeza sangrante cerca de la escuela,

Y luego corrieron hacia la oscuridad, que parece esconderlo todo.

La cabeza colgaba del árbol. El cuerpo yacía junto a las vías del tren.

La cabeza llamaba al cuerpo. El cuerpo a la cabeza.

Se echaban de menos. La nostalgia se hizo grande entre ambos,

Hasta que arrancó el corazón del cuerpo, hasta que

El corazón extraído voló hacia la cabeza, voló como vuela un pájaro

De vuelta a su jaula y la percha familiar donde trina.

Luego el corazón cantó en la cabeza, suavemente al principio, y luego más fuerte,

Cantó largo y grave hasta que llegó la luz de la mañana

Cubriendo la escuela, sobre el árbol, y luego el canto se detuvo…

La cabra había pertenecido a una niña. Ella le dio un nombre a

La cabra, la llamó Dulce Mora Espina Rota, la llamó así por

El arbusto de estrellas de la noche, porque el pelo sedoso de la cabra

Era oscuro como el agua de un pozo, porque sus ojos eran como frutas silvestres.

La niña vivía cerca de una de las vías altas del ferrocarril. Por la noche

Oía el paso de los trenes, el dulce sonido del silbato del tren

Vertiéndose suavemente sobre su cama, y ​​cada mañana se despertaba

Para darle a la cabra, entre balidos, su cubo de leche tibia. Ella le cantó

canciones sobre niñas jugando con cuerdas y cocineros navegando en botes.

Ella la cepilló con un cepillo rígido. Ella soñaba diariamente

Que crecía, grande, y así fue. Pensó que sus sueños

La hacían crecer. Pero una noche la niña no oyó el silbo del tren,

Y a la mañana siguiente se despertó ante un patio vacío. La cabra

Se había ido. Todo se veía extraño. Era como si una tormenta

Hubiera pasado mientras dormía, viento y piedras, lluvia

Arrancando fruta de las ramas. Ella sabía que alguien

Le había robado la cabra y le había hecho daño. Ella la

Llamó. Toda la mañana y hasta la tarde, llamó.

Y llamó. Ella caminó y caminó. En su pecho un mal presentimiento,

Como la sensación de las piedras que raspaban las suaves suelas

De sus pies descalzos. Entonces alguien encontró el cuerpo de la cabra

Por las vías altas del tren, mientras las moscas ya llenaban sus suaves botellas

En el cuello desgarrado de la cabra. Entonces alguien encontró la cabeza

Colgando en un árbol junto a la escuela. Se apresuraron en llevarse

Esas cosas para que la niña no las viera.

Se apresuraron a recolectar dinero para comprarle a la niña otra cabra.

Se apresuraron a encontrar a los chicos que habían hecho esto, a oírlos

Decir que era una broma, una broma, no era más que una broma…

Pero escucha: aquí está el punto. Los chicos creyeron

Que se divertirían, y ya. Fue una faena más ardua de lo que ellos

Habían imaginado, este tonto sacrificio, pero terminaron el trabajo,

Silbando mientras lavaban sus grandes manos en la oscuridad.

Lo que no sabían era que la cabeza de la cabra ya estaba

Cantando detrás de ellos en el árbol. Lo que no sabían

Era que la cabeza de la cabra seguiría cantando, solo para ellos,

Mucho después de que las cuerdas se rompieran, y que ellos aprenderían a escuchar,

Cubo tras cubo, caricia tras paciente caricia. Despertarían

En la noche pensando que escuchaban el viento en los árboles

O un pájaro nocturno, pero sus corazones latirían más fuerte. Habría

Un silbato, un zumbido, un murmullo agudo, y, por fin, una canción.

La canción grave que canta un niño perdido al recordar la voz de su madre.

No es una canción cruel, no, no, no es cruel en lo absoluto. Esta canción

Es dulce. Es dulce. Muere el corazón de esta dulzura.

(de Song, 1995)


Iskandariya

No fue un escorpión lo que pedí, pedí un pez, pero

tal vez Dios malinterpretó mi petición, tal vez Dios pensó

que dije no «una especie de pez», sino un «pez escorpión», una

petición que seguramente me habría concedido, siendo un buen

Dios, pero luego se olvidó del «pez» unido al

«escorpión» (porque Dios, también, olvida, todo

olvida); así que, en lugar de un pez comestible, cualquier pez pequeño,

dulce o agrio, o incluso la bufonería grotesca del

pez escorpión rayado, coronado de espinas y

seguido por muchas colas, un verdadero fenómeno de pez;

en vez de estos, se me dio un insecto, una peculiar

criatura prehistórica, parte langosta, parte araña, parte

tañedor de campana, parte hijo de una estrella caída, algo así como un

desfigurado perro acorazado, no es algo que se pueda comer, o

incluso llevar de paseo, de verdad, tan feo es, tan rígidos

sus pasos, como si caminara sobre el hielo, congelándose una y otra vez

suspendido en el aire como un oído que escucha, y luego hundiéndose

hacia atrás o saltando locamente hacia adelante, su cola mortal

un baile convulso de San Vito. Dios me dio un escorpión, una

criatura venenosa, sin duda, un insecto con la mordedura

del áspid de Cleopatra, pero no era, como pronto supe, a pesar de

los chismes oscuros, un amante de la violencia o un odiador de los hombres.

En verdad, es tímido, el escorpión, una criatura con ocho

ojos y casi sin vista, que rehúye la luz del día, y

enloquece ante el fuego, que prefiere el lugar solitario, y

se alimenta de casi nada, y sólo lanza su aguijón

de veneno cuando se ve atrapado contra la pared −una cosa como yo,

pero no lo que pedí, una cosa, por accidente o

diseño, a la que ahora estoy unida. Y entonces cierro las

cortinas, y entonces pongo platos extraños en la mesa, y entonces camino

suavemente, y entonces no hablo, y sólo dos veces, en muchos

años, he sido picada, ambas veces porque,

sin pensar, dejé entrar la luz terrible. Y a veces

ahora, cuando veo al escorpión dormir, veo lo hermoso que

es, cuán raro, esta criatura llamada Libro del Pulmón o Libro

Mortal debido a sus extraños órganos para respirar. Sus

pulmones son agujeros en su cuerpo, que se abren y cierran. Y

dentro de los agujeros hay membranas rígidas, dispuestas

como las páginas de un libro− ¡imagina eso! Y cuando los

agujeros se abren, las páginas se levantan y se despliegan, y la sangre

que circula a través de ellos toca el aire, y en este

baño de aire la sangre se hace pura… Él es una casa de

libros, mi tímido escorpión, llevando en su panza todos los

manuscritos perecederos −un pequeño espejo de la biblioteca

de Alejandría, que ardió.

(Originalmente publicado en The New York Times, 2005)


Bendito es el campo

Al calor de la tarde, la planta de raíz de serpiente y la vara de oro crecen altas,

Blancas y doradas, fluidas flores verdes y doradas,

Las hojas mordidas por el ácido… es bueno decir primero

Una invocación. Aunque las palabras no siempre

Parecen funcionar. Aun así, uno debe intentarlo. Inclina tu cabeza.

Cruza los brazos. Di: bienaventurado es el día. Y aquel

Quien destruye el día. Bendito sea este anillo de fuego

En el que vivimos… Qué amargas las hojas ardientes.

Qué amargas y dulces. Qué amargo y dulce el sonido

Del único insecto dorado y negro repitiendo

Sus dos notas solitarias. La canción del insecto magnífica

El campo mientras proyecta una sombra sobre él, al igual que

El sonido de un timbre en una casa abandonada

Hace que las habitaciones ruinosas, empapeladas con lirios y rosas

Y cabras de dos cabezas, parezcan más grandes y fantasmales.

Las hierbas altas derraman su semilla. Es difícil saber

La forma correcta de entrar o salir. Pero aquí, puedes tomar

La flor que te guste, aunque no quedan muchas,

Persicaria o pulgar de dama en la grava junto al borde del bosque,

Y en el banco de esquisto entre el nogal negro donde mora

El cuervo, la peculiar uña de gato, eternamente dulce,

Insoportablemente suave. No prestes atención al graznar del cuervo.

Es feroz y solitario, pero nos dejará pasar,

Patrón de los espíritus perdidos y rotos. Detrás de él

En el anillo de zumaques, pendiendo como carpas de circo,

Los venados que sigo, que incluso ahora nos miran,

Duermen de noche su sueño inquieto, y encuentro sus excrementos

Por la mañana. Y aquí a mis pies está la consuelda,

La más humilde de las flores, sin pétalos, pero aún intacta. Comí

Algunas enteras una vez y no sané, pero pueden

Apetecerte. El olor a goma quemada es de

Una carcasa de conejo que el perro arrastró al barranco.

El olor a limón es la raíz de serpiente que estoy aplastando

Entre mi pulgar y mi índice… Debajo de este campo

Podría haber un río subterráneo lleno

De dulce líquido. Un zahorí podría encontrarlo con su vara

Y sus oraciones brujeriles. Algunas oraciones hasta pueden mover

La tierra endurecida… ¿Oyes? El pájaro que

Nunca he visto ha vuelto. Cada día a esta hora

Él retoma su ominoso alboroto, quejoso como un bebé,

Solitaria cosa dulce. Es difícil saber la manera correcta

De entrar o salir. Pero mira, la vara de oro es del color

De la piel azotada. Di: bienaventurados los que callan

En su confusión. Bienaventurado el campo mientras arde.

(de The Orchard, 2005)


Roma 

Una vez vi, en un jardín de rosas, una asombrosa estatua de la loba romana y sus gemelos, reproducción de una vieja estatua −no la famosa estatua de bronce, copiada tan a menudo, donde la cabeza roma se mece hacia el espectador como un triste ariete, sino una estatua aún más antigua, de procedencia menos clara. La loba había sido tallada de piedra negra, hecha aún más negra por las sombras del jardín, y estaba de perfil, su elegante cabeza apuntaba hacia algo mucho más allá de ella, su cuerpo y piernas largas, sin marcas −más estrechas y de huesos más finos que el cuerpo y las piernas de las lobas que conocemos− poseídas, parecían, de una gran quietud, como la saturada quietud de las rosas, pero rígida y alerta, lista, al instante, para moverse. Bajo su vientre, estaban los niños, bajo sus pechos negros, no bebés, como uno podría esperar, sino dos niños delgados, cortados de la misma piedra de sombra que la loba, pero desproporcionadamente pequeños, niños que no crecieron más grandes que estorninos, aunque como el lobo, extrañamente finos de cara y miembros, un niño presionando cuatro dedos contra un pecho largo, su otro dedo curvado debajo para atrapar la leche que caía, el segundo niño envolviendo ambos brazos alrededor del otro pecho, como si se lo llevara, ninguno de los dos niños chupando, ambos volteados hacia ti, soñadores, dulcemente astutos, como para reprenderte por interrumpir su comida, o como si estuvieran tramando un buen truco… Hermosos, esos chicos entre las rosas. Hermosa, la loba negra. Pero eran los pechos lo que captaba la mirada, una doble fila de cuatro pechos negros, ocho pechos lisos, cada uno afinándose en un punto estricto, afilado y agudo, exactamente igual a la forma del diente de marfil del tiburón.

(originalmente publicado en la revista Ploughshares, 2009)


El corazón del sátiro

Ahora descanso mi cabeza sobre el pecho tallado del sátiro,

El hoyo donde habría estado el corazón, si la piedra arenisca

Tuviera un corazón, si un hombre ciervo sin cabeza pudiera tener un corazón.

Su cuello se eleva hasta un punto opaco, apunta, arriba,

Hacia algo que se fue hace tiempo, esquivo, y a sus pies

Las pequeñas flores bullen, serias y dulces, un clamor

De blanco, un clamor de azul, y en el negro suelo sudoroso

Se reproducen… Si me siento y quedo inmóvil, cuán rápido

Las cosas cambian, los pájaros hacen de las suyas en los árboles,

Pájaros incoloros y pájaros de color, el viento tocando

Las pequeñas ramas y las criaturas lanudas haciendo lo que hacen

Las criaturas lanudas. Así, y así. Hay un olor a fruta

Y un olor a monedas mojadas. Hay el sonido del llanto

De un pájaro y el sonido del agua que no se mueve…

¿Si recojo el iris muerto? ¿Si lo ondeo encima de mí

como una bandera, una bandera señorial? ¿Mi fanfarria? Pequeña tarifa

con la que pago mi paso, y resisto? El camino sobre

el que ahora me inclino, con el pie alzo una piedra,

Y helos allí: los ejércitos de criaturas pálidas que

Sin cesar, sin dudar, zurcen la dulce tierra triste.

(de The Orchard, 2005)


Cisne negro   

Le dije al niño que lo encontré debajo de un arbusto.

¿Qué tiene de malo? Le dije que estaba durmiendo

Y que un cisne negro dormía a su lado,

Las plumas del cisne calientes, el aroma de las plumas calientes.

Y de las flores blancas calientes del arbusto

Tan rancio y dulce como la leche hervida de una cabra.

El arbusto estaba en un jardín extraño, un lugar

Tan antiguo que parecía existir fuera del tiempo.

En un punto, grandes escalones de piedra que no conducen a ninguna parte.

En otro, estatuas de jinetes se alzaban sobre monturas de caballos de piedra gigantes

A lo largo de un muro alto. Y aquí, lechos triangulares

De flores con rubor de flores rojas. Y ahí,

Lechos circulares con rubor de blanco. Y en cada arbusto

Y lecho volaban pájaros pequeños y los gritos de pájaros pequeños.

Le dije al niño que lo busqué por mucho tiempo

Y cuando lo encontré, lo miré mientras dormía,

Su brazo alrededor del cuello húmedo del cisne,

La cabeza del cisne acurrucada detrás de la espalda del niño,

El pecho emplumado y el pecho desnudo respirando como uno,

Y luego muy rápidamente y sin hacer ruido,

Para no despertar al pájaro dormido,

Levanté al niño y lo metí en mi vientre,

Como se desliza algo robado

En un bolso. Y lo traje aquí…

Y así fue. Y así fue. Un niño con piel

Tan blanca que no era para nada como la piel de un niño,

Sino la piel de un conejo recién nacido, o como la piel

De un lirio, sin pulso y delgada. Y un pájaro gigante

Con plumas ardientes. Y más allá de esos dos,

Un estanque de increíble negrura, rodeado

De árboles antiquísimos y estampados con sombras tornadizas,

El viento pequeño en las ramas haciendo un sonido

Como el golpeteo de mil campanas de madera…

Tal era la belleza de estas cosas. Pero aun así pude

Haber olvidado, si el niño, que ahora alcanza

Mi cintura, su cabello una gorra de plumas brillantes,

No hubiera venido a mí hoy, llorando porque algunos chicos mayores

Lo habían provocado y le habían roto el abrigo nuevo.

Si él no hubiera dicho, cuando incliné mi cabeza hacia su cabeza,

Suavemente, pero con gran enfado: «Ojalá nunca hubiera

Nacido. Desearía estar de nuevo bajo el arbusto»,

Lo que hizo que el viejo jardín de nuevo se elevara,

Sombreado y más extraño. Pequeños pájaros

Corrían rápido y el yugo del frío se acercaba.

Ahí estaba el estanque, en el semicírculo de árboles. Y ahí,

El arbusto sin flores. Pero no había cisne.

No había ningún cisne negro. Y debajo

Del sonido del viento, pude escuchar, oscuros y graves,

Los gigantescos cascos de piedra de los caballos,

Golpeando y golpeando el suelo endurecido.

(de The Orchard, 2005)


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