Por JULIO MIRANDA
La obra de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990) es una de las empresas más orgánicas de la literatura venezolana, y digo literatura —no solo narrativa— porque las savias biográficas, topográficas, temáticas y hasta estilísticas que dan vida a este cuerpo impregnan un conjunto que no reconoce fronteras genéricas entre cuento, novela, crónica o discurso. Personajes, paisajes, situaciones, anécdotas, voces y hablas, imágenes y sentimientos pasan de un texto a otro, comienzan en este y se prolongan en aquel, como un tupido sistema de vasos comunicantes o como un coro de ecos siempre enriquecido y completado a lo largo de 40 años y una treintena de títulos.
¿Monotonía? Sí, ciertamente: «Todo auténtico escritor es espléndidamente monótono, en cuanto en sus páginas rige un molde al que acude, una ley formal de fantasía que transforma el más diverso material en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas», escribió en El oficio de poeta un Cesare Pavese que no sé, en verdad, si Armas Alfonzo leyó, pero con el que, de haberlo hecho, se hubiera sentido seguramente identificado. Monotonía como autenticidad, sinceridad, fidelidad al «martilleante recuerdo» que es la materia prima de toda poesía. Estos recuerdos-símbolos, que pertenecen a la esfera de lo instintivo-irracional, son válidos, aunque distintos para cada hombre y hunden sus raíces en la infancia. Tales «instantes aurorales», con su puñado de «imágenes que relampaguean, siempre las mismas para cada uno de nosotros, en el fondo de la conciencia», conforman los «mitos individuales» de cualquier hombre. Y —sigue Pavese—: «¿Qué otra cosa hace el poeta sino trabajarse en torno a estos, sus mitos, para resolverlos en clara imagen y lenguaje accesible al prójimo?». ¿Hizo otra cosa Armas Alfonzo en toda su obra?
Valga este desvío —que creo atajo— pavesiano para avanzar una posible poética capaz de abarcar su invasora escritura transgenérica, sus historias varias veces contadas, su recurrente constelación familiar, sus reiterados inventarios de pájaros, plantas y lugares que repetía como un Adán triste, ya no dando gozosamente nombre a lo recién creado sino sosteniendo con la palabra, en el filo del silencio o la desaparición —que es lo mismo—, los elementos de un mundo condenado a la ruina, la muerte y el olvido —que es lo mismo—.
El Armas Alfonzo de Los cielos de la muerte (1949), su primer libro, aún no había descubierto la obsesiva necesidad de otorgar a las cosas su apelación intransferible. Escribe, sin más: los árboles, las ramas, las flores, el río; aquel puerto, la ciudad, el faro, el caserío. Pero, de todos modos, ya hay aquí una serie de rasgos que pertenecen y, más, constituyen lo que reconocemos como armasalfonziano:
- La naturaleza como exceso polar: lluvia inclemente o sequía abrasadora.
- Unos personajes a su vez excesivos, que enloquecen con inusitada frecuencia, desembocando en la muerte.
- Un erotismo poderoso y turbio, asociado a la transgresión y también a la muerte.
- El registro crítico de lo religioso, que si forma parte —como creencia, rito, decorado— de la vida cotidiana se revela impotente además de represivo.
- La violencia, tanto de esas mismas muertes y de la naturaleza en sus manifestaciones extremas, como de la historia en el cuento titulado «Los cielos de la muerte», en el que no es nada caprichoso localizar las raíces de decenas de otros textos de Armas Alfonzo.
Aquí están ya esas anécdotas truculentas de unas inacabables guerras civiles que se prolongaron durante el siglo XIX y comienzos
del siglo XX. Y, como si el tema exigiera un tratamiento distinto a las creaciones de atmósfera o las elaboraciones lírico-sentimentales de otros cuentos, aparecen algunos rasgos estilísticos que serán cada vez más característicos de su obra. Así, surgen y se multiplican los nombres precisos del mundo vegetal (paloapique, mamón, cardones, flamboyán. trinitaria, pitahayas…) y de la geografía venezolana (Píritu, Curiepe…), mientras se integran al discurso las onomatopeyas (el pan de las balas y el tan tan de las campanas). Igualmente, encontramos por primera vez las frases acumulativas que crean ritmos peculiares, densificando o acelerando la narración, descomponiendo sus acciones, fijándolas obsesivamente.
Finalmente, «Los cielos de la muerte» da inicio a las múltiples lecturas intratextuales de que es susceptible esta obra. Por una parte, sus protagonistas reaparecen en El osario de Dios (1969), así como el cuento mismo es resumido parcialmente en una de las piezas de ese gran mosaico. Por otra parte, Los cielos de la muerte será retomado en un libro 16 años posterior, P.T.C. Pto. Sucre Vía Cristóbal (1967), conservando el título y prácticamente todo el texto —con cambios menores— hasta llegar a la que era su última parte: la media página original sufre algunas transformaciones y se le añaden casi dos páginas, donde Luciíta Rojas, incorporada como narradora, declara su amor por Antonio Calcurián, bajo la mirada disgustada de su madre; el caudillo montonero, Pío Yaguaracuto, entra con su caballo a la iglesia; se amontonan los cadáveres y Calcurián es fusilado.
Con esto, no solo se inaugura la labor de reescritura armasalfonziana, que llevará a las tres versiones de El osario de Dios, sino que se avanza en la empresa de imbricación de la historia familiar con la historia patria, por la vía de la identificación de los personajes. Así, «Los cielos de la muerte», en el libro de igual nombre, apenas mencionaba como Lucía y su mamá a ambas protagonistas, en el confuso delirio mental del Calcurián herido; la segunda versión ya las apellida: Luciíta Rojas y Lucía Serpa; al cabo, el texto «127» de El osario de Dios culmina el esclarecimiento, en una narración en primera persona del plural que, como otras veces, implica a Sixto Armas Alfonzo, ese Armas Alfonzo «de papel» que es el archi-narrador de toda su obra: Luciíta Rojas se casará con Ricardo Alfonzo, convirtiéndose en su abuela Mamachía.
El texto del autor que ocupa las solapas de su segundo libro, La cresta del cangrejo (1951), titulado irónicamente, como para quitarle importancia: «Palabras para llenar un espacio», propone una poética de rescatada oralidad popular, declarando que la fuente de su narrativa son los cuentos oídos en el pueblo natal, a veces —los mejores— de boca de Mamachía:
Yo me siento frente a una máquina cuando a ello me reclama cierto estado anímico propicio, y me pongo a recordar viejos episodios que alguien me contó en las noches de luna de mi pueblo u oí referir a terceros, recostado de alguna puerta. Biografías municipales. Pequeñas historias de pueblos con aleros de tejas o cañazos ahumados, con callejones que dan al monte o se abren al cementerio rural y a los rastrojos.
«Que sea esta también la voz del pueblo», resume Armas Alfonzo: escuchar su voz, devolvérsela en la literatura.
La mayor ruralidad de La cresta del cangrejo respecto al primer libro se ve acompañada por una invasión de nombres concretos de los mundos animal y vegetal, aunque no tengan todavía el papel diegético que, en el futuro, donde el inventario mismo podrá ser la narración. Ya no hay, pues, meros pájaros o plantas sino precisos arrendajos, carraos, tuqueques… así como ciruelos, yerbabuena y trinitarias; el catálogo, además, ocupa frases enteras.
Pero quizás lo más interesante para esta consideración resulte la intratextualidad que, a partir de La cresta del cangrejo, no implica un solo cuento, sino que atañe a casi todo el conjunto. Así, el Paraqueimo de «Malderrabia» pudiera ser el que, en el texto «21» de El osario de Dios, es encontrado tras cinco días de muerto; «La loca» que persigue a los muchachos con sus camales ofrecimientos reaparece en la novela Este resto de llanto que me queda (1987), ahora con el pueblo identificado como Puerto Píritu; el Pacífico Tarache de «La traición» emigra con cuento y todo a Los lamederos del diablo (1956), donde se expande en tres textos.
Otro cuento del mismo libro se verá prolongado más tarde, ahora a 30 años de distancia. Es «El niño que perdió su mirada», punto de partida de «Reseda habita un espejo solo», de El bazar de la madama (1980). El erotismo solo vagamente insinuado hasta entonces en La cresta del cangrejo, y que ya encontraba una elaboración apreciable en «La loca», florece maravillosamente en «El niño que perdió su mirada», uno de los cuentos más delicados de Armas Alfonzo. En él, además, principia con su nombre la saga de Sixto, que con sus amores y desamores a cuestas reaparecerá a lo largo de cuatro décadas.
Sixto, en el filo de la infancia y la adolescencia, narra en «El niño que perdió su mirada» su oscilación sentimental entre la blanca, perfumada y esquiva niña Helena, y la indiecita Reseda, apenas mayor que él, recogida por su tía. El muchacho descubre su sexualidad siguiendo en los espejos de la casa la transformación del cuerpo de Reseda, aparición casi mágica que se va convirtiendo en mujer en el reflejo, mientras se burla de él, provocativamente, cara a cara. Al cabo, a Helena se la llevan a Caracas y Reseda huye con un hombre: para Sixto, es el duro término de la infancia.
En este punto lo reasume el cuento 30 años posterior, «Reseda habita un espejo solo», cuando ya se ha impuesto lo que apreciamos como escritura armasalfonziana. Ahora, con sus nombres, reina la constelación familiar, y donde antes se leía «mi tía» aparecen o son mencionados la tía Tura, Mamachía y su esposo Ricardo Alfonzo, el bisabuelo Rojas, «mi padre», sobre una profusión vegetal («Florecía el palosano, el pui, la cañafístola, el guamacho, el palodemaría, la brusca, la escorzonera, la reseda, el treyolí, la diamela y la mandarina» [1], ornitológica (picoeplatas, azulejos, torditos) y topográfica (Conopocón, Paraguayaco, Los Barrancones, El Uñare, Cuira, Capaya), mientras la pérdida simultánea de Reseda y de Helena se entremezcla con la saga de Bolívar enfrentado a los indios y al realista Jiménez y con la de Ezequiel Zamora. Pero, principalmente, el eje del cuento se desplaza desde el drama sentimental del muchacho hasta la figura de la vieja negra Natalia González, servidora de la familia durante 40 años, quien con su peculiar sabiduría de raza y de clase, con su desprecio a la religión católica y su creencia en el diablo Moquinga, con sus ritos y poderes, con su pertenencia a un pueblo sacrificado en tantas oscuras batallas y con su adhesión al erotismo como fuerza central e inagotable de la vida, es quien ha convocado y hasta inventado a la Reseda más maravillosamente material que nunca («… todo cuanto de fruta había ya en aquella carne, el pecho, la cadera, la cintura, el hombro, el tobillo como el de la pollina sin que nada la cimbre, el pelo suelto como si los murciélagos se lo volaran, aquella como erizada cima de Paraguayaco a punto de que alguien la sembrara» [2]) y, por lo mismo, más mágica que nunca, vista alucinatoriamente a su llegada en lomos de un toro en celo («Reseda atravesada por los cuernos, chorreante de una leche de lechosa madura, abierta y madura como una pitahaya, como una guayaba, como una mandarina, sin otra vestidura que la flor de la parchita, con semillas de granada entre la saliva» [3]).
De Tramojo (1953), su tercer libro, apenas señalaré que contiene su primer cuento breve, «El amanecer», con menos de dos páginas. Del cuarto, Los lamederos del diablo, quiero detenerme en un párrafo de «El único ojo de la noche», donde por primera vez en su narrativa, y como lo hiciera antes en la solapa de La cresta del cangrejo, se explícita la nostalgia armasalfonziana por una realidad desaparecida, cuyo recuerdo quiere salvaguardar contándolo:
Pero todavía no se ha dicho que el pueblo está compuesto de ranchos de paja y dos casas de tejas: la iglesia y la bodega. Aunque decir esto presupone una realidad y la actual es otra. Nada de esto queda y apenas si se ha salvado el nombre del río, una referencia geográfica para cuando alguien tenga que contar la historia, como ahora mismo está ocurriendo. El nombre del río lo dejaron allí entre las piedras, como un recuerdo, los indios, los padres o los abuelos de ayer o los padres y los abuelos de más allá de ayer de estos, que tampoco pertenecen a un tiempo presente porque esta historia es vieja y es ahora la primera vez que se cuenta. Entre las piedras, o mejor dicho entre la saliva y la sangre, quedaron otros sonidos: los apellidos de ayer, que eran alegres como unas paraulatas. Y así se llamaban Parababire. Tonito, Tachinamo, Cacharuco, Chanchamire, Guarirapa, Cumache, Chaurán, Characo (4).
Seguir las huellas de algunos de estos apellidos equivaldría a recorrer toda la obra de Armas Alfonzo. Así, además de un pobre indio Chaurán al que le fiaba el árabe de «La sonrisa de Abraham» (Los lamederos del diablo), el indio (José María) Chaurán, siempre recordado como vencedor de Bolívar, es mencionado en «El invento» (La parada de Maimós, 1968); en los textos «24» y «79» de El osario de Dios; en el discurso titulado Cualquier ocaso (1972); en otro discurso, Las palabras de Guanape (1977); en una crónica de Angelaciones (1979), «La edad de las piedras», y en el cuento «Reseda habita un espejo solo», de El bazar de la madama. Una Tonito aparece en tres crónicas de Angelaciones, con solo el apellido en dos de ellas y ya con su nombre de Maura en la tercera, con lo que quizás sea la misma «Maura» de Como el polvo (1967) y es, sin duda alguna, la que protagoniza «El ramito de trinitaria» en Cada espina… (1989). Tomás Tachinamo es personaje recurrente desde «Tramojo», en el libro de igual título, pasando por El osario de Dios (textos «22» y «157») y Los desiertos del ángel (1990; texto «6×8»), mientras que su apellido figura en Cualquier ocaso y Angelaciones. Hay una Tarita Chanchamire en «El escrúpulo» (Cien máuseres, ninguna muerte y una sola amapola, 1975) y unos Parababire en Angelaciones. Por su parte, los Cumache se extienden por El osario de Dios (Máximo, en «22», «75», «107», «123» y «157»), Cien máuseres… (Máximo, en «El ángel del Señor»), Angelaciones (Pablo, en «El hombre puesto de espaldas») el discurso titulado El Tigre: la raíz cercana de la rosa (1980; Máximo) y Los desiertos del ángel (Máximo en «1 x8», Pablo en «6×2» y «6×9», Dominga en «10×16», El Negro en «23×2»). Valga este fastidioso registro para insistir en la intratextualidad transgenérica de esta obra.
Es dicho rasgo lo único que voy a destacar de Como el polvo, su siguiente libro, gracias al cuento que lo inaugura y da título. Curiosamente, en Armas Alfonzo fue antes la imitación, la parodia, la irrisión del discurso que las piezas oratorias que pronunciará años después. Y así, «Como el polvo» adopta la forma de la enunciación en voz alta ante un público implícito, para trazar la biografía de un venezolano sintético:
Y, sin embargo, pese a todas estas circunstancias de olvido, silencio y ausencia que envuelven como en desprecio la historia del venezolano Lapito Tremaria, mirando otras posibilidades se pueda alcanzar a reconstruir esta ramalada del aire, este inalcanzable y tímido aleteo del viento.
(…)
Decir —y aquí sí procede rememorar un pasado cierto— que en una ñinguita de tierra colorada, puro pedregullal y raíces de yaque que ahí nacieron y crecieron, aunque nunca le dieron sombra al cielo hasta que los hendieron para lumbre, decir que allí Lapito Tremaria creyó una vez ganarle al hambre ¿y qué venezolano no proviene de una frustración rural? (5).
Descontado el humor, ¿tuvo Armas Alfonzo este «modelo» en mente para hablar más tarde de su padre Rafael Armas Chacín, de su abuelo Dionisio Armas Itriago y de un más lejano Calixto Vicente de Armas, de otros venezolanos —y venezolanas— tan sintéticos como Lapito Tremaria a veces tan pobres como él, siempre tan inocentes, desde luego tan olvidados si no lucra por la propia escritura del autor? Porque, en Cualquier ocaso, discurso subtitulado «Crónica de excesivas injusticias», se explícita el alcance colectivo de esa descarnada biografía de su padre: «En la casa de este venezolano, como en cualquier otro sitio del país, escaseó todo cuanto sustentaba la razón de la existencia» (p 25); «Venezolanos de Anzoátegui como Rafael Armas ( bacín ha habido cientos, miles, porque esta vida ha sido la de muchos más, la de tantos más que no alcanzaron ni siquiera a vislumbrar otro destino humano y social» (p. 30).
Podríamos rastrear en los discursos al menos una treintena de personajes de su narrativa y otras tantas historias. Pero más me interesaría destacar, aunque no tenga aquí el espacio para probarlo que la prosa misma resulta perfectamente intercambiable con la de fragmentos de muchos relatos.
Otro libro de 1967, P.TC. Pto. Sucre Vía Cristóbal, contiene uno de esos cuentos sintéticos que, siendo de lectura suficiente en sí mismo, se enriquece sin embargo en su consideración sobre el fondo propiamente novelesco de la obra de Armas Alfonzo. El titulado «La tabla de multiplicar» cuenta las dificultades de Sixto con las matemáticas y con el nuevo maestro masón que su madre Mercedes Alfonzo intentó en vano que no diera clases en la escuela Manuel Ezequiel Bruzual, lo que nos llevaría sin masonería ni oposición de la madre, pero con la historia de amor en Puerto Píritu, a los textos «114»-« 115»-«116» de El osario de Dios, al discurso El Tigre: la raíz cercana de la rosa, a por lo menos tres crónicas de Angelaciones y a la expansión de la fábula en la novela Este resto de llanto que me queda, con una nueva vuelta del específico docente masón en el cuento «La niña de cundiamor» de Cada espina. Pero también en «La tabla de multiplicar» hay referencias al asesinato de un médico que pudiera ser el Rodríguez Marrero del texto «70» de El osario de Dios, y se menciona la leyenda de la culebra que vive en lo alto de la cordillera de la costa, lo que nos lanzaría otra vez a El osario de Dios («22» y «157»; el Maximino del cuento es quizá Máximo Cumache) y a El tigre… sin olvidar Cien máuseres… («Espejismo»), Y, al cabo, esos extraños títulos de las piezas de Los desiertos del ángel: «0x0», «1×10», «2×7», «4×6», «6×9», «23×11», «25x 19»… ¿no serán una última autoironía del Sixto aterrado ante la tabla de multiplicar?
Cinco de los quince cuentos de La parada de Maimós podrían remitir a aquella tarea de registrar «biografías municipales», mencionada por Armas Alfonzo en la solapa de La cresta del cangrejo, y que, a partir de El osario de Dios, formará el grueso de su producción. En La parada de Maimós no han llegado aún a la concentración suma de su obra posterior, pero que sean todavía 4, 5 o 6 páginas en vez de una o incluso media, no impide que pertenezcan a la misma dedicación de fijar en unos cuantos rasgos las elusivas existencias de unos seres casi siempre oscuros, casi siempre pobres, casi siempre desgraciados, cuya reconstrucción en la memoria es inevitablemente dubitativa.
Con otros cuatro cuentos, la concentración anecdótica y la elusión dramática de los libros inmediatamente anteriores alcanzan un grado en que la trama misma se aniquila, a falta de datos sobre los personajes y el contexto, a falta casi de acciones y pensamientos. Si el lector ya tenía que acompañar con su propia elaboración finales tan abruptos como el de «Malderrabia» (La cresta del cangrejo) o trayectorias tan desconcertantes como la de «La coral» (Tramojo), se vería obligado ahora a inventarse no solo la interioridad de personajes identificados como El hombre o el tino y el otro, sino la misma exterioridad en que protagonizan el fragmento de un viaje o un diálogo absurdo. Así, el recorrido del jinete de «El atajo» se nos da más en traca, traca, traca, traca y piiii, piiii, piiii, piiii de caballo y chicharra que otra cosa, aunque se sugiera una oscura historia de ahorcamiento, de ruina, de sequía en esa tierra desolada, rigurosamente fantasmal. Y el enfrentamiento de los dos hombres de «Infiltración», uno que vende un cargamento de balas y otro que regatea su precio, se vehicula en una conversación de casi cuatro páginas sobre cachicamos —muerteros o no, sabrosos o no—, para acabar súbitamente con la muerte del uno por el otro. Mientras que el par de entierros imposibles de «El penoso deber» y «El arancel municipal» soslayan su carga trágica fijando la atención aquel en la casi sarcástica pérdida del cuerpo, arrebatado por las aguas cuando los hombres resbalan; y este en la resignada marcha de la pareja que se devuelve con su muerta a cuestas, marcando el paso.
De manera que si, por una parte, Armas Alfonzo ha dado cuerpo a un buen centenar de personajes en sus siete primeros libros de cuentos, poniéndolos a vivir —y quizás, sobre todo, a morir— en ese oriente recreado que tiene como centro afectivo y anecdótico al valle del Uñare y la ciudad de Clarines, por otra parte ha ido llegando a un despojamiento narrativo que hace de las tramas los esquemas abstractos de un drama que el lector se ve prácticamente obligado a reinventar.
Aunque basándose en una realidad geográfica cuyos nombres conserva, en unos hechos históricos —con sus protagonistas— que recuerda regularmente, en una constelación familiar que se ha ido expandiendo como un profuso árbol genealógico y a la que acompañan efectivos vecinos del abuelo Alfonzo y la abuela Mamachía, del padre Rafael Armas y de la madre Mercedes, su tabulación no convierte a geografía, historia y seres humanos en menos entes de ficción que los que William Faulkner detalla en el condado de Yoknapatawpha, con Jefferson como capital. Que, por sobreabundancia, se pueda leer la obra de Armas Alfonzo también como crónica regional, es un hecho subsidiario, que no debería empobrecer el abordaje de su narrativa como rica, compleja y autónoma obra de ficción. Al cabo, como dice en una crónica de Angelaciones («Decimoquinto retratarlo de Caota»): «En la actualidad todo cuanto se nombra son lugares de muerte»: secadas las aguas, quemados o talados los árboles, cercadas las tierras, huidos los pájaros, arruinados los pueblos, fallecidos los hombres y mujeres, solo la memoria del autor da cuenta «de un lejano país destruido, de un viejo feudo de la inocencia y la ingenuidad, de otro olvidado destino del mundo de antes, acabado, borrado, alejado ya de todo amor humano»; solo su escritura salvaguarda, revive, actualiza —hasta si se quiere sacramentalmente— el paraíso para siempre perdido del Adán triste; solo la fabulación de Armas Alfonzo nos permite, a la vez, hacerlo nuestro.
Referencias
1 «Reseda habita un espejo solo». En El osario de Dios y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1993, p. 408.
2 Idem.
3 Idem.
4 La cresta del cangrejo. Buenos Aires: Imprenta López, 1951, p 54.
5 «Como el polvo.» En El osario de Dios y otros textos, ob. cit., pp. 13-14.