Por LUIS PÉREZ-ORAMAS
I. Cavernas
Entre La cueva (1920) y La maja criolla (1939) se dibuja un arco, que no es solo de tiempo, en la obra de Armando Reverón. Es un arco simbólico que iría de la oscuridad de la cueva a la luminosidad del rancho, de la veladura cavernaria y acuática –esa catedral de mujeres sumergidas en 1920– a la incertidumbre de los contornos umbríos, de los rostros que nos miran fijamente, como si quisieran hipnotizarnos con su presencia difuminada, en la maja de 1939. La cueva, en ese sentido, abre el arco y con ello abre, también, una temporalidad nueva en la pintura de Armando Reverón: es el tiempo de las mujeres postradas, reclinadas, expuestas, durmientes; es el arco de las majas.
Tarde en mis reflexiones sobre el pintor, es decir, vesperal como todas las interrogaciones que definen nuestras búsquedas intelectuales, me pregunté por qué el pintor de los encandilamientos habría iniciado su obra, o al menos este arco magistral y fundamental en su pintura, revisitando un sitio oscuro, cavernario: ¿por qué, y sobre todo cómo, Reverón llegó a la luz desde la noche, al latigazo solar desde La cueva? (1)
Desde Platón, como sabemos, la caverna es el lugar donde –al menos en la tradición occidental– se pone en cuestión la verdad de las imágenes. En la cueva, según el filósofo, solo vemos simulacros, proyecciones, sombras. La cueva es, además, de acuerdo a Plinio, en su Historia natural, el lugar imaginario donde la pintura se inventa: la hija del alfarero Butadés, viendo partir a su amante, registra el contorno de su rostro sobre una de las paredes con la ayuda de una luz precaria. Desde entonces, al menos para los antiguos, la pintura se define como una escritura de sombras –skiagraphia–. Ambos relatos nos colocan en el lugar cavernario donde las figuras se hacen visibles –por primera vez– ostentando en ellas una fragilidad originaria: por una parte, esa fragilidad es una incertidumbre, porque las sombras que se hacen visibles en la cueva platónica son simulacros que no poseen ninguna verdad; por otra parte, son una incertidumbre, porque las sombras del rostro cuyo perfil dibuja la hija de Butadés no son más que rastro de una presencia fugitiva, la marca de un desasosiego que se intensifica ante la inquietud de la ausencia, en la ignorancia del retorno, en la llama (de amor) que se consume para dejar el mundo a oscuras.
La cueva es la primera obra mayor de Amando Reverón, por la dimensión del cuadro y por la ambición de lo figurado en él. Allí Reverón descubre y nos descubre –siguiendo la estela de una intuición absolutamente propia– que la materia de la pintura con la que se hace la imagen es también el océano donde esta naufraga, y que pintar es mantenerse al borde de ese naufragio, en el campo de tensiones que se establecen, en todo cuadro digno de ese nombre, entre pintura e imagen. Con La cueva Reverón alcanza entonces por primera vez la certeza, a través de una imagen incierta, de que la presencia que vendrá a tener lugar en la imagen –lo que allí acontece como presencia– no es más que uno de los rostros de la ausencia, una ausentificación encarnada en figuras que se mantienen veladas, a cierta distancia, como si presentándose quisieran, al mismo tiempo, preservarse en estado de fuga, al borde del desvanecimiento.
Esto, claro, es muy significativo para el arte venezolano, porque nunca antes había acontecido, con tanta evidencia y complejidad, en ningún cuadro, con ningún pintor. Reverón se domicilia en esta cueva como quien escoge una paradoja para residir en ella, para hacer con ella obra y firmar su primera gran pintura: no en un lugar para la luz, sino en el recinto donde desde siempre se imponen las sombras. Marcando el inicio de su producción madura con esta escena oscura y anegada, regresando a la caverna –en la cual, me gustaría reiterar, nacieron a la vez el pensamiento de la imagen que le niega su verdad y la verdad de la imagen como rastro de sombras– Reverón escoge entonces una vía difícil, exigente, que no es otra que la de la pintura como lugar donde las figuras se agotan, el domicilio de su exhaustitud. Luego vendrá por esa vía la experiencia de la luz que, como sabemos, hace posible a lo visible tanto como, en su exceso, en su sobreabundancia, lo deshace también ante nuestros ojos.
Es por ello que el arco que se dibuja entre La cueva y La maja criolla resulta, además, a la manera de un arcoíris, cuyos dos extremos son invisibles. Reverón marca el territorio de su obrar entre esos dos polos. En términos de la pintura convencionalmente moderna pudiéramos decir que el de Reverón es un lugar raro, un lugar que escapa a las categorías de la historia del arte: antes o después de la luz, antes y después del impresionismo. No deja de tener su importancia –pero no es el caso discutirlo en estas páginas– que Reverón ignore la estadía impresionista, como si no necesitara pasar por ella y en vez de ello, retrocediendo a la oscuridad de la cueva –útero acuoso y generador–, entrará directamente en la vía del deslumbramiento: la de la luz que des/obra. Reverón hace, pues, de nuestra modernidad, que con él se instaura, una de atajos improbables e inesperados, en todo excepcional y excéntrica. Modernidad en la que no hay, por exceso de belleza y de complejidad figural, nada claro y distinto: solo sombras, solo rastros, solo espectros, eclipses solo (2).
Paradoja (del pintor) de la luz: que haya nacido de la sombra.
II. Majas
La cueva y La maja criolla se reflejan mutuamente, a pesar de sus enormes diferencias: cada una de ellas es el espejo equívoco de la otra. Ambas son obras de formatos similares. En ambas habitan, reclinados y perdidos en velámenes de pintura y bruma, esfumados, tres personajes. En las dos obras la pintura se hace recinto para acoger a dos figuras de mujeres expectantes que nos miran con la intensidad frontal de las apariciones, sin que podamos reconocer sus rasgos singulares. En ambos cuadros apenas se vislumbra un tercer personaje, un fantasma si se puede aún más perdido, aún más desvanecido entre las sombras: en La cueva surge –incierto– detrás de la maja que ostenta en su pecho un collar colgante con cruz, incorporándose y casi vertical, si no es que se sostiene contra el lapislázuli de la pared cavernaria, como las ángelas de Goya contra las pechinas de la bóveda de San Antonio de la Florida; en La maja, en cambio, es un yacente, un cuerpo adornado con flores en la cabeza y sobre el sexo, un hombre acostado entre ambas mujeres. ¿Por qué, si no, el pintor cubriría su sexualidad con estas manchas rojas cuando las dos otras figuras femeninas se nos ofrecen ostensiblemente desnudas?
El azul de La cueva sirvió a Alfredo Boulton para darle nombre a todo un período en la obra de Reverón. Es cierto que entre 1919 y 1922 Reverón pintó un puñado de cuadros con dominantes azules, que han sido vinculados a su amistad con el pintor ruso residenciado en Venezuela, Nicolás Ferdinandov. Pero en ninguna de esas obras el azul llega a ser tan absoluto, en ninguna es tan sinfónico y sutil –entre aguamarinas, lapislázulis y malvas– como en La cueva. Con este rasgo cromático Reverón se vincula –vía Ferdinandov, al simbolismo– y ciertamente a sus maestros españoles: Modesto Urgel, Hermenegildo Anglada Camarasa y, quizás aún más, Valentín de Zubiaurre. Cuando, en 1949, deje el dictado de un breve recuento biográfico, al final de su vida y de su obra, Reverón recordará, entre sus grandes referencias, a estos tres maestros de su juventud española. El azul de La cueva no es, pues, aún, el azul encandilado del Caribe: viene de Europa, del simbolismo ruso, y especialmente de España, como el azul del primer Picasso, acaso por haber estudiado, como Reverón, en la Escuela de la Lonja, en Barcelona, cerca de Isidro Nonell i Monturiol mientras, tan diferente en todo, Joaquín Torres-García era el centro de las miradas por aquellos años finales del noucentismo, cuando figuraban sus grandes frescos diurnos en el Palacio de San Jordi.
Toda figura es la sobrevivencia de otra, toda figura es lo posible de otra figura que, de súbito, se encarna en una coordenada del tiempo y del espacio: en toda figura podemos ver en acto algo que estaba potencialmente en otra figura. Esa es la materia de la figurabilidad, la dinámica de la transfiguración que va marcando el territorio del arte: el suelo mismo, movedizo, de la historia del arte. En La cueva de Armando Reverón están, pues, transfiguradas, como en pocos cuadros del siglo XX, las majas de Goya.
Lo que en La cueva hace especial su transfiguración es la drapería turquesa y lila que las cubre, los brazos que han bajado para disimular aquí un seno, para sostener allá, como en toda figura de melancolía, el pómulo del rostro contra la mano. Ante la ostensión casi arrogante de las majas goyescas, Reverón prefiere la distancia enigmática de los cuerpos, la blancura marfílea de las pieles, la nube cosmológica en la que se sostienen como espectros suspendidos, nocturnos, pero sobre todo el velo que cubre sus ojos, impidiendo que las podamos ver, en verdad, mientras nos miran.
Esta interrupción del encuentro de las miradas es lo que hace de La cueva una obra inaugural, una imagen que nos interroga: las majas de Reverón están enmascaradas por la pintura y se mantienen, con sus ojos cubiertos por una nube malva, entre la persona que son y el personaje que devienen, entre la voluntad espectral de la efigie y la pulsación respirante del aliento que, en el frío de los azules, se hace bruma entre las brumas.
Casi dos décadas más tarde Reverón regresa a las majas en su Maja criolla. Casi pudiera decirse: Reverón regresa a su cueva en La maja criolla. Sin duda, el cuadro más enigmático entre todos aquellos que pintó al final de los años treinta con esta temática en la que son protagonistas los cuerpos femeninos, yacentes o adormecidos, reclinados como Ariadnas, como Venus, como Olympia.
Creo que La maja criolla es el cuadro central, el más significativo, de la producción madura, y quizá de toda la obra de Armando Reverón. Al menos él parece haberlo creído así, según un testimonio tardío de Alfredo Boulton:
“La obra que acaso más caracteriza aquél último período y una de sus mejores obras, y así él también la consideraba, y se lo informó a XX (sic) Anderson, su amigo inglés y gran admirador, es la Maja Criolla, en el (sic) que transciende un fondo mágico y de misterio, erotismo, sensualidad…” (3).
A partir de 1935, aproximadamente, Reverón comienza a pintar grandes formatos habitados por mujeres desnudas: majas, pomonas, olimpias, venus tropicales, indias, cándidas muñecas que nos interpelan desde el descampado de sus cuerpos amplios, carnosos y sensuales. Estas obras constituyen un capítulo fundamental de la modernidad en América, en ellas sobrevive una antigua tradición mitológica y pastoral en la que las ninfas desnudas, las figuraciones venusinas, las madres seculares vienen a encarnar, como en una tautología figural, a la belleza: si la belleza es Venus, si la pintura está llamada hacia la belleza, entonces la pintura se debe venusina, la pintura está llamada a ser Venus. No en balde, también desde antiguo, la cualidad en pintura que dice su potencia para encarnar la vida en los pigmentos, a través del color y de la luz, se designa –notablemente entre los tratadistas venecianos– con el término venusidad, venustá.
Este linaje de ninfas expuestas atraviesa como un dardo lírico y nervioso, lujurioso y deseante la historia de la pintura occidental hasta el siglo XX: de las sublimes dríadas de Giorgione y Tiziano a las inquietantes prostitutas de Pablo Picasso en el burdel de la calle de Aviñón, a las hieráticas, hipnóticas, terribles bacantes de Wilhem De Kooning. Figuraciones del deseo, en todas ellas se interroga a la visión como dinamismo –como pulsión– de aquel: la predación de la mirada que tiene lugar en lugar de la posesión. Metáforas de la pintura, todas ellas transpiran la potencia matricial –maternal– de la representación: su capacidad para dar a luz figuras, mundo; para ser –y hacerse– criaturas.
Las obras que con estos motivos de majas acometió Reverón en los años treinta son uno de los momentos más altos, imaginativos y conmovedores de esta genealogía matricial de la pintura occidental. Y el año 1939 parece haber sido el acmé de este momento en la obra de Reverón, por el número y la calidad de las pinturas que produce: La maja criolla, Dos figuras, Dos indias, Cinco figuras, Maja, Desnudo, La mujer del río. Sobre todo, en estas obras parece encontrarse el eco lejano, la transfiguración tropical de algunas de las escenas originarias del arte moderno.
El abismo complejísimo por el cual transita, de sobrevivencia en sobrevivencia, una temporalidad anterior, la antigüedad, el otrora, lo que hemos olvidado pero no nos olvida, parece haber encontrado, como lo demostró Aby Warburg, un destino propicio, un término moderno en la escena pintada por Edouard Manet, Le déjeuner sur l’herbe (4). Desde los sarcófagos greco-romanos donde se figuran los dioses fluviales y melancólicos, hasta los grabados de Marcantonio Raimondi representando ese emblema del juicio de gusto, El juicio de Paris, Warburg traza la resurrección transfigurante, deformada, de una escena primal: es la escena primal de la visión, de la decisión estética, del deseo. Los parisinos del siglo XIX gritaron al escándalo porque había entrado el ciudadano moderno, brutalmente, impudorosamente vestido, a esta escena sublime de mujeres desnudas: el pintor de la vida moderna, según Baudelaire, o el flâneur con su levita citadina, ambos en la deriva de «la época, la moda, la moral, la pasión» (5) invadía con su ruidosa presencia aquel lejano edén.
Y, sin embargo, ya estaban desde siempre los cortesanos, los príncipes, los dioses mitológicos, los héroes épicos, los soldados, los gitanos, les célibataires bien vestidos rodeando a las ninfas. Estas se exponían ante ellos en su dormición o en su súplica, en su seducción o en su desfallecimiento, en su pequeña muerte arcádica. Así pueden verse en Giorgione y en Tiziano. Y es posible pensar que Goya y Manet no hicieron más que inmiscuirse en aquella escena, ellos que estaban fuera, para mirarla con moderna crudeza.
Es Ariadna dormida en Naxos, abandonada por Teseo y descubierta por Dioniso, tal como la figura Tiziano en su Bacanal de los andrios siguiendo al Filóstrato, tal como la trae de Roma para su rey Velázquez tras pintarla al fondo de un paisaje de la villa Médici, y aun antes, tal como aparece ya en los albores que precedieron al cristianismo, en sarcófagos, vasos y mosaicos.
La maja criolla es también esa Ariadna: sus dos brazos en alto rodeando la cabeza, su cuerpo sobre el costado, haciéndonos frente. Pero no sabemos, en verdad, si duerme o nos mira. La mitología se ha despojado de sus oropeles y relatos. En el retorno mnemónico de Ariadna en la obra de Armando Reverón lo que queda de aquella antigüedad es la pulsión dionisíaca, que ya desde temprano los observadores acuciosos de esta obra supieron identificar. Así, según Alfredo Boulton, en su primera aproximación crítica a esta obra suponía, un poco fantasmáticamente, que el cuadro representaba una escena de amor sexual.
Las tres figuras de este cuadro nacen todas de un mismo punto en el que se reúnen sus extremidades inferiores: allí donde la maja sentada pisa el suelo, y los pies de la maja acostada los tocan, se abre un triángulo de sombras que ocupa otro cuerpo, la figura de un hombre, con sus ornamentos florales. Siempre he pensado –y así lo he escrito en repetidas ocasiones– que esta figura es el suplente del pintor en la escena, su doble dionisíaco que también parece mirarnos, como si Reverón, volviendo sus pasos sobre Goya y Manet, hubiese decidido habitar aquella escena de bañistas pastorales, aquella arcadia de ensombrecidas luces.
III. El sepulcro y arcadia
Un día, observando la obra junto a Alfredo Boulton, en su casa de Los Guayabitos, en Caracas, el historiador me interpeló directamente para decirme, señalándola, que aquella figura «era Armando», vestido como un cacique, acostado entre sus muñecas. Nunca podremos saberlo con certeza porque, como en La cueva, la pintura actúa aquí como una inmensa veladura, nos lleva a la incerteza en la suspensión de sus figuras. Lo único cierto en La maja criolla es la luz, ese triángulo resplandeciente, esa nube alba que se disipa sobre el centro de la escena, encima del cuerpo del cacique yacente y florido, aislado en sus sombras.
Así era la hermosa fantasía crítica que Alfredo Boulton construyó alrededor de este cuadro:
“La escena concebida por Reverón es el relato del fuerte cacique, adornada de plumas su dormida cabeza, y sobre su sexo, unas flores rojas, que duerme después de la copulación amorosa con la tierna maja que yace a su lado y a cuyos pies vemos la negra y lúgubre Celestina que la ha llevado hasta aquel hombre y presenciado ella misma el acto de amor que ella ya no puede realizar” (6).
Imposible saber nada si miramos el cuadro. Yo solo veo a un yacente, con flores en la cabeza y en el sexo, entre dos majas, y ambas lo ignoran. Todos duermen, o nos miran. Tampoco sabremos. La frontalidad de los rostros, de cuya expresión la pintura nos aleja inexorablemente, indicaría que estamos siendo vistos, que los estamos viendo mientras nos miran. Pero si los ojos de las majas cubiertos por el velo malva en La cueva me hacían pensar en la imposibilidad de encontrarse nuestra mirada con aquellas, en La maja criolla la postura de estos cuerpos es aún más dramática en señalar el desencuentro: la escena coital no ha acontecido, acaso ni acontecerá. La cópula, en este cuadro, es pura entelequia: algo que pudiera –o no– acontecer, un posible dentro de los posibles que la pintura, prodigiosamente, suspende en su hacerse ella misma visible.
Reverón, si es el cacique, ¿es también Teseo? ¿O es Dioniso tras su Ariadna tropical?
Notaremos, como me lo confirmaba alguna vez Ángel Hurtado, citando haberlo escuchado del propio Reverón, que estas figuras representan también a nuestras tres razas: La maja criolla es, pues, la alegoría del mestizaje de una raza presente en la que se hace luz la memoria recóndita de una antigüedad dionisíaca, arcádica.
Otra escena me ha evocado este cuadro: son las mujeres que visitan el sepulcro del ausente, en el evangelio de los cristianos, las vigilantes del vacío que ha dejado aquel que ha resucitado. Mis maestros, de quienes aprendí todo para ver en pintura, solían insistir en que este encuentro con la ausencia es una metáfora de la representación, porque lo que se vuelve a hacer presente, en figura, también subraya su ausencia. La representación se presenta ella misma en el lugar del ausente que ella vuelve a presentar.
En todo caso, hace ya algunos años, yo escribía sobre este cuadro enigmático de Armando Reverón lo siguiente:
“¿Qué significa entonces el propio cuerpo del artista yaciendo en el seno de una escena arcádica? Aquí, las amortajadas tienen una piel desnuda y Reverón, al contrario, aparece envuelto en una mortaja de sombras. Su figuración hierática lo aproxima a la iconografía de los cadáveres, a la figura de un Lázaro indígena. Su inscripción en la escena arcádica de majas y bañistas lo coloca axiomáticamente fuera del tiempo. La maja criolla es, pues, la escena de un sepulcro, el sepulcro de un autorretrato” (7).
Una tarde de inicios del siglo, cuando me encontraba en la fascinante ocupación de estudiar los objetos de Armando Reverón que por años habían quedado almacenados en la Galería de Arte Nacional de Venezuela, entre misceláneos cuadernos, máscaras, pinceles, muñecas, pigmentos secos, muebles, paraguas, mantillas, simulaciones de instrumentos de música, flores vencidas, teléfonos, espejos muertos, apareció una pequeña publicación, una separata, impresa en letra muy menuda, en la que podía leerse, precisamente, el evangelio de San Juan cuando describe la visita de las mujeres al sepulcro (8).
Como en la fantasía de la cópula amorosa y de la celestina, en la que Boulton creyó ver «al hombre desnudo extendido al lado de la asustada niña», mientras «la figura sentada, con cara de vieja sacerdotisa desnuda, parece presidir la desfloración», esta asociación con el sepulcro es una invención, una conjetura que nunca podrá esclarecerse.
No obstante es cierto que aparecen en el abismo de sombras que una luz violenta irrumpe, en La maja criolla, todas las escenas que la han precedido, a la vez condensadas y deformadas: todas las ninfas postradas, todas las bañistas, las dánades, las nacientes venus, las dormidas ariadnas, como en una resurrección. Están aquí, en el castillete de Macuto, vigilantes o dormidas, cerca del indio, cerca de Armando, quien con ellas yace.
En la biografía escueta que Reverón dictó en 1949 todo se concluye cuando se coloca la primera piedra de esa casa, como si hubiese nacido para llegar allí, al «rancho de las pinturas», que él mismo llamaba en su relato. Era ese su término, el lugar donde iba a vivir, donde iba a imaginar sus pomonas tropicales y donde, un día, como acaso lo anticipa la escena de La maja criolla, también reposaría con ellas para siempre. Ese lugar no se puede pronunciar nunca: porque no podemos decir la experiencia de nuestra muerte. No podemos decir, con certeza, tampoco, cuál fue el lugar de nuestra felicidad si, como insisten los filósofos, solo puede saberse la felicidad tras vivirla, después de la vida. Pero podemos desearla, convocarla, figurarla. Uno de sus nombres es Arcadia, el lugar que habitan las ninfas desde antiguo. Allí reposa Reverón, en La maja criolla, junto a ellas, con sus flores, como si la luz hablara para disipar las sombras con una voz impronunciable que dice la presencia invicta, inconmensurable, de lo que ha sido: Et in arcadia ego; yo, también, estuve en paraíso.
*Ensayo publicado previamente en el libro: Una visión, una colección, una mujer [Ed. Axel Stein], New York: Editorial El Cardón, 2021.
Referencias
1 Ver Luis Pérez-Oramas: Armando Reverón and Modern Art in Latin America, en John Elderfield: Armando Reverón [New York: The Museum of Modern Art, 2007], p. 89.
2 Ver, sobre Reverón como pintor de eclipses figurales, Luis Pérez-Oramas: La pintura como eclipse, en Rostros de Reverón [Macuto: Museo Armando Reverón, 1994] p. 11.
3 Cf. Alfredo Boulton: manuscrito tipografiado para el prólogo de la reedición de su libro Reverón [Caracas: Ediciones Macanao, 1979], redactado en Fiésole, circa 1978, Archivo Alfredo Boulton, Fundación Alberto Vollmer, Caracas. Para un estudio de La maja criolla en relación al relato autobiográfico de Reverón, con extensas transcripciones de los diversos estados del manuscrito de Boulton, ver: Luis Pérez-Oramas: Armando Reverón: el lugar autobiográfico, en Primer Simposio Internacional Armando Reverón, Ponencias [Caracas: Proyecto Armando Reverón, 2001], p. 137 y ss., especialmente nota 28. Se recordará que T.J. Anderson fue el primer propietario de La maja criolla, y así aparece listado en la primera muestra retrospectiva de la obra de Reverón en 1955.
4 Ver Aby Warburg: Le Déjeuner sur l’herbe de Manet. La fonction préfigurative des divinités élémentaires païennes pour l’évolution du sentiment moderne de la nature, en Aby Warburg: Miroirs de faille à Rome avec Giordano Bruno et Édouard Manet, 1928-9 [Ed. Maurizio Ghelardi, Paris: Le presses du réel, 2011]. p. 125.
5 Ver Charles Baudelaire: Le Peintre de la vie moderne (1863), en Ecrits esthétiques [París: Union générale d’éditions, 1986] p. 385), ed. en español, El pintor de la vida moderna, edición por Antonio Pizza y Daniel Aragó, traducción por Alcira Saavedra [Murcia: Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos, Librería Yerba y Caja Murcia, 1995] p. 110.
6 Ver Luis Pérez Oramas: Op. cit, nota 28, p. 166.
7 Ver Luis Pérez-Oramas: Armando Reverón: La gruta de los objetos y la escena satírica, en Armando Reverón. El lugar de los objetos [Caracas: Galería de Arte Nacional, 2001], p. 34.
8 Ibidem, p. 37, fig. 24.
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