Por CLAUDIA CAVALLIN
Cuando las distancias geográficas se unen, en una conversación se puede valorar la hibridez curiosa de los husos horarios, el equilibrio apartado de los amaneceres de un continente que se juntan a los atardeceres de otro, para describir el punto de encuentro con la literatura de Ariana Harwicz. Como en su escritura, el sonido particular de los pájaros trinando es un eco cercano a sus palabras que refleja una zona natural del campo francés, donde ha vivido desde 2007. Su primera novela, Mátate, amor (Mardulce, 2018), abre diferentes modos de narrar la sensibilidad de los cuerpos que habitan espacios disímiles. Posteriormente, Matate, amor fue adaptada al teatro y este año será llevada al cine por Martin Scorsese, bajo la dirección de Lynne Ramsay, y con Jennifer Lawrence como protagonista. Su cuarta novela, Degenerado (Anagrama, 2019), inicia una historia sobre un proceso judicial que luego podría compararse con las ideas de Perder el juicio (Anagrama, 2024). Como dice Harwicz, se escribe una novela cuando se está en desacuerdo con el sentido de las palabras.
Claudia Cavallin: Quiero iniciar con la imagen de tu novela más reciente: una fotografía de “Pierre y Paulette besándose en el café Chez Moineau” (1953) en París, de Ed van der Elsken. El beso, como el de Klimt, ya cuenta una historia de pasión que luego tambalea en diversos amores que se suspenden al “perder el juicio”. Como el título de la obra, la protagonista intenta sobrevivir el caos en su mente para tener hijos, para volver a una tradición que no coincide con los tiempos, para llegar a un punto de quiebre que se mueve en los mundos (en escritura, entre las letras redondas y cursivas, o los diálogos que se reducen a letras pequeñas). ¿Crees que ese beso profundo es la unión que activa siempre la frustración que viene después en los personajes de tu obra?
Ariana Harwicz: Sí, obviamente el punto de partida o de inicio es un beso, ese beso concentrado y cristalizado en la foto que, además, es una foto de guerra, una foto bélica, que lleva dinamita y violencia dentro. Es un beso francés y allí está todo el entramado novelístico de la obra. Siempre las portadas son como el lightboard de la novela. Allí lo que la novela no dice está en la cubierta. En el caso de Degenerado, sucede lo mismo con la liebre colgada que aparece en la portada. Obviamente, esa fusión erótica o libidinal del beso en la foto cristaliza el submundo de la violencia, y la posibilidad de ejercerla en el mundo donde habita una pareja.
C.C.: Recordando la figura de la madre, en tu novela Matate, amor una madre frustrada, a quien le gustaría tener como vecinos a Egon Schiele y Lucian Freud, cría a su hijo con una mano que prepara la comida, mientras con la otra se apuñala. Volvemos ahora a la identidad maternal en tu nueva obra, una identidad duplicada también en los mellizos que se mueven en el tiempo. ¿Crees que la idea de tener un doblez en la figura materna frustra “el autorretrato de las mujeres que son más Francis Bacon que Mary Cassatt”? (Rumaan Alam, The New Yorker)
A.H.: Es una buena pregunta porque, como recordás, los trazos pictóricos, las citas, y el entramado de mis novelas incluyen referencias como en Mátate, amor, y ese deseo de tener de vecinos a Lucian Freud y Jean Simmons, o a Francis Bacon, se une a la frase sobre mis madres, que son más expresionistas que clásicas. En todos mis personajes maternos hay símbolos importantes. En cada una de las relaciones maternales está esa especie de bomba de tiempo, de contrarreloj, de alguien que va a explotar, y allí he puesto el minutero entre una imagen y otra. Hay una oscilación bastante peligrosa y creo que, en las novelas, la idea de la maternidad es susceptible de desatar una guerra o una batalla campal, un asesinato, o un crimen. Siempre hay un péndulo psíquico o solo visual entre mis madres. En Matate amor y, sobre todo, en Perder el juicio, aparece un juego asociado entre un autorretrato y otra figura de la madre. Son las dos y, sí, hay como una bipolaridad que se puede ver bien en la pintura.
C.C.: En esta historia, las heridas, los tajos, la ruptura dolorosa de un cuerpo también pueden ser los símbolos o las grafías que permanecen en la piel ante el dolor. ¿Violaciones entre esposos en una cama común bajo un mismo techo? ¿actos que terminan en reconciliación, aunque causen un profundo dolor y frustración? ¿Crees que, en la novela, el cuerpo y más allá, las relaciones entre los cuerpos, son otra manera de narrar partiendo de las heridas de una mujer?
A.H.: El símbolo de la novela es esa discusión política, pero también profundamente real, entre dos esposos viviendo en la misma cama lo que es una violación o no. Porque ¿cómo podemos saber?, ¿cómo podemos sentir?, ¿cómo podemos pensar el deseo del otro? ¿Cómo podemos adivinar lo que lo articula o la manera de decirlo? Es el problema, incluso la manera del discurso y del lenguaje, lo que lleva a una limitación, porque nunca se sabe nada en el fondo, aunque el otro diga «sí», «sí es sí», «no es no». Está bien estipular ese acto, porque algo hay que delimitar, es necesario. Sino estamos viviendo en la incertidumbre absoluta. En la locura. Pero, aún así, no podemos saberlo todo. Quizás es una novela política pero también de juicio, en el sentido en el que pone en ese acto entre los esposos el gran problema del misterio, del malentendido, de la dificultad de ejercer el poder desde un lado, desde el otro. Legislar ese poder y establecer un arbitraje justo, si es que hay una noción de la justicia, pone en jaque o en duda todas las nociones en la novela. Todo se pone en acto: el acto de secuestrar hijos, de perder el juicio, de no saber si es violación o no en la cama, de estar viendo si hay un juez o no hay un juez. Es judicializar el deseo, el amor, la penetración. Es un poco una puesta en escena de todas esas categorías y también una mirada crítica, desconfiada, de la época.
C.C.: Como señalas, en Perder el juicio “El amor es la indefensión máxima”, “es un estado doloroso”, incluso un acto pederasta. Usando las profundas frases que se insertan en tu novela, ¿Cómo definirías las múltiples caras del amor que en ella se encuentran?
A.H.: Creo que todas las metáforas hacen eco, dan sentido, e imponen un abismo con el mismo título de Perder el juicio. Perder la cordura, perder el proceso judicial, perder las instancias de justicia y los tribunales, con jueces y magistrados, y perder la cabeza, obviamente, conforman toda una red que intenta tejerse en la novela. Te preguntas, como quien ata algo a un cuerpo, una y otra vez lo mismo. Todo el tiempo se usa ese léxico, esa jerga judicial para tratar de imposiblemente definir el amor. Sí, creo que el amor en mis novelas excede el juicio. Quizás Perder el juicio es la que más lo destaca. Pero Degenerado también es absolutamente jurídica. Todas mis novelas tienen una lengua judicial para pensar el amor. El deseo, el erotismo. El amor maternal, el amor de pareja. Siempre lo dividimos, pero el amor es solo un sentimiento ¿no? Y siempre está visto desde la perspectiva de una bóveda judicial porque, justamente, el amor es peligroso. El amor nos lleva a matar o a que nos maten, a cometer delitos, a transgredir la moral. El amor tiene ese poder de incitarnos a cometer actos inesperados, a quienes no hubiésemos imaginado nunca hacerlos, porque nos ponemos del lado del campo del bien y la racionalidad; el amor es profundamente violento y la violencia está muy ligada a la trasgresión de las leyes. Esa idea de que el amor nos pone a salvo de la locura o de la violencia, es obviamente inocente y contra natura para mí.
C.C.: Ya que mencionas Degenerado, un monólogo, un hilo de voz que se enhebra “en la mente como un trineo inmundo” aparece otro cuerpo, “cuya tipología no debería existir”. El que narra dice que nació de su madre como un cangrejo para atrás, destrozándole el sexo. En Perder el juicio, ¿aunque un cuerpo femenino sea castigado el ego de ser padre sobrevive siempre?, ¿y no es el acto sexual una forma de destrozar desde el placer a las más débiles?, ¿ocurre que la maternidad puede ser una prueba del sometimiento que nunca puede ser enjuiciado?
A.H.: Lo que mencionas son todas alusiones muy interesantes, o citas centrales de las obras. Es bueno poner a dialogar la violencia de los dos textos, las frases más icónicas o sobresalientes sobre el acto de parir, o el acto de engendrar, o el acto sexual consumado. Hay una cosmovisión aquí, como la visión filosófica del sexo; y del sexo al nacimiento hay una visión muy mortuoria y sanguinaria, criminal, extrema. Efectivamente, es un acto casi de terrorismo, de sometimiento y de liberación a la vez. En ese sentido, trato de que mis libros no condenen la maternidad, ni mucho menos el amor, sino que los muestren en una dimensión absolutamente doble.
C.C.: Volviendo a Perder el juicio, el símbolo de las rutas, del espacio para ralentizar y clavar los frenos, de detenerse para asumir la necesidad de los cuerpos y volver a moverse ¿es algo similar a los espacios de escritura? Si es así, no solo la novela se lee como en un tránsito de las palabras que no se detienen, sino que, en otras historias hay rutas móviles para los lectores que transitan por ellas. ¿Tu escritura es como una conexión entre caminos que nunca se interrumpen? ¿Nos movemos los lectores en tus obras?
A.H.: Existe una posible analogía o cruce entre las rutas reales y los caminos que están omnipresentes en Perder el juicio, pero también en Precoz (Mardulce, 2015), pues son todos caminos sinuosos que serpentean, que están siempre al borde de un abismo, repleto de pedruscos, piedras, bancos de arena, ríos. Hay toda una geografía aquí también. En la escritura existe una especie de cartografía limítrofe de las rutas. Mucho más que en Precoz, en Perder el juicio aparece toda la novela en un recorrido. Creo que sí, que se podría hacer, según lo que planteas vos, un camino o un mapa sobre cuáles son las rutas de la escritura. La escritura también permite el tránsito por caminos difíciles, nocturnos, peligrosos. La escritura los transita conectándose con un mapa cerrado, donde esas rutas pertenecen a un paisaje inventado, un lugar que no existe y está ahí.
C.C.: Ya para finalizar, me mudo a otro espacio de tránsito valioso. En otras entrevistas dices que «un artista no se puede reducir ni a su identidad, ni a su ideología, ni a su género» Si la libertad de la escritura no reduce, sino multiplica lo imposible ¿Hasta dónde puede llegar el poder de una escritora?
A.H.: Como lo dije antes, por su puesto, una artista o una escritora no se puede reducir o pensar únicamente desde el género, la identidad, la religión, la sexualidad, ni nada, pues no se puede reducir. No tiene sentido. La escritura es lo contrario a la identidad. La escritura abre la identidad, la niega, la refuta. La escritura es multi-identitaria y a mí ni siquiera me gusta la palabra identidad. Estoy segura de que una persona es infeliz cuando es catalogada de una sola forma. Está de moda, por muchas razones, pero una persona que solo es algo, es absolutamente imposible. Es como una cárcel, como un infierno, una condena, una punición. Estoy segura de que en las sombras y en la oscuridad, en la clandestinidad, alguien es otro, y quizás su contexto es lo contrario. Una persona que se congela y se cristaliza, representando una sola existencia, es aburridamente repetitiva. Es como estar en un día eterno, que permanece igual. Lo que hacen la novela y el arte es abrir, implosionar y destruir totalmente los sentidos. Generan desconcierto, misterio en la identidad. Aquí, la escritura no tiene límites.