Por MANUEL MALAVER
La verdad escrita, pero bien escrita, sin duda que está fue siempre la idea esencial del periodismo que palpitó en los quehaceres del redactor, editor y director Argenis Martínez.
Un cincelador del oficio que nos dejó el pasado 24 de junio y cuya impronta en todas las ediciones, cuerpos y páginas que le tocó cerrar en El Nacional quedarán como prueba que de los medios impresos pueden acosarse pero no extinguirse.
Nos conocimos una noche del finales de los 80, en su oficina de la sede del ya imprescindible diario en Puerto Escondido, y, acompañado de otro mago de esos trajines, Alfredo Álvarez, me propuso que asumiera la dirección de Feriado, la revista dominical que era la mejor del país en aquellos días.
No dudé un solo instante, primero por el reto que de repente y sin esperarlo Argenis me ponía en las manos y, segundo, porque escapar al embrujo de sentirme bajo el cobijo del ya difundo pero inmortal Miguel Otero Silva me resultaba imposible.
Y así empecé mi historia al lado de Argenis Martínez, un editor para el cual no existían noches ni días para no estar pendiente de lo que se pautaba, cómo corrían los datos, las sospechas, los rumores, lo que se confirmaba o no se confirmaba, y después, la primera versión de la escritura, y la segunda y la última, que era ya el parto o final feliz de una aventura traducida en reportaje, reseña o entrevista.
Creo que este era el momento primordial, el vital, el raigal, en el viaje que día a día realizaba Argenis Martínez por la sala de redacción de El Nacional y en el que podíamos aprovechar mejor “esas correcciones”, o “sugerencias”, o “tanteos” que siempre fluían suaves, amables, tranquilos y persuasivos.
Era un periodista de recuerdos y hacía parte de la tercera generación de comunicadores que ingresó a El Nacional, creo que a comienzos de los 80 y por eso había conocido al fundador y director, Miguel Otero Silva, con quien había gastado mañanas, tardes y noches oyendo la historia del periódico, de su nacimiento y crecimiento, de su enfrentamiento con la dictadura del general Pérez Jiménez y después de su hechura, formación y cristalización como el mejor periódico de la historia venezolana.
Otero Silva era también la historia de la Venezuela del siglo XX (había nacido en 1908), contada por su mejor narrador y uno de sus mejores novelistas, poetas y periodistas y aquí estaba este aprendiz del periodismo trascedente oyendo y anotando, grabando y recordando, para transmitir después a quienes tuvimos la suerte de compartir con Argenis el afán de agregar continuidad a lo que ya era cultura y tradición.
En ese culto compartió obligaciones y trabajos con Pablo Antilllano, Miyó Vestrini, Rómulo Rodríguez, Elizabeth Araujo, Aquilino José Mata, Alba Sánchez, Sergio Dahbar, Roland Carreño, Soledad Mendoza, Eduardo Delpretti, Alfredo Sárchez (solo nombro a unos pocos), y tantos otros que andábamos por la redacción “esperando a Argenis”, para que nos diera noticias, si nos consiguió el “dato perdido” o si había que establecer algún “otro detalle” a la pauta.
Aunque, literalmente, nunca tenía tiempo para perderse en conversaciones, tuve la suerte de animarlo a conversar conmigo sobre temas que no eran del interés de nadie pero que se volvían deliciosos e interesantísimos cuando Argenis se animaba a contarnos su historia, su origen y cómo se habían convertido en íconos de la cultura o del consumismo contemporáneo.
Una vez se largó a contarme la historia del ron, cómo lo habían descubierto en el siglo XVII los esclavos negros que trabajaban en los centrales azucareros de Jamaica, y percibieron que en el bagazo de la caña refinada había un residuo que se podía destilar y salía una bebida deliciosa. Así llegó, primero que a Cuba, a la Marina Británica, y después a los degustadores del mundo hispánico que la consideraron como suya, y crearon marcas en Cuba, Haití, Venezuela, Colombia que hacen las delicias del mundo. “Yo sé que vivimos en un país whisquero, pero yo me defino como ronero”.
Por esos “descuidos” en la redacción también podíamos enterarnos de “lo último” en la literatura colombiana, peruana, chilena, mexicana, argentina y venezolana. Un lector empedernido, en definitiva, que, además, participaba en la primera línea de la redacción e impresión del periódico más leído del país, de esa producción entre coloquial, literaria y documental que ya se guarda entre bibliotecas y archivos como la prueba de un país que mientras El Nacional se recuerde y extrañe, regresará un día a buscar y celebrar a sus creadores.
En Venezuela, el régimen o la dictadura, o el totalitarismo, insiste en borrar el pasado, en desaparecer el pensamiento y su realización que es la razón de ser de los medios impresos.
Primero en la lista, El Nacional y su director, Miguel Henrique Otero, y, con ellos, toda la historia y los nombres de quienes alguna vez o permanentemente se mantuvieron en los talleres, en la redacción, en la imprenta, para que no faltara en las manos de los lectores el diario que, desde su nacimiento, se acostumbraron a no desprenderse de él.
Pero afán inútil, orwelliano y contrario a la decisión de periodistas como Argenis Martinez que, a pesar de que ya no se encuentra entre nosotros, será recordado como cronistas de la talla de Juan de Castellanos, José Oviedo y Baños, Francisco Herrera Luque, Miguel Otero Silva y Enrique Bernardo Nuñez, que escribieron para que el país que se llama Venezuela sea Eterno.