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Archivo, memoria y un país en todas partes

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Por DANNY PINTO-GUERRA

A finales de este año se habrá cumplido una década desde el estreno del documental Tiempos de dictadura y todavía lo seguimos viendo como algo que nos sacude un presente enquistado, y a la vez como una seria y profunda reflexión sobre un período muy oscuro del siglo XX. Carlos Oteyza, escritor y director del documental, no ha descansado ni antes ni después de la difusión de ese largometraje, pues en estos diez años también ha cubierto con rigor histórico y narrativo los dos mandatos de Carlos Andrés Pérez y la vuelta a la democracia tras el Pacto de Punto Fijo previo al gobierno de Rómulo Betancourt. También cabe mencionar la dirección de El pueblo soy yo, cuya producción estuvo a cargo del historiador mexicano Enrique Krauze, pero que ha estado censurado en Venezuela por motivos políticos. Censura y prohibición siguen siendo sombras que no han dejado de acecharnos desde que tenemos memoria. ¿Pero qué tanta memoria tenemos si los tiempos y los gobiernos no cesan de erosionarla hasta su desaparición? Sostenemos una frágil y fragmentada memoria con fotos de unos y relatos de otros, pero ¿qué pasará cuando ya no haya quien nos relate y repase la Historia o cuando el papel no aguante más y ceda al tiempo y la desidia?

Ya hace bastante que se viene hablando de la desaparición de medios radiofónicos, audiovisuales e impresos en la Venezuela del siglo XXI, aunque no solo por razones estrictamente ideológicas, sino también por la falta de inyección y seguimiento en políticas culturales a instituciones como Fundarte, el Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC), la Fundación Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg), el Archivo General de la Nación, la editorial Monteávila, o proyectos como Biblioteca Ayacucho, hoy en día carentes de gestión y en parte abandonados en una oscuridad llena de moho y escombros. No obstante, siempre cabe la gran posibilidad de que ese sea el proyecto: que olvidemos nuestro pasado. Parece mentira, pero ya hay una generación entera que ha nacido y crecido sin la presencia de Radio Caracas Televisión. De la misma manera, en su momento se hablaba de la visita de Gardel a Caracas, pero a la vez ya no había nadie que señalara el lugar donde se alojó, el Hotel Majestic, y esto es porque ya no existe debido al «pragmatismo» de Marcos Pérez Jiménez, quien ordenó la demolición de esa «lujosa, magnífica fantasía» donde durmió el cantante argentino. Dice Elisa Lerner en su crónica «El día que me quieras»: “El derrumbamiento del hotel fue, casi, como aniquilar el sueño gardeliano de mi niñez. En mi imaginación, Carlos Gardel se había convertido en el último, único y valedero inquilino del Majestic…”.

Como a la joven Elisa, nos han ido aniquilando el sueño de encontrarnos con el país que fuimos, con los canales y programas de televisión con los que crecimos, con las páginas de las revistas, suplementos y periódicos que nuestros padres y abuelos leyeron, con la riqueza de una literatura que, en muchos casos, preservamos en ediciones amarillentas y/o en fotocopias. Pese a eso, prevalece la resistencia al olvido y encontramos la imperiosa necesidad de preservar la memoria de un país que ahora está en todos lados.

En Argentina, desde hace años ha habido un interés por recuperar voces del pasado con la intención de dialogar con el presente. Son numerosos los proyectos editoriales en los que se rescatan y resignifican a autores y sus obras, siendo esto justo ejemplo de lo que hablamos cuando hablamos de resguardar la memoria de un país, en este caso, por medio de su literatura. Voces como las de Sara Gallardo, Charlie Feiling, Héctor Libertella, Miguel Briante, Dalmiro Sáenz, entre otros, se pueden hallar en sellos editoriales contemporáneos que consiguen revalorizar una literatura y una cultura cuyas generaciones agradecen. Mientras las voces actuales se universalizan, las de otras épocas son reapropiadas por una nueva marea de lectores más abierta a otros códigos, formatos y convencionalismos. Cabe preguntarse dónde queda y a dónde va nuestra literatura en tiempos de cambios y algoritmos.

Desde la segunda década del siglo XXI venimos atravesando un hecho inédito y trascendente en nuestra sociedad al convertirnos —poco más de 6 millones al momento de escribir este texto— en un país migrante, y desde ese momento volvemos a sentir la necesidad de documentar el momento, primero, y revisar(nos) la historia luego. En una charla surge la expresión de literatura en casa y transterrada y nos damos cuenta de que estamos más aferrados a una pertenencia sin importar las latitudes y diferencias culturales. Así como hay quienes dicen que comen más comida venezolana desde que viven en otro país, también estamos los que acudimos con mayor fervor a nuestra literatura y nuestra historia, aunque estemos en otras tierras. Sin embargo, no se trata solamente de la profundización de un sentido de pertenencia, sino más bien de la oportunidad de, nuevamente o por primera vez, universalizar eso que, sin necesariamente ser formalistas, podríamos llamar venezolanidad. Si retomamos el concepto desde nuestra literatura, ya hoy podemos afirmar que la poesía de Hanni Ossot o Miyó Vestrini (2019) no solo nos pertenece, sino también a una comunidad angloparlante gracias a la labor de Letra Muerta y Kenning Editions; o que una de las mejores ediciones de Ifigenia(2016) de Teresa de la Parra ha sido traducida al portugués por la editorial Carambaia en Brasil; o el alcance enorme que tienen las bibliotecas digitales de El Taller Blanco Ediciones y Banesco en donde se pueden conseguir textos de Victoria de Stefano o Ednodio Quintero sin importar en qué parte del mundo estemos; o que desde Uruguay se gestó una merecida reedición de Casas muertas (2018) de Miguel Otero Silva por la editorial Sorojchi; o que desde casa tengamos un excelente espacio de conservación y acervo visual como el del

Archivo de Fotografía Urbana; o que el rescate de la obra de Susana Rotker llega en un momento de altísima vigencia en una región atravesada históricamente por la violencia; o que en un país rico en producción narrativa los cuentos de Salvador Garmendia y las crónicas de Elisa Lerner estén hoy en día circulando en ediciones de lujo por la editorial Los cuadernos del destierro en Argentina; o, más recientemente, que desde Chile la poesía de María Calcaño vuelve a estar al alcance en una hermosa edición digital por Casajena editoras. La lista pudiera seguir ampliándose y aun así quedar corto por tantos proyectos y propuestas que apunten, precisamente, al rescate de la memoria literaria, el espíritu y el lenguaje de un país.

La época está a solo pasos de una épica en la que no haya más fronteras y todos tengamos la posibilidad de acceder a una literatura que no deja de reescribirse y reeditarse. La nueva Biblioteca de Alejandría ya no le teme al fuego, está hecha de bits y cada día llega a nuevas interfaces y formatos, pero sí depende de una comunidad que cuide sus cimientos y pilares, que le dé forma y fondo a todo ese contenido que no para de regenerarse, y nos permita a una sociedad globalizada gozar de nuevos sentidos y significaciones. Nosotros, un país en casa y transterrado, seguimos teniendo la llave que abre la puerta a un imaginario aún no explorado a plenitud, a una memoria cuya voz puede cantar todavía y, quizás, ahogar un poco el ruido de los sables.

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