Por HELENA ARELLANO MAYZ
«La prueba de la moralidad de una sociedad es lo que hace por sus niños».
Dietrich Bonhoeffer
La idea de hacer este proyecto se gestó dentro de mí en el comienzo de 1996 durante un frío invierno. «Porque una semilla puede estar quieta en la tierra durante meses, años, pero en su oscura permanencia nunca deja de desear el agua, de esperarla. Espera el agua y la fuerza que le permita romper el tegumento e iniciar su ascenso hacia el universo de luz y de la respiración y descubrir finalmente la forma que desde el principio la había sido destinada en el mundo», escribe Susana Tamaro en Cada palabra es una semilla.
Dibujé por primera vez una flor de riqui-riqui ese enero frío, muy frío. Hacía 2 ºC y vivía en Francia. La profesora de dibujo decidió, dado el día gélido, que pasaríamos la tarde en los invernaderos del Jardin des Serres d’Auteuil. Cuando me vi sentada bajo una estructura de vidrio, en un ambiente de calor y humedad artificial, rodeada de plantas tropicales, sentí vergüenza. Caí en cuenta de que había tenido que atravesar el océano, cambiar de continente e instalarme a vivir en otra ciudad, para contemplar con detenimiento las matas que pululan en cuanto jardín conozco de mi Caracas natal. Parece que por demasiados años había actuado sobre mí el anestésico de la familiaridad, o que finalmente la distancia ampliaba mi perspectiva de aquello que tenía más cerca, o que simplemente —hasta entonces— no había aprendido a ver. Recuerdo que aquel frío día de invierno también circulaba por el jardín climatizado una clase escolar de niños de unos ocho años de edad. Iban con la tarea de aprender a reconocer las plantas tropicales por su nombre botánico. Quedé impresionada por el interés que le dedicaban a la botánica los pequeños franceses. Ese enero invernal marca la génesis de este libro. Años más tarde, inspirada en la lectura de Disegnare un albero, de Bruno Munari, comencé a pensar en concebir un objeto educativo y lúdico que enseñara a los niños venezolanos a reconocer las hojas de los árboles propios de su paisaje natural. Algunos quizás, así como yo hasta muy tarde, no habrían tenido quién los enseñara a interesarse, distinguir y conocer los árboles de un país de naturaleza abrumadora como es Venezuela.
Esta publicación fue concebida para salones escolares, para ser donada a instituciones educativas. Presenta apenas quince árboles de nuestro muy verde paisaje. Por cada árbol, en láminas separadas se incluye una fotografía de las hojas, un dibujo de la silueta de la hoja y flor, y una breve información botánica de la especie. Arboleda tropical no pretende ser una guía botánica, más bien es un objeto para recrearse, re-crear diversas versiones de nuestros árboles y de árboles imaginarios. Contiene un tronco genérico en rompe-cabeza para armar e idear actividades. Sobre todo busca fomentar una real reconexión lúdica con la naturaleza. Conocerla mejor, aprender a nombrarla, hará a los niños apreciarla más. Este libro desea sembrar en sus lectores amor consciente, ayudarlos a pasar de la contemplación a la valoración a través del conocimiento y el juego.
Elegir divulgar y rescatar algunos de los árboles venezolanos para el conocimiento de los niños del país no es un tópico anodino. La palabra «árbol» tiene una fuerte carga simbólica. Entre los celtas, cada árbol tenía su propia fuerza espiritual. En la mitología nórdica el roble tiene una dimensión sagrada y Yggdrasil es un fresno perenne a partir del cual se explican los diferentes mundos y sus conexiones. El melocotón en la cultura china evoca la inmortalidad y el olivo, para los griegos, simboliza paz y prosperidad, sabiduría y victoria. La higuera en la tradición indo-mediterránea se asocia a ritos de fecundidad y al conocimiento superior. En el Génesis del Antiguo Testamento se habla del «árbol de la vida» como una alegoría para explicar la existencia humana en relación con el Creador y en la Cábala judía representa la unión espiritual entre Dios y los hombres. Detenerse en los árboles como símbolos implica buscar, mirar en forma ascendente hacia aquello que prevalece, inclusive entre ruinas: el lugar y la naturaleza. Es un re-conocer sus raíces y ver hacia lo alto, más allá, como los árboles. Ellos, erguidos, buscan luz. Buscan cielo. Buscan paz.
Fundación Empresas Polar ha demostrado un probado compromiso con el país, en particular con la educación. Agradezco el apoyo brindado a este proyecto cuando la fundación alcanza sus 46 años de actividades. En estos complejos momentos, la iniciativa de publicar un libro significa un tenaz esfuerzo a contracorriente, río arriba, contra un caudal desbordado, lleno de lodo, piedras, peñascos y podredumbre. El país vive tiempos difíciles y cada quien, en soledad o en compañía, lejos y cerca, reúne fuerzas para animarse, para mover los remos de su potencial creador y así llevar su barca, individual o mancomunada, a puerto.
Hace un tiempo, conversé frente a una tanquilla de electricidad con el impresor de este libro, Javier Aizpurua. Él me mostraba unas hojas verdes que se exhibían rebeldes por una rendija en la acera de concreto.
—¡El trópico es impresionante! —exclamó—. No sabes las veces que hemos arrancado, cortado, hecho lo indecible para acabar con esta planta. Puede dañar los cables pero mira cómo vuelve a pujar.
Observé con atención las ramas y hojas que se asomaban por la hendidura entre el cemento y las puertas de metal.
—Sí, así vi esta mañana cómo brotaban hojas nuevas de un gigantesco mijao. Parecían un hijo del árbol —repliqué.
—¿Y, no has visto un mango en la segunda avenida de Los Palos Grandes? No sé por qué lo talaron, le prendieron fuego. Quedó un trozo de tronco fulminado pero si pasas ahora, te darás cuenta… ha vuelto a retoñar.
—Espero suceda así con el país —le dije.
—Así sucederá. Este trópico puja con fuerza.
Haber editado este libro-objeto se asemeja a aferrarse, a sujetarse con tenacidad como la indómita planta frente a Editorial ExLibris. Ella se niega a morir, extiende sus ramas, las hojas verdes pujantes de esperanza. Nos remite a esa naturaleza que resiste con voluntad, que retoña incluso en las circunstancias más adversas.
Aciago es no poder ver. ¿Cómo se aprende a reconocer los árboles si se está privado del sentido de la vista?
Tuve la oportunidad de acompañar a mi hermana y cuñado en un viaje organizado para concesionarios de la empresa Toyota de Venezuela, a Japón en el año 2005. En aquella oportunidad, me llamó mucho la atención el observar la profusa señalización para invidentes en las ciudades visitadas en todas las aceras, los cruces de calle, las entradas hacia los edificios, las gigantescas y concurridísimas estaciones de metro. Pregunté a la guía del grupo si la población de ciegos era más numerosa en el archipiélago nipón. «La población de invidentes corresponde a la media mundial. La señalización se hace por respeto, por respeto al otro». Aquella respuesta quedó gravitando en mí: por respeto al otro. El respeto a la diferencia de ese otro. Al ciego que no puede ver. Respeto a aquel distinto a mí.
El respeto a permitir el disentimiento, a no coincidir en las ideas, en las formas o maneras del hacer, de actuar ha faltado en Venezuela. Saber respetar que otro no piense como yo. No vea las cosas como yo las veo. El ejercer una autoridad arbitraria que no abra espacio para un diálogo verdadero. En lo político, o en campos gerenciales, o en el campo de la salud, existe una distinción importante entre la noción de lo «colectivo» y lo «común». Desde lo colectivo nacen las ideologías, las rígidas casillas, los formatos preestablecidos; en comunidad pueden coexistir aberturas de pensamiento, de coincidencias individuales, pluralidad para alcanzar una meta común. Al estrechar la distancia que nos diferencia crece el campo de lo posible.
En el caso de esta publicación nos hemos esforzado en pensar y respetar a otros, a considerar a aquel privado del sentido que permite observar el mundo externo: la vista. Aquel cuyo templo, al con-templar, es oscuro. «Lo que vemos no es sino la espuma de la luz», le escuché decir a físico. Lo que captan los ojos no es sino un reflejo de todo lo que contiene un haz de luz al toparse con la materia. Apenas la espuma.
Al dibujar con un lápiz, la mina siempre conserva espesor. El trazo resultante retiene anchura, superficie, lo que equivale a tener dos dimensiones. Sin embargo, en el sentido estricto de la geometría una línea tiene una sola dimensión, ello, en principio, la hace imposible de dibujar sobre una hoja de papel. Así son las verdades eternas, en última instancia, invisibles a los ojos. Dicen que sólo se perciben con el corazón. Resuenan como un trueno en la concavidad oscura y desgarran la bruma interior. Las re-conocemos, sin verlas. Para algunos, el ciego es aquel que ignora las apariencias engañosas del mundo, y se asoma al privilegio de conocer una realidad profunda, vedada al común de los mortales.
Con esta edición tratamos de hacer más que un objeto inclusivo, uno revelador de verdades que a veces no reconocemos. Así como los árboles están presentes todos los días sin muchos conocer sus nombres y características, a veces no somos capaces de darnos cuenta del hecho de que nosotros «vemos» y otros no.
En este libro, hemos querido incluir a esos niños y adultos capaces de vencer obstáculos, los que buscan y encuentran su camino en una espesa neblina. Si bien la edición es incapaz de reproducir el cálido olor a trópico, los intaglios que representan las hojas de cada especie desean ser herramientas para enseñar a conocer a través del tacto. Adicionalmente, hemos incorporado la breve descripción botánica en Braille de los quince árboles elegidos para este volumen. Este libro-objeto busca complementar todo aquello que el palpar, manosear y sentir una hoja vegetal puede transmitir a las yemas de los dedos.
La palabra «árbol» tiene su origen en el vocablo latín arbor. De allí derivan términos como «arbóreo», «arboleda» o «arbusto». También existen las palabras «arbolario» y «herbolario», relativas a las hierbas y a los árboles. Sin embargo, la palabra «arbolario», en Maracaibo, suele referirse coloquialmente a una persona de carácter muy extrovertido, muy alborotado, que hace mucho escándalo por poca cosa.
Este libro-objeto es un homenaje a la naturaleza expansiva, juguetona, bulliciosa de las hojas de nuestros árboles: «arbolarios» ellos, en la acepción maracucha. Me refiero a su efusiva expresión y la profusa opulencia de sus hojas. A su animada conversa rozándose unas a otras cuando sopla la brisa. Al rumor del aguacero cuando, al mojarlas, las embochincha. Al concierto de matices en verdes chillones con el que inunda nuestras pupilas de luminosidad. Al juego de sombras variando la temperatura bajo sus copas. A la abundancia de sus frutos y la suavidad de sus flores. A la gozosa melodía del trinar de los pájaros que hacen del tejido de sus ramas un jubiloso hogar.
Si bien Arbolada tropical es una invitación a regocijarnos ante la algarabía exultante, la exuberante fiesta a los sentidos de nuestros árboles, también lo es a cerrar y, al mismo tiempo, a expandir el foco de nuestra mirada. Tal como en la naturaleza existe unicidad vegetal y variedad tropical, cada ser humano es parecido en su especie, diferente en la diversidad de sus congéneres y único en su singularidad interior. ¿Por qué no orientarnos hacia lo común compartido, sin dejar de exaltar —con respeto al otro— lo individual de cada quien? Admiremos en la naturaleza las similitudes de la basta tropicalidad y aprendamos a nombrarla en sus particularidades. Así como, con los ojos, apenas somos capaces de ver la espuma de la luz, quizás, al detenernos en el minúsculo detalle alcancemos lo universal.
*Arboleda tropical. Concepto, dibujos, fotografías y texto: Helena Arellano Mayz. Coordinación editorial: Gisela Goyo. Fotografía Rosa de Montaña: Shingo Nozawa. Asesoría Botánica: Neida Avendaño. Diseño gráfico: Eddymir Briceño Venegas. Asesoría Braille: Daelis Alcántara Martínez. Impresión: Editorial Exlibris. Imágenes en intaglio: Taller de Artistas Gráficos Asociados Luisa Palacios, TAGA. Fundación Empresas Polar. Caracas, 2022.