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Árbol que crece torcido: guion para una clase

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Rafael Castillo Zapata (1958) es poeta, ensayista, investigador, docente universitario y uno de los conductores del programa radial Un minuto con las artes. Libro hito en la poesía venezolana de las últimas décadas, Árbol que crece torcido, primer poemario de Castillo Zapata, cumple 40 años de su publicación

Por MARÍA FERNANDA PALACIOS

Para Rafa, inolvidablemente

Hace diez años, celebrando los 30 de este Árbol, fui una de las catorce voces que leyeron sus cantos en un aula de la Escuela de Letras, fue un viernes, recuerdo, aquello fue muy sencillo, muy fresco, fue algo hermoso que me dejó esta alegría de volver a celebrarlo, evocando aquellas voces que la distancia ha hecho tan cercanas hoy. Aquel año me quedé con unas hojas de notas, obviamente torcidas en los márgenes del libro, y con las ganas de comentarlo en una clase; pero en verdad era una excusa para seguir leyéndolo en voz alta, una vez más… Algo que, de todos modos, a los pocos días pude hacer en casa, con Guillermo Sucre. Él, contento y sorprendido por la densidad del ritmo y la letra del poema pensó en la necesidad de añadirle a La Máscara un segmento más amplio del que ya esbozaba sobre Armando (Rojas Guardia), en donde las voces de Tráfico podrían hacerse presentes, cada una en singular. El tiempo no le alcanzó. Hoy, recordando ese anhelo, y mi clase frustrada, agradezco doblemente participar en este nuevo aniversario y saco de la gaveta aquellas apresuradas notas. Como dije, son apuntes al margen del poema, apenas el esbozo de una clase, un guion que transcribo casi tal cual. Confío en que otros, con más tino y más tiempo que yo, hallen aquí algunas intuiciones para que a este árbol jamás su rama enderecen y siga dando tanto de qué hablar y fabular a las generaciones que están por llegar.

| Propósito de la clase: 

Darnos cuenta de qué sucede cuando los cuentos de lo vivido se vuelven casi un canto: este libro es un poema. 

Intentar una incursión en el título del libro a partir de la dominante (musical) que su imagen infunde antes, durante y después de leerlo. 

Percibir, pues, la poesía desde allí, presintiéndola, olfateándola, saboreándola en la lengua, dejar que ella nos marque el compás, acompasarnos con ella.

2 Un efecto de resonancia: Árbol que crece torcido: un refrán trunco. Lo que falta no es que sobre, pero no está en el título. Aquello de «nunca su rama endereza» no es un nombre propio, el título sí y así es como se llama «esto»: el libro se presenta diciendo cómo se llama:  abro la puerta y entro… ¿y el refrán?  

—se queda por ahí rondando, ¡ya verán!  

Ah… what’s in a name…?  

Por algo lo bautizan a uno con un nombre… y al ratico ya te ponen sobrenombres… 

Sí, ya verán cómo ese título se va prolongando como un campanazo que se repite de tanto en tanto, y se lo escucha como un eco… su sentido se expande, se contrae. El título, como el verbo… se hace carne… y hueso… y va enfundando la voz que nos habla en el poema y desde él.  

Quiero decir que el título, como un epíteto, retumbando o empapando cada verso en tanto verso, se adhiere y cobra figura como la del muchacho aquél… «El que nace torcido». Y es como si dijera —«El de los pies ligeros», «el del rutilante casco», homéricamente, tal como podría sentirlo un muchacho cuando se presenta y te dice orgulloso como lo llaman. 

3 El poema se impone al lector como una caja de resonancia con un corto zaguán: una dedicatoria que casi se funde con el primer epígrafe lo dibuja amarrado en una tensa oscilación memoriosa «flexible como un puente de barcas— a las cosas que hice / y a las infinitas cosas que no hice/ a mi buena o mala leche, a mis olvidos».  

Así, el autor de la cita, Antonio Cisneros, aparece como el solista cómplice de un tono compartido, coral, de una melancolía que no consigue burlar, columpiándose en La guarimba encantada que es el título de esta primera parte del Poema y que enseguida te sale al paso con la rama «caída» de un árbol más viejo —es una cita de Juan Liscano— dándole nombre a la casa de la infancia en que transcurre su encantado desencanto.

4 Este segundo epígrafe se ensambla o se desliza en el poema encogiéndose para rodearse de un asombroso desamparo cuando su primer verso dice, solito, solamente: «A mí la poesía». Y encabalgando en corto con el resto forma una sobrecogedora secuencia de versos en escalera: 

A mí la poesía

me viene de mi madre

que más que nada fue costurera

pero escribía poemas en secreto

y lloraba en verso sus amores contrariados

Y a mí ese A mí la poesía… seguido de la amplia pausa del blanco de la página, así siga leyendo de corrido toda la estrofa, que todavía se prolonga siete versos más, a mí, repito, esta poesía imantada, tan íntima y conmovedora en el candor objetivo con que va juntando la escritura y la costura, me obliga a detenerme en estos primeros cinco escalones y subirla de nuevo, a deletrearla otra vez para coger aliento, y así con serenidad y temple, arranco a leer la estrofa siguiente con una hondura solemne y muy lento… «Victoriosa en su llanto »

[citar y leer en voz alta lo que falta de este canto]

Y decir cada verso y pronunciar los cuatro nombres finales de las cuatro poetas, como un salmo, un ensalmo que se ahoga en el pecho de aquel niño al que apenas le queda aire cuando dice «familia».  

5 Ya en el poema quedó dicho, que más que nada, la costura cuenta, aquí, pues, no hay puntada sin hilo, pero éste, como en la buena costura no se ve. Encantadas, las palabras enguarimbadas juegan a la ere de repente como un cadáver exquisito hecho con trozos de noticieros de Bolívar Films, Elite, Momento y el número aniversario de El Nacional… pero no son recuerdos enmarcados en un estado de ánimo, ni un desafío intertextual, son carteles, palabras, parole, parole, parole… Pasa que en la hoja ha penetrado de sopetón otra dimensión:  lo encantado de la guarimba que está y es el poema mismo en donde «De tanto estar en azoteas de pequeño» una memoria chisporrotea ahora de grande… la Singer pedalea sola, o el ruido ronco  del vino tinto viejo del Dodge, y las balas perdidas de la FALN dan en el blanco del corazón de palo equivocado… y en el cinturón del castigo y en el poste y la rabieta también desemboca la caligrafía enamorada de la madre: allí está la caligrafía que forman los relumbrones de la mente sin aviso y los encandilamientos que de golpe le daban de tanto estar en azoteas de pequeño… y  por algo a los que bajan de golpe les patina o los tuerce… y el poema recoge en estos cuatro cantos que vamos a leer en voz alta su invisible destreza para el arte en el trágame tierra confeso y convicto de su inutilidad diversa.  

6 La segunda parte queda para que la lean en casa o, mejor, fuera de la casa. Se acabó la guarimba y el encanto es cosa de cada quien. Cerremos la sesión volviendo al campanazo que dan los títulos y los epígrafes. Y mi comentario se va vuelto de golpe muy personal. ¿De qué trata?  «Es el amor» dice Borges, sí Jorge Luis Borges… lo dijo, y no es un tango: «Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.»

Los seis cantos siguientes, como el título del libro, también nacen y crecen bajo el conjuro de una frase trunca… Hay amores que nunca en la vida

Ahora no hay refrán, por lo tanto, tampoco moraleja. Quien no reconozca de dónde viene, mejor dicho, cómo suena esta frase… y cómo sigue… para mí está aplazado en algo mucho más difícil de reparar y más urgente de conocer que una asignatura. No necesitan por ahora leer la Fenomenología del bolero del propio Rafael Castillo Zapata, busquen esta frase en alguna red y escuchen la pausa que hace Tito Rodríguez después del «nunca»… Después lean el epígrafe de Alfredo Le Pera y comprenderán por qué, apenas leí por primera vez la segunda parte de Árbol… recordé «El amenazado» de Borges.  Mi papá y mi tío también eran tangueros y yo, inevitablemente, me enamoré de Gardel y por lo tanto sé que Alfredo Le Pera quiere decir «Volver»… y sé a qué se vuelve… y que una ciudad en un poema y en una canción no es sino un eufemismo del primer amor, el único…  porque nunca fue… y sigue siendo…  

7 Por último, leamos de nuevo en voz alta el canto sexto y último de La guarimba encantada, y el segundo y el último de Hay amores que nunca en la vida, recordando que el título se para en seco ahí, en la vida, mientras que el bolero sigue… y que sigue del mismo modo que sigue el refrán del árbol… sólo que éste tiene otro son, un guayabo que no es melancolía, ni taedium vitae, ni rabietas, ni, hélas, «caligrafía»… sino esta otra guarimba a la que nos arrimó el frenazo de un «nunca» sin olvido.

Guarimba encantada es magia cotidiana… lezamiana. Rafael Castillo es lezamiano casi, casi total. Pero Rafael no fuma. Él baila y bien… requetebien… y si en la prosa y el verso de Lezama se siente y se aspira el ritmo del habano y el danzón, la magia cotidiana de Rafael ritma la vida cortando el paso y enlazando con el brazo la frase suelta, trancando el sentido y cuando lo frena lo desliza. No lean este libro buscando un muestrario de imaginario alguno, elaborando repertorios léxicos o hazañas sintácticas. No es eso. Observen cómo cada hecho, cada episodio, que allí cae en la guarimba se encanta convirtiéndose en «cifra», en mito, en canto, y exprime cuanto cabe expresarse en la carga de silencio que este contiene y arrastra al leerse.

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