Apóyanos

Apuntes sobre la muerte del otro

Un ensayo que cruza tres lecturas: “Mineirinho” de Clarice Lispector, “Ética e infinito” de Emmanuel Lévinas y “El ser y el tiempo” de Martin Heidegger; de este diálogo, se desprende una cuestión esencial: la pregunta sobre la responsabilidad propia ante el morir de los demás

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En El ser y el tiempo, el ‘Gran Maestro Alemán’ conocido como Martin Heidegger sugiere que, ante nuestros ojos, la muerte de los otros patentiza –como a fuerza de contraste– el hecho de que nuestra propia vida continúa (1). De modo similar, en La legión extranjera –y no ajena a la obra de Heidegger entre sus influencias filosóficas– la escritora brasileña Clarice Lispector plantea casi el mismo asunto, pero desde un punto de vista que se me hace aun más inquietante: el de que mi salvación ha significado la muerte del otro (2). El primero habla desde el discurso filosófico sobre el ser, en un intento de definición de la muerte como elemento determinante de lo que somos; la segunda, desde la crónica literaria que, a partir del hecho puntual de la ejecución polémica de un criminal que era considerado una especie de Robin Hood brasileño, discurre sobre lo que la muerte del otro tiene que ver con mi vida.

La crónica de Lispector surtió en mí dos efectos extraños y casi contrapuestos, si tomo en cuenta la primera lectura que hice de ella, en oposición a las lecturas posteriores que, durante años –con la frecuencia obsesiva que origina aquello que nos mueve mucho– seguí haciendo. En un principio, el discurso personal, casi íntimo, en que la autora se refería a un tema de índole social, político y filosófico se me hizo terriblemente agudo: incisivo; me perturbaba tanto como me conmovía. No solo en mi propia posición ante la “pena de muerte” (¿la ejecución de Mineirinho puede ser calificada como tal?), sino en cuanto a mis nociones de justicia, libertad y egoísmo humano. Pensé: “Es cierto: innegablemente, la muerte del otro es el error que siempre me tranquilizará ver no cometido conmigo”. Heidegger tendría razón: la muerte del otro patentiza la continuidad de mi propia vida. Y pensar esto –saberlo como cierto– es fatal. No porque inevitablemente ese otro vaya a ser yo, tarde o temprano –cosa que sé– sino porque ese otro es un hombre cuya muerte no solo sirve para ‘evidenciar mi vida’ y tranquilizarme… sino para develar que, en lo más hondo, la vida humana me duele solo en cuanto mía, no en cuanto vida y menos en cuanto humana.

Y creo que eso no lo sabía.

Esta sensación provocó entonces, en mí, una reacción de rechazo instintivo, traducido en una lectura ¿crítica? del texto terrible. Lispector escribía hermosamente –pensé– no cabía dudar sobre eso, así que no lo hice; pero no podía perder de vista tampoco lo que implicaba su posición –su compasión– ante la muerte de un criminal; su evidente sentimiento de culpa por su vida ante la muerte del otro. No podía leerlo con ingenuidad, ni dejarme llevar por la obvia contundencia y hondo alcance de sus imágenes poéticas. Que “el otro” sea “mi error” y “mi espejo” no significa que mi vida y yo seamos un error también (2).

Ahora bien, antes de toparme con las reflexiones de Heidegger –que me inclinarían a confirmar lo temible en mi primera lectura de Lispector– hallé unas palabras de Emmanuel Lévinas que deseo reproducir aquí. Ética e infinito dice, textualmente, que “desde el momento en que el otro me mira, yo soy responsable de él sin ni siquiera tener que tomar responsabilidades en relación con él; su responsabilidad me incumbe. Es una responsabilidad que va más allá de lo que yo hago. (…) la responsabilidad es inicialmente un para el otro. Esto quiere decir que soy responsable de su misma responsabilidad. (…) el otro no es próximo simplemente en el espacio, o allegado como un pariente, sino que se aproxima esencialmente a mí en tanto que yo me siento –en tanto que yo soy– responsable de él”. Lévinas también afirma que “el decir es el hecho de que ante el rostro yo no me quedo ahí a contemplarlo sin más: le respondo” (3). Sin mencionar el suceso de la muerte, al menos no en este capítulo que cito, Lévinas aclaró para mí el conflicto suscitado por la sacudida lispectoriana. Así, comencé a leer otro recado en la crónica: no que la muerte del otro deba ser saldada por la mía propia, o siquiera que mi vida sea injusta ante la muerte del otro: no; es la vida del otro lo que debe ser respaldado por la mía. Sentí que la crónica de Clarice era su manera de responder ante este otro que, muerto, no podía hacerse responsable ya. Hablar ante el otro es, siempre, nuestra responsabilidad.

Percibo que los discursos de Lispector y Lévinas, a pesar de la distancia en sus tonos, coinciden en ver el hecho de la muerte como lo más íntimo y esencial del hombre: lo tratan como un asunto personal. En cambio, diría que Heidegger señala un hecho general en el hombre: algo inherente a la percepción humana, cotidiana; a la ilusión de vida eterna que suele tener todo individuo. Sería quizás demasiado señalar que, en tanto hombre, también el filósofo que produce esta disertación se halla sujeto a los vicios de percepción ¿y de carácter? que sus propias palabras señalan. Pues el Maestro solo está indicando los errores de percepción de nuestra psique, en tanto que estos contribuyen a la formación de nuestra creencia de lo que es la muerte –por ende, de lo que somos– desde nuestra propia subjetividad… que, después de todo, es lo único con que contamos para construir una “definición” del ser. Es solo de manera tangencial, casi inocente, que el filósofo saca a relucir ese átomo oculto en cada uno de nosotros que nos dicta –casi inconscientemente– que mientras sea el otro quien está muriendo aún no somos nosotros los que de manera tangible nos reconocemos como mortales. Más aun, Heidegger señala que ocurre casi el proceso inverso: si es el otro el que muere en lugar de mí, quizás sea porque yo no voy a morir. Y esto, claro está (y el filósofo nos lo recuerda), no conforma un razonamiento lógico ni empírico: sencillamente es lo que creemos, sin darnos cuenta, cada vez que la muerte nos ronda… cerca, pero no demasiado.

El discurso heideggeriano, en contraste con el de Lispector, y en el fondo también con el de Lévinas, no pretende insertarse en la subjetividad íntima de la opinión o la posición ética ante el morir ajeno, aun cuando provenga de la opinión de un hombre –cosa que no podemos olvidar– sino que pretende todo lo contrario: este tipo de discurso precisa objetivar la muerte del hombre para intentar explicar la esencia del ser en términos filosóficos. Criticarlo éticamente sería, tal vez, caer en un error de juicio… de la misma naturaleza, aunque en dirección opuesta, de mi error al releer el texto de Lispector. Lo que Heidegger plantea no puede ser tomado como una declaración ética individual, al tratarse de un discurrir filosófico sobre el ser esencial. Así como, de manera exactamente inversa, lo planteado por Lispector no podía ser tomado como una verdad universal, puesto que es una toma de responsabilidad personal.

Sin embargo, el filósofo que escribe también es un hombre ante su discurso, aun cuando nos olvidemos de verlo detrás de él. Y así, por esta misma distancia inocente y ‘objetiva’ con que nos habla, por su misma falta de posición subjetiva –por el mismo hecho de que sus objetivos disten de tomar una– se me hace que Heidegger falla a la hora de responder… en tanto que, porque no pretende hacerlo, no lo hace.

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Textos referidos

(1) Heidegger, Martin (2004). “El ‘ser ahí’ y la temporalidad” en El ser y el tiempo. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, p. 278.

(2) Lispector, Clarice (1974). “Mineirinho” en La legión extranjera. Caracas: Monte Ávila, p.p. 347-353.

(3) Lévinas, Emmanuel (2000). “La responsabilidad para con el otro” en Ética e infinito. Madrid: Visor/Machado, p.p. 89-96.

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Una primera versión de este texto salió publicada en Argumentos Literarios, revista nº 1, año 1, marzo-junio 2006.

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