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Apuntes para un homenaje a Victoria de Stefano

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Por EDNODIO QUINTERO 

Uno: Desde que leí Historias de la marcha a pie (1997), la opera magna de Victoria de Stefano, mi percepción de la narrativa venezolana contemporánea dio un giro radical. Aquella novela deslumbrante no se parecía a nada de lo que antes había leído en la obra de nuestros escritores, y si hubiera que relacionarla con otras literaturas me resultaba obvio pensar en los grandes autores europeos del siglo XX: Marcel Proust, Thomas Mann, Robert Musil, Robert Walser, sin olvidar el espíritu viajero de Sebald. Y en otros ámbitos, la presencia poderosa de Clarice Lispector y Virginia Woolf se hace sentir.

Dos: He tenido la inmensa fortuna de haber establecido unos privilegiados lazos de amistad con Victoria. Escribí el prólogo para la edición de Lluvia (2006) publicada por la editorial CANDAYA de Barcelona, España. Y en ocasión del Doctorado Honoris Causa que le otorgó la Universidad de los Andes en 2012 me correspondió el honor de realizar el perfil de la Doctora de Stefano.

Tres: Desde el 2018 tenía noticias de la existencia de una nueva novela de Victoria titulada Vamos, venimos. No obstante, los avatares de nuestro destruido país fueron retardando su edición hasta el punto que la editorial que había anunciado la publicación cerró sus puertas y el proyecto se quedó en el limbo. Por suerte, la persistencia de la editora Mariana Marczuk, que había sentado sus reales en Santa Fe de Bogotá, se impuso y la novela apareció en septiembre de 2019. La odisea que emprendí para hacerme con un ejemplar culminó a mediados de enero de este año cuando una amiga que viajó a Bogotá me la trajo. Y de verdad, señores del jurado, lo juro por Odín, que la larga espera para leer esta nueva y maravillosa novela valió la pena.

Cuatro: El sábado 25 de enero de este año anoté en mi Diario una cita de Vamos, venimos: “…la cifra pura y simple de la estéril, por inútil, espera de potencias ajenas a nuestro dominio, aquellas potencias de las que solo somos fantoches” (p 122). Antes, mientras me adentraba en la novela había registrado mis primigenias impresiones: «Una magistral y por momentos exhaustiva cartografía de los sentimientos, entrecruzada a la manera de un tapiz con el nervioso tejido de las emociones».

Cinco: Victoria de Stefano está cumpliendo ochenta años. Con motivo de esa fecha señalada, Nelson Rivera, desde El Papel Literario ha tomado la iniciativa de rendirle un merecidísimo homenaje. Al que me he sumado con todo gusto. El mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor es leerlo, y como lector de la obra de Victoria me referiré a vuelo de pájaro a su última novela, esperando que estas breves líneas sean una invitación para aquellos que aún no la han leído. Les aseguro que esa experiencia que los aguarda en el devenir nunca la olvidarán.

Seis: Leer Vamos, venimos, es un auténtico placer. Aunque en este breve texto no dispongo del espacio suficiente para hacer un análisis detallado de la estupenda novela de Victoria de Stefano, compartiré algunas observaciones que he venido anotando en una libreta. Al nomás comenzar la lectura, la calidad, la belleza y el encanto del lenguaje nos seduce. Sorprende el dominio absoluto que la autora ejerce sobre los instrumentos de la narración, la cadencia y el ritmo de la prosa, de un virtuosismo que me atrevería a calificar de único en nuestra lengua. Leemos como si nos deslizáramos por un tobogán o giráramos en una montaña rusa.

Siete: A Vamos, venimos se le puede aplicar a la perfección la sentencia de Chuang Tzu cuando escribe: “Las palabras no son una mera emisión de aire”. O la visión de la palabra que tenían los antiguos mexicas, tal como aparece en sus códices: una lengua de la que brota fuego, el fuego que arrebata y consume tu corazón de pedernal. En la novela de Victoria, su apuesta mayor, en la que no se ha dejado nada bajo la manga, entretejido en ese manto seductor del lenguaje aparecen los mil y un rostros de una serie de personajes que sin exageración alguna —en una dendrítica red que comienza en el vecindario de Juan, el protagonista narrador y su singular Madre y se extiende por los vericuetos de la historia familiar o por las centenares de referencias históricas, literarias, botánicas, musicales, filosóficas…, desde San Antonio Abad hasta Odiseo, pasando por unas arias de Puccini,  que tiene su apoteosis en un viaje, quizá último y no por ello menos iniciático de la Madre de Juan a Lyon, la ciudad más bella y fluvial de Francia, ciudad natal de Antoine de Saint-Exupéry—, digo, constituyen una auténtica y original comedia humana.

Ocho: Juan, llamémoslo el co-protagonista, ya bien entrado en los cuarenta y más cerca de los cincuenta, hijo único y consentido de mamá, luego de un “fracasado” periplo de dos décadas por Europa, cual Odiseo redivivo regresa a su antiguo hogar donde convivirá en una armonía un tanto edípica y a ratos idílica, ciertamente dialéctica, con su Madre viuda, “madre coraje”, súper inteligente, inconforme, viajada, con mucho mundo, vital y entusiasta. De los diálogos que a diario sostienen la singular pareja surgen mil historias que se van ramificando hasta el delirio. Similares, se me ocurre al recordar esas maratónicas sesiones nocturnas de Madre e hijo, a la Scherezada de Las mil y una noches postergando la llegada del amanecer, el hijo insuflándole vida a la Madre, o viceversa.

Nueve: Juan se sienta cada atardecer en el porche de su casa y al tiempo que observa las últimas luces que se hunden en la fosca noche y el ir y venir de los transeúntes a esa hora menguada, se dedica con nostalgia y devoción, y admitamos que con conciencia del fracaso, a “hundirse en sus cavilaciones furtivas”. Lo interrumpe la voz de su Madre: “Juan, ven, ven, la mesa está servida, mira que está haciendo frío”.

Diez: De la escena familiar anterior, que caracteriza la primera parte de la novela, ubicada en un solo ambiente, a la manera de un montaje teatral, el hogar que comparten Madre e hijo, pasamos a la segunda que se caracteriza por el movimiento perenne propio del viaje. El viaje que la Madre —Juan la llama siempre Madre, así con mayúscula— emprende en compañía de Leticia, compañera de infancia y su mejor amiga. La Madre escribirá un diario detallado, delicioso, sincero y preciso que el hijo irá conociendo y compartiendo con ella como si la hubiera seguido al igual que una sombra por las calles, museos, restaurantes, iglesias y caminos de Europa.

Once: Si dividimos Vamos, venimos en dos grandes capítulos, el sedentario y el peregrino, observamos que ambos resultan de la misma extensión, alrededor de 150 páginas. A la lectura un tanto sosegada del primero donde paladeamos la textura, densidad y riqueza del lenguaje, nos aguarda el siguiente y es ahí cuando la lectura se acelera. Por efecto de los apremios del viaje, el ritmo de la narración cambia. Estamos frente a una máquina de narrar que no nos da respiro, nos amenaza el vértigo y al mismo tiempo disfrutamos de la alegría de vivir de la Madre, su relación con la naturaleza, el vino, las comidas, las historias ajenas que no cesan, los paseos por la campiña francesa, la magistral descripción de personajes, la prodigiosa memoria.

Doce: Las referencias cultas y eruditas que habíamos disfrutado en Historias de la marcha a pie, se multiplican en Vamos, venimos, en particular a partir de la segunda parte. Estimo que son centenares, y sin embargo, en ningún momento dificultan la narración. Al contrario, agradecemos ver referencias a Yoko Ono y Juana de Arco, y enterarnos de la muerte a puñaladas en Lyon del presidente Sadi Carnot, en 1894, por parte de un anarquista. Y observamos consternados las desgracias de los artistas que murieron víctimas de diversas pestes, la mayoría en la flor de la edad: Schumann, Paganini, Donizetti, Purcell, Chopin, Maupassant.

Trece: En fin, historias que se entrecruzan, se ramifican, constelan entre sí y van tejiendo un tapiz donde aparecen muchas vidas evocadas por Juan, el hijo de la Madre, que sentado en el porche de su casa mientras aguarda la llegada de la noche sueña, recuerda, piensa. Más tarde hojea el diario de viaje de su Madre a ver si en aquellas líneas, como en un espejo, será capaz de reconocer su rostro de niño cuando se acercaba a una juguetería y “tiraba de la falda de su madre con implacable impunidad” exigiendo, en medio de un terrible pataleo de mocoso mimado el último capricho, un muñeco con la figura de Batman.

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