A la primera versión de Antón Chéjov. Una vida, la insuperable biografía de Chéjov (1997) escrita por el historiador inglés Donald Rayfield, le siguió, veinte años después, una segunda versión actualizada, ampliada y mejorada, traducida por Daniel Gascón y publicada en español en 2021 por Plot Editores
Por NELSON RIVERA
Hasta tres generaciones atrás, por vía paterna, los Chéjov eran esclavos. El abuelo, Yegor, el único que sabía leer y escribir en la familia, lograría liberarse de la servidumbre. Durante treinta años ahorró céntimo a céntimo parte de lo que ganaba como campesino y transportista del ganado de su Señor. En 1841 compró su libertad y la de su familia: en lo sucesivo serían parte de la pequeña burguesía. Yegor, un “tirano impenitente” (según Antón), excéntrico y feroz, impulsó el ascenso social de sus hijos, entre ellos Pavel —el segundo, nacido en 1865—, padre de Antón. De joven, Pavel desempeñó algunos trabajos menores, hasta que se estableció como dependiente en una tienda en Taganrog, la ciudad portuaria donde nacería Antón.
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Del lado materno había alguna semejanza: también habían comprado su libertad. Eran ucranianos, campesinos de empuje e iniciativa. Con ellos venía la predisposición a la tuberculosis, que había matado a varios miembros de la familia.
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Yevguenia —o Evguenia— era una mujer de voluntariosa resistencia: tuvo siete hijos; soportó la muerte de tres de ellos; padeció una existencia al lado de Pável, charlatán y despótico; se vio obligada a huir a Moscú por la bancarrota de su esposo; sufría de tuberculosis. Antón amaba a su madre, pero también la compadecía. De niño la escuchaba contar las historias del padre —abuelo de Antón—, viajero y comerciante de telas.
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Antón Chéjov nació el 16 de enero de 1860. Más que centrada en los límites de la familia nuclear, sus primeros años fueron de clan: estadías en los distintos hogares de las dos familias. Su infancia quedó marcada por las palizas y el terror al padre. No fue un buen estudiante. Era revoltoso e insolente. Con sus hermanos vagabundeaba por las calles, jugaba a la orilla del mar, cazaba pájaros, pescaba, se detenía a observar los sucesos de la calle.
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Al tiempo que errático comerciante, Pável Chéjov era un apasionado de la religión y la música eclesiástica. No queda claro cómo, pero en 1864 lo designaron director del coro de la Catedral, hasta 1867. Este cargo sería un castigo para los hermanos, obligados a participar y ensayar a costa del sueño, agotados y sometidos a constantes castigos físicos. Chéjov dijo más tarde: te sentías como “un presidiario”. Aquella experiencia ha sido señalada como uno de los factores que lo alejó de la religión activa.
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Los Chéjov fueron numerosos. Con Antón sumaron siete hermanos: cinco hombres y dos mujeres. La menor, Yevguenia, falleció muy pronto. Nacieron en este orden: Aleksandr, Kolia, Antón, Vania, Masha, Misha y Yevguenia.
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Pável —en una temporada de mejores ingresos— inscribió a Antón en el gimnazia, escuela de prestigio, profesores y alumnos de fama, determinante en su formación. Aquellas escuelas rusas eran semillero de revolucionarios y, también, vía de acceso al ascenso social para comerciantes, judíos y para la pequeña burguesía. A diferencia de lo que ocurría en su casa —Pável los golpeaba inclemente, hasta por los más nimios incidentes—, estaban prohibidos los castigos físicos. En una famosa carta Chéjov escribió: “Recuerdo que mi padre se ocupaba de mi educación, o, dicho de otro modo, aunque todavía no alcanzaba los cinco años ya me pegaba. Me apaleaba, me tiraba de las orejas, me daba golpes en la cabeza. De manera que cada mañana mi primer pensamiento era: ¿tendré hoy mi paliza?”.
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En el gimnazia Chéjov experimentó buenos y malos profesores, los que no le tenían aprecio y los que fueron sus protectores. Era testigo de historias que registraba en su memoria y que con los años serían materia de sus relatos. En ese tiempo aparecieron Shakespeare, Goethe y Pushkin en su radar. También conoció la imposibilidad de ciertos conocimientos, por ejemplo, del griego.
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Cuando la familia se muda a una vivienda amplia, “la casa de Moiseev”, a comienzos de 1869 —Antón acaba de cumplir 9 años—, la cosas se endurecen: era tienda, depósito de provisiones, pensión para inquilinos y, hasta un punto, algo semejante a un hogar. Los hermanos trabajaban mientras estudiaban o hacían sus deberes. Allí vivían dos de los dependientes, unos hermanos apenas mayores que Antón, a los que Pável —el padre— no pagaba y golpeaba.
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La casa estaba en una esquina, camino de paso: “Desde el piso superior (…) la familia podía ver la nueva plaza del mercado de Taganrog. Delincuentes convictos, con las manos atadas a la espalda y una pancarta alrededor del cuello que designaba su crimen, eran transportados en un carro negro hasta el patíbulo que había en la plaza. Los tambores retumbaban, el reo era amarrado a un pilar y se leía la sentencia; llevaban al condenado a prisión o al exilio”. Pero tras la fachada de la casa grande, la realidad era de habitaciones saturadas de malos olores y cucarachas”.
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Antón tiene 11 años cuando fallece Yevguenia, su hermana menor. Su madre no lograría superar nunca el dolor de aquella pérdida, aunque vendrían otras más adelante. El período entre el final de la infancia y los primeros años de su adolescencia es de altos contrastes. A medida que los negocios de su padre naufragan, es sometido —también sus hermanos— en los períodos de vacaciones a jornadas de trabajo de 18 y 19 horas. En medio de su vitalidad, la tos siempre está allí. Algunas ocasionales migrañas también. Por el momento, su cuerpo controla o rechaza la enfermedad.
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En esos años el vínculo del niño-adolescente con el mar y con el río se intensifica. Nada. Pesca como si olvidara el mundo y la interacción con las aguas estimulara sus ensoñaciones.
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En Taganrog hay un teatro y una programación que incluye ópera y música clásica, profusa para una ciudad de su tamaño. No solo los padres de Antón rechazan el teatro —por sus efectos perversos en los menores—, también la Escuela se opone a que sus estudiantes asistan a los espectáculos. Antón logra eludir la vigilancia y no tarda en sucumbir a la fascinación. Obras de Shakespeare, de autores europeos y rusos eran parte de la oferta. Pronto el adolescente incursionaría como actor en un grupo de aficionados (por ejemplo, interpretaba al gobernador en El inspector, la obra de Gogol).
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Las cosas en la escuela no van bien. Es tan mala su calificación en griego que afecta su promedio y reprueba un curso. Algún docente se percata de las cualidades de sus redacciones. A esa edad, a diferencia de las formas enfáticas y destempladas, por una parte, o de los modales de los subyugados, que eran los extremos predominantes, Antón tiene un aire moderado y exquisito. Sabía hacer silencio. Interactuaba con dignidad. Se mostraba cauto ante la intimidad de los demás. No sabía aún que las experiencias de aquellos años serían reconstruidas en muchas de sus narraciones.
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Entre los años 1874 y 1877 se produjo la debacle económica de Pável, con sus contaminantes consecuencias. El rápido deterioro de la economía en la ciudad se asoció con su mentalidad fantasiosa y errática. Aleksandr y Kolia, los dos hermanos mayores de Antón, se fueron a vivir a Moscú. Acosado por los acreedores, Pável cerró el negocio y huyó a Moscú. La madre, Antón y los hermanos menores tuvieron que esconder las mercancías que quedaban y mudarse. Luego de avanzar hasta el quinto curso, Antón no pudo con el griego y otra vez suspendió. Un baño en un río de aguas frías casi le cuesta la vida. La falta de dinero los acosa minuto a minuto. La madre debe rogar a los directores para que no expulsen a sus hijos de la escuela. En Moscú las cosas no son mejores: Kolia vive en condiciones de indigencia. La respuesta de Pável a sus hijos: pidan prestado. A Vania lo expulsan de la escuela. Las noticias son las del hambre, el frío, las demandas contra Pável. Comen en las casas de sus familiares.
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Con 16 años Antón se convierte en la cabeza simbólica y fáctica de la familia. Lidia con acreedores y deudores. Su desempeño en la escuela mejora. Hace diligencias para vender los pocos bienes que les quedan. Ejerce como profesor. Los registros de su ficha bibliotecaria nos informan que lee a los clásicos. Iba al teatro y a los conciertos. En la escuela comienza a producir El hipo, revista que escribe a mano. Reciben algunas eventuales ayudas económicas de la familia —que apenas palian la situación—. Ni siquiera el propio Antón debe haber imaginado el fortalecimiento, la armazón intelectual y de espíritu que crecía en su interior. La madre, junto a su hija María (Masha), se traslada a Moscú. Antón y Vania se quedan solos en Taganrog. Sobreviven en la diaria incertidumbre.
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Antón tiene ahora más responsabilidades: debe, por ejemplo, encontrar inquilinos para las habitaciones desocupadas. Junto con su hermano salen de caza: de eso dependía, en los días malos, si cenaban o no. Fuera de la escuela se desenvolvía como sus compañeros: en esas andanzas Chéjov ingresó en la vida sexual en un prostíbulo. Producto neto de la pobreza: dentro de la propia familia se producen reclamos y peleas. Antón extraña a sus padres.
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A partir de 1877 y hasta 1879 vive solo en Taganrog. También Vania ha partido a Moscú. Dos familias lo reciben y cuidan: se configuran como un segundo orbe familiar. Comienza a escribir artículos breves que intenta publicar a través de las diligencias de Aleksandr en Moscú, su hermano mayor. Su firma: Ortiga. Le rechazan la mayoría, pero alguno es publicado. Escribe teatro, hace una adaptación de Taras bulba, la obra de Gógol. En esos días adquiere los primeros libros comprados con su dinero: Hamlet y Macbeth (Shakespeare) y el Fausto de Goethe. Lee a Turgueniev y habla de él con entusiasmo. En Moscú hay una mínima mejoría —Pável ha conseguido un trabajo—, pero las trifulcas y las dificultades siguen ahí. La abuela paterna muere en 1876, el abuelo en 1879.
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Antón decide: tomará el camino de la medicina. Va a las pruebas definitivas y, por mínimo margen, logra aprobar. En agosto de 1879 Antón tiene 19 años. Recibe de la administración de Taganrog el permiso para ir a Moscú a estudiar medicina con el apoyo de una beca. Empaca y parte. Llega el 10 de agosto. Tenía dos años sin reunirse con su familia.
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La Facultad de Medicina (Universidad de Moscú) vive un período de esplendor: extraordinarios profesores, reputación mundial. Chéjov es un alumno de mediano desempeño. Le interesan el diagnóstico, la medicina forense y la psiquiatría. La cirugía no. En agosto de 1881 asiste a un médico titular en la atención a campesinos con distintos padecimientos. De ese tiempo es Plotonov, obra larga, poblada de lugares comunes, que solo se escenificaría dos décadas más tarde. Publica sus primeros relatos, sin encontrar especial resonancia. Un tema que reaparecería en sus relatos posteriores, el de la joven mujer de provincias desplazada y de expectativas siempre insatisfechas, comienza a perfilarse.
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En un artículo publicado en octubre de ese año, Temporada de bodas, Chéjov satiriza a personas amigas, incluso algunos que le habían protegido y dado ayuda, lo cual provocó perplejidad y dolor en los afectados. Comenta Rayfield: “Chéjov tendría un punto ciego: a pesar de su capacidad de empatía nunca entendió el dolor de la gente cuya vida privada convertía en comedia (…) No sería la única ocasión en la cual quienes podían estar más seguros del afecto de Chéjov se verían avergonzados y humillados en su obra narrativa: nunca admitiría ni mucho menos lamentaría su explotación”.
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Frecuenta a prostitutas. Se vuelve un conocedor del mundo prostibulario. Tiene amigas de las que es cliente y médico a un mismo tiempo. Esas experiencias probablemente marcan su tendencia a la tolerancia, su resistencia interior a juzgar, una cierta contención de su espíritu ante las conductas humanas.
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En noviembre de 1889 publica una demoledora crítica a Sarah Bernhardt, que sería el primero de sus recurrentes ataques a las actrices, por sus excesos y divismo. Chéjov practica una suerte de periodismo entre la crónica y el reportaje dedicado a los crímenes, en los que debía mostrar ingenio para sortear la censura. En aquellos días, mientras estudia medicina, salvo algún alivio momentáneo, la pobreza mantiene su reinado en la familia, que va de una mudanza a la siguiente.
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La familia Chéjov es fuente de noticias e inquietudes para Antón. Aleksander —su hermano mayor— huye de Moscú con su concubina, asediado por sus acreedores. Tendrán una hija, Mosia, que no tardará en fallecer. Tres relatos publicados en 1882 logran la atención de los lectores. Nikolái Alexándrovich Leikin, editor de San Petersburgo (centro literario de Rusia), busca talentos jóvenes y encuentra a Chéjov: se inicia un vínculo que será duradero y útil para el escritor, a pesar de que no logró apropiarse del talento de Chéjov: no quería que continuara publicando en Moscú.
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La estética chejoviana se perfila: brevedad, precisión y velocidad en la secuencia de acontecimientos (aunque en La estepa, un extenso relato publicado más adelante, en 1888, que marca su ascenso al estatuto de la “gran literatura”, la descripción de la estepa, quizá uno de los momentos cumbres del paisajismo chejoviano, es lo contrario a veloz y se extiende por ocho o nueve hipnóticas páginas, páginas de límpida belleza). En sus narraciones de aquellos meses (1883), por ejemplo, en la sabatina serie Fragmentos, su habilidad para mostrar los rasgos psicológicos de sus personajes, en dos o tres frases, capta la atención de los editores.
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Es una máquina de trabajo. Ve pacientes. Escribe dos relatos a la semana. Hace vida social entre habitantes de la bohemia, por una parte; y entre refinadas familias burguesas, por la otra; también encuentra amigos que lo serán hasta su muerte. Chéjov evita las confrontaciones familiares. Su amistad con Nikólai Leskov (1831-1895), periodista y maestro del relato, incluye visitas a burdeles (los seguidores de Leskov escribieron que Chéjov era su heredero literario). En 1883 inicia una relación con Olga Kundasova, que será su amante por casi dos décadas, en una relación intermitente (Rayfield: “Demasiado perspicaz y sincera como para que Chéjov se sintiera cómodo con ella”). En el Antón de ese tiempo se configura el hombre que desprecia la autocompasión y la incompetencia. Entonces afirmaba que no quería hijos.
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En las cartas a sus hermanos les pide que le envíen “materiales”. ¿Qué son esos materiales? Prolijas anécdotas, detalladas descripciones de las cosas y los hechos, frases escuchadas en cualquier parte, fotografías, rimas: componentes para sus narraciones.
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El último año de su curso es demencial: una cantidad ingente de materiales de estudio, redacción de decenas de informes académicos (que harían reflexionar a Chéjov sobre las correspondencias entre la prosa médica y la literatura), presentación de 77 exámenes en pocas semanas. En junio de 1884 se gradúa, con lo que obtiene algunos privilegios por su condición de médico.
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A las pocas semanas publica su primer libro, Cuentos de Melpómene, que la crítica destaca. Le genera algunos ingresos. “En junio de 1884, Chéjov vivía en el monasterio de Nueva Jerusalén: pescaba, escribía, cogía setas y ayudaba al doctor Rozanev cada día en el hospital de Voskresénks”. La realidad asedia a Chéjov: lo buscan para pedirle atención gratuita. Su relato La máscara captura la atención de Tolstói.
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La sensibilidad del escritor permea en el médico recién graduado: Chéjov comprende la enfermedad. La reconoce. Identifica cómo modifica la conducta de los pacientes. Intuye sus escondrijos y simulaciones. Y no se le escapa el lado sombrío del ejercicio del médico: el agotamiento, la exposición a enfermedades capaces de matar, las demoledoras realidades de los pacientes pobrísimos que, se resistiera o no, tocaban, invadían su ánimo.
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A comienzos de 1885 (año en que escribió varios de sus relatos más soleados), sufre una hemorragia del pulmón derecho. Chéjov sabe que está enfermo. Sin embargo, sigue adelante, lo oculta o lo minimiza. Atiende las demandas familiares, a veces especialmente complejas: Kolia, artista, alcohólico, vago, eterno endeudado y también enfermo de tuberculosis, aparece y desaparece, roba y desfalca: Antón debe intervenir para evitarle que la justicia lo castigue. Kolia fallecería a los 33 años, en 1898.
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En julio publica El cazador —breve relato en homenaje a Iván Turgueniev, que había fallecido en septiembre de 1883—, donde aparece el que será una especie de patrón de la pareja chejoviana: “Un hombre irresponsable y una mujer frustrada fracasan a la hora de comunicarse, mientras la naturaleza que hay a su alrededor vive su propia vida” (Rayfield).
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El período que va desde agosto de 1885 hasta septiembre de 1889 —cuatro años— podría calificarse de intensificación: intensificación de todas las fuerzas que están presentes en la vida de Chéjov: numerosas mujeres (en una carta, una de ellas le dice, “usted padece de dos enfermedades: es enamoradizo y escupe sangre”); demandas de una familia problemática, inestable y asediada por las carencias, no solo de dinero, también de guía, de apaciguamiento, de intermediación con otros; viajes por distintos motivos, médicos o literarios; las exigencias provenientes de una vida licenciosa. En medio del torbellino personal, Chéjov también quería casarse y toma un compromiso secreto con Dunia Efrost, una joven judía (Chéjov era filosemita), que no tardará en romperse.
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Lee a Maupassant, publica relatos de mayor resonancia, su reputación se consolida tras cada publicación y, alrededor de febrero de 1886 inicia su amistad —que se prolongará hasta su muerte y no sin vaivenes— con un hombre de excepcional periplo vital, Aleksey Suvorin, editor cautivado por el talento de Chéjov, que le paga mejor y le permite aumentar la frecuencia de sus publicaciones. No solo: Suvorin no tarda en convertirse en una figura protectora de los Chéjov.
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Dmitri Vasílievich Grigórovich (1822-1900), entonces uno de los grandes autores de San Petersburgo, le elogia con encomio. Le escribe a Chéjov: usted tiene un deber moral con su desbordado talento (fue quien le convenció de publicar con su nombre y dejar atrás el seudónimo). Pero las cosas para Chéjov no son fáciles: su salud no mejora, su pobreza y la de su familia siguen allí (en marzo de 1886 un juez le ordena hacer un pago por las deudas contraídas por su hermano Kolia, que se ha convertido en un timador). Los petitorios de los amigos no cesan: lo asedian para favores médicos, simplemente escucharle u organizar juergas. El magnetismo de Chéjov hacia todos quienes le conocen (no solo hacia las mujeres) se vuelve en su contra: lo excede, lo agota, no le da respiro.
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Ya entonces —sostiene Rayfield— “en el mundo de Chéjov, a diferencia de lo que sucede en el de Dostoievski o Tolstói, nadie gana el debate: la partida ideológica termina en tablas (…)”. Había terminado por fraguar ese modo chejoviano de dejar el campo abierto a la sensibilidad del lector: no imponerle una visión del mundo, ni convertir sus relatos en depósitos de moralejas. Además, parecía estar despejando el terreno para la explosión productiva que sería 1887: unos cincuenta relatos, muchos de los cuales califican entre sus piezas más logradas.
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1886 guarda, además, otra consideración: Masha, hermana de menor de Antón (nació en 1863), su sensata confidente, se ha graduado de profesora, da clases en un instituto de mujeres, paulatinamente asume el control de la casa. Se produce desde entonces una compleja operación sicológica, que los involucra a ambos: aparecen los pretendientes; Antón felicita a Masha, pero le hace sentir, en silencio, su desacuerdo o valoración negativa. Y así, una tras otra negativa, pasaron los años: Masha se constituiría en la solidaria guardiana de Antón, protectora figura casi maternal, y quien tras la temprana muerte del autor asumiría la responsabilidad de proteger sus archivos y su obra.
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En septiembre (1886) la familia se muda, en Moscú, a una casa más grande, donde Chéjov viviría los siguientes cuatro años. Por primera vez tiene una habitación propia y un estudio. En San Petersburgo, los círculos de intereses y amigos alrededor de Suvorin socavan la reputación de Chéjov y lo hacen diana de ataques: celan su preferencia por el escritor “extranjero”.
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Aunque no resulta como lo planifica, cada tanto Chéjov intenta escapar: alejarse de Moscú, aislarse para escribir. Pero las cartas y los mensajes llegan, las peticiones no dan tregua. En abril de 1887, un tren lo lleva a Taganrog. Todo le decepciona: la mediocridad imperante, lo extendido del deterioro. Visita la casa donde Chéjov había vivido sus últimos cinco años. En una carta a su familia, les dice: “Es una imagen horrible y no me la quedaría por ningún precio. Estoy atónito: ¡¿Cómo podíamos vivir allí?!”. Es la visión de quien ya ha experimentado otros modos de vivir, ha conocido otras dimensiones de la actividad humana y otras ambiciones.
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En ese período recibe una noticia trágica: el suicidio de un hijo de su entrañable Suvorin. Recibe una carta de Chaikovski con un elogio por uno de sus relatos. Aparece su tercer libro: En el crepúsculo. Algunos críticos lo aprovechan para ajustar cuentas con Chéjov y publicar artículos feroces en su contra. Escribe una colección de relatos humorísticos, que vende a una editorial.
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Un desafío verbal empuja a Chéjov a la dramaturgia: hizo un comentario sarcástico sobre una obra de teatro y el autor le respondió: “¿Y por qué no escribes una obra tú?”. En diez días la tuvo lista. El propio Chéjov se refería a Ivanov como “aborto dramático”. Se presentó en noviembre de 1887. Recibió elogios, pero también reacciones negativas: “La desaprobación provocó en él una relación de amor odio con el drama: respondería con obras que eran bombas de relojería para las convenciones escénicas y veneno para los actores. Cuanto más le sermoneaban con las convenciones, más se burlaba de ellas. En el fracaso de Ivanov se encuentran las semillas del éxito de Tío Vania”.
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Ese 1887 Suvorin toma otra decisión a favor de Chéjov: eleva la tarifa de 12 a 20 kopecs por línea, lo que le otorgaba más libertad: escribir menos y ganar más. Varios de sus relatos encontraron una sonora acogida. Kashtanka, un relato que cuenta la historia de un perro incorporado a un circo, y que durante una función reconoce la presencia de su amo entre el público, se convirtió en un libro.
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A lo largo de enero de 1888 Chéjov se concentra en La estepa, una de sus obras maestras, 120 páginas por las que recibió un pago extraordinario de 1.000 rublos. La historia del viaje de un niño a través de la estepa de Ucrania se publicaría un año más tarde —febrero de 1889— con un sonoro reconocimiento: “La estepa, inigualada hasta el Preludio de Katherine Mansfield, es la primera obra de Chéjov que podemos llamar un clásico”.
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Recibe atenciones. Le invitan. En mayo muere Anna, la concubina de su hermano mayor, Aleksandr, ya alcohólico. Viaja por Ucrania, por la que siente fascinación. Pasa buena parte del verano de 1888 sin escribir. Suvorin, que no cesa de abrumarlo con atenciones, pierde otro de sus hijos, por enfermedad. Bajo el peso del sufrimiento, en otoño regresa a Moscú cargado del ansia de escribir.
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Los últimos meses de 1888 están marcados por la agonía de Kolia, devorado por la tuberculosis, la mala vida y el desperdicio continuo de su talento de artista. Días amargos: Antón descubre que su hermano Aleksandr le roba parte de sus honorarios. Le conceden el Premio Pushkin, que otorga la Academia Rusa. En octubre sufre una potente hemorragia. Evita hablar de su enfermedad. La crisis es el primero de sus relatos en el que explora el asunto de si el loco es, en realidad, el cuerdo. El complejo ambiente del teatro lo agobia. El estreno de Ivánov en San Petersburgo, el 31 de enero de 1889, recibe elogios a granel. Algunos críticos, con más sosiego, escribieron: la obra tiene fallos, pero muestra a un autor con un enorme talento dramatúrgico. Aprovecha parte de las ganancias para cumplir con un asunto pendiente: leer a Dostoievski.
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Kolia agoniza, pero no hay suficiente dinero para trasladarlo a un lugar de clima más benigno. Además, su expediente policial dificulta obtener el pasaporte necesario. Kolia muere el 7 de junio de 1889. Remueve cada rincón del alma de Antón, que lleva consigo la misma enfermedad. En Una historia aburrida, relato que publicó cuatro meses después de la muerte de su hermano, el narrador es un médico que sufre de una enfermedad incurable. “La obra causó un impacto tremendo. Chéjov había encontrado una voz y un punto de vista en su desilusionado profesor de medicina: el existencialismo de un hombre que muere en un mundo del que está totalmente alienado”.
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Finales de 1889. Chéjov vive rodeado de mujeres: jóvenes y no tan jóvenes, casadas o solteras, escritoras o no, en Moscú o en San Petersburgo, actrices o aspirantes, admiradoras incondicionales o enamoradas, amigas o amantes. El estreno de la obra El espíritu de los bosques resulta un fracaso: siete años después, reelaborada de principio a fin, se transformará en El tío Vania. Entonces comienzan los preparativos de un viaje que, con la tuberculosis en su pecho, tenía el potencial del suicidio: ir a Siberia, para llegar hasta la isla de Sajalín, donde estaba la más dura colonia penal de Rusia.
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Es una verdadera campaña: hace diligencias ante las autoridades para obtener los permisos. Su hermana y algunas amigas copian en distintas bibliotecas —en Moscú y San Petersburgo— artículos de diarios y revistas, fragmentos de libros y otros documentos sobre la isla. Estudia mapas y busca información sobre cómo llegar: carreteras, transportes, clima y más. Aunque su editor se opone a la aventura le presta libros prohibidos que hablan de Sajalín. Su familia observa con escepticismo y hasta hostilidad. El plan de Chéjov se hace público. Algunos elogian su valentía: lo interpretan como un paso del autor —por fin— hacia su politización. Otros lo critican: ¿por qué un escritor tendría que meter sus narices en un asunto al que nada tiene que aportar?
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Parte el 21 de abril de 1890 a una ardua travesía que incluye trenes, barcos, botes de remo, coches y hasta trineos. El recorrido, un catálogo de episodios, incidentes, dificultades ocasionadas por el clima inclemente: frío, hambre, insuficiente equipamiento, adversidades causadas por los caminos sepultados por el barro y las piedras. Experimenta la sensación de estar solo en el mundo.
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En Tomks se detiene unos días para descansar, hacerse habitué de un burdel, preparar el carro para el peor trecho del recorrido que será siguiente etapa: mil setecientos kilómetros hasta Irkutsk, capital de Siberia. En una carta del 17 de junio (casi dos meses después de su partida), cuenta a un amigo que ha llegado a Blagovéshchensk —en carta muy elocuente—, feliz de haber encontrado allí un burdel atendido por un grupo de jóvenes japonesas, fascinado por sus exquisitas prácticas sexuales.
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Por fin, tras 81 días de viaje, bajo el asedio de los mosquitos, Chéjov desembarca en Alexándrovsk, conjunto de edificios de madera donde opera el centro administrativo de la colonia penal. No tardará en constatar la escasa utilidad de la información que había recopilado. “Rusia solo utilizaba Sajalín como colonia penitenciaria, que temían incluso los criminales más endurecidos. Nada podía anticipar el horror de Sajalín: las ciénagas que las raíces de los árboles habían hecho intransitable, su frío, su lluvia y su niebla y sus insectos asesinos. Los funcionarios fingieron no saber nada de la llegada de Antón, a pesar de los reportajes periodísticos y de los telegramas gubernamentales que habían recibido. Vivían en un mundo irreal”.
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No resumiré aquí lo que Chéjov hizo, conoció, protagonizó, vio, escuchó y aprendió (recogido en su inusual monografía, La isla Sajalín). Basta con anotar que a finales de julio, el gobernador de la isla autorizó la impresión de 10.000 planillas en las que recogió los datos básicos de los presos, al tiempo que mantuvo conversaciones con algunos de ellos, sus familiares, indígenas, niños, habitantes de distinta nacionalidad. Hizo largas y peligrosas excursiones. Convivió con familias. Trató enfermos. Visitó cuántas instalaciones le permitió aquel benévolo verano (la lectura de la extensa monografía que documenta ese viaje, La isla Sajalín, sorprende por el tono hierático de sus observaciones, también por su sensibilidad para narrar las historias de vida que alcanzó a documentar).
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Las condiciones de vida de los niños lo indignaron. Las escuelas no funcionaban y carecían de todo. Chéjov protestó ante el gobernador. Presionó para que creasen bibliotecas. Telegrafió a sus amigos solicitando donaciones de libros y otros materiales. Inició una causa que prolongaría por años.
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El 11 de octubre embarca de regreso, en un largo e insólito periplo a través del mar de China: en sí mismo, otra acumulación de experiencias que ameritarían su propia relación, hasta que el 2 de diciembre está en Odessa, y de allí en tren hasta Moscú, donde llega el 7 de diciembre. Durante un mes no salió de su casa: se recuperaba de los padecimientos acumulados durante los casi 8 meses del periplo. Gúsiev, primer relato escrito en un año, fue publicado el 25 de diciembre. “Retrato impresionante de la indiferencia de la naturaleza hacia la muerte”, marca el inicio de la etapa post-Sajalín de Chéjov.
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Llega a San Petersburgo a mediados de enero: recibimientos, fiestas, encuentros con mujeres. Una de ellas, Lika Mizinova, inquieta y bellísima, “se metió bajo su piel como ninguna otra mujer lo había hecho”. Sus diligencias ante la princesa encargada de la Caridad Imperial prosperan: logra la creación de un orfanato en Sajalín para 120 niños. De regreso a Moscú escribe El duelo, que se proyectaría a las dimensiones de una novela: se ofreció en 11 entregas, entre octubre y noviembre de 1891, en Nuevo Tiempo, diario de Suvorin.
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Con Suvorin y su hijo, en marzo de 1891 viajan por Europa: Venecia, Roma, Nápoles, Pompeya, Niza, Montecarlo, París y, desde allí, a Moscú. De vuelta, a lo largo del verano campestre de mayo a julio de 1891, adopta una disciplina férrea: escribe entre 16 y 18 horas por días. Apenas duerme. De lunes a miércoles avanza en la monografía que dedica a Sajalín. Los siguientes tres días, jueves a sábado, se concentra en El duelo. Los domingos escribe relatos breves (piezas de venta rápida).
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Es un tiempo en que concentrarse en su producción literaria no es fácil: lo asedian las mujeres, los amigos, la aparición de compromisos sociales. Son constantes las cartas, las súplicas. Algunas tienen un tono desesperado. A veces se oculta. No responde o lo hace con frases evasivas, irónicas o simplemente incomprensibles. Ha construido una telaraña emocional, relacionada con su adicción al sexo, de la que no es fácil evadirse.
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Además, otra inquietud le quita el sueño: la cosecha en la Rusia Central ha sido catastrófica. Chéjov entiende lo que viene: hambruna. Y se pone en movimiento para conseguir dinero y bienes que contribuyan a paliar las necesidades. El resultado es ínfimo en relación con la magnitud del problema. Las noticias que llegan lo revuelven: su esfuerzo es insignificante. La mortandad es incalculable —millones—, producto de la combinación letal de hambre y frío. Al mismo tiempo, una pleuresía le exige aminorar la marcha.
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Quiere salir de Moscú. Decide comprar una propiedad de 250 hectáreas, a través de sus hermanos: su estado de salud le impide ir a conocer el lugar. Con la ayuda de créditos y préstamos hace la compra. La familia se pone en acción: el trabajo es ingente. La finca, ubicada en Mélijovo —a 60 kilómetros de Moscú— está en peores condiciones con respecto a lo advertido. Cada día aparecen nuevos problemas. El 26 de febrero de 1892 “Antón visitó su propiedad —sobre la que descansaban todas sus esperanzas de privacidad, inspiración, salud y contacto con el pueblo—, después de haber firmado el contrato”.
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Que la casa sea habitable; que las zonas sembradas sean productivas; que las idas y venidas sean posible por aquellos caminos intransitables: todo es extremadamente difícil en esa empresa. Los amigos envían ayudas: cabezas de ganado, semillas, les prestan equipos. Los Chéjov deben sortear la hostilidad de los vecinos, que se disuelve cuando Antón crea una clínica de atención gratuita para los pacientes de la zona.
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La publicación de La cigarra, relato que exponía la intimidad de personas conocidas, trajo consecuencias: los afectados rompieron toda relación con Chéjov, pero nada de esto parecía importarle. En este período Chéjov escribe poco. Sin embargo, de ellos surgió El pabellón número 6 —también traducido como La sala número 6—, su extenso y perturbador relato sobre un hospital para enfermos mentales en la Rusia rural, publicado en abril de 1892.
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Tras la hambruna, otra tragedia asola a Rusia: una epidemia de cólera a partir de julio y hasta septiembre. Chéjov se alista como voluntario médico. Recorre 25 pueblos en los alrededores de Moscú prestando sus servicios.
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La rivalidad entre dos negocios editoriales, el de su viejo amigo Suvorin (Tiempo Nuevo) y el de Lavrov, nuevo aliado de Chéjov y editor de Pensamiento ruso, escala a causa de un debate editorial sobre el Canal de Panamá. El hijo de Suvorin va hasta la oficina de Lavrov y lo golpea. Chéjov se ve atrapado en la contienda. Tiempo Nuevo, en manos del hijo de Suvorin, separa a Chéjov de sus colaboradores.
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1893, 1894, 1895, 1896 y 1897: años donde la vida cambia, al tiempo que parece repetirse. La salud de Chéjov (también afectado por las hemorroides) tiene buenos y malos momentos. Su actitud hacia la tuberculosis no cambia: niega su enfermedad. Hay que precisar: el doctor Chéjov oculta y se oculta su enfermedad.
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Cuando llegan los meses de mejor tiempo —entre abril y agosto—, la familia dedica diarias y extensas jornadas a la siembra. Aparecen algunas epidemias y aumentan los enfermos que tocan la puerta al doctor Chéjov. Una frase lo retrata: “O está persiguiendo a una mujer o está huyendo de otra”. La publicación de La isla de Sajalín lo erige en una figura semejante a Tolstoi: conciencia de la nación.
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También los reveses lo alcanzan: alguno de sus relatos, como El monje negro, son recibidos con frialdad o duras críticas. La Universidad de Moscú rechaza ingresarlo como docente (paradójica aspiración de un Chéjov siempre hostil a los académicos). Viaja, pero no puede separarse de Mélijovo, que es su reino. De 1894 es El estudiante, relato que el propio autor tenía en mucha estima, “donde todo se evoca y nada se afirma”. De 1895 es La esposa, cuya protagonista es una manirrota que socava a su marido, figura presente en otros relatos.
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Cuando falta el dinero debe resolver. Chéjov es el indiscutible paterfamilias, que atiende peticiones y criterios. El que sabe cómo se resuelven las cosas. Que disuelve las rencillas. Y castiga a quienes les rodean con su silencio. En realidad, los Chéjov eran un clan familiar que tenía en Antón su figura magnética y tutelar. Junto a Masha cumple su disciplina anual: pasa horas organizando su archivo, del que nada escapa.
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La biografía de Rayfield no elude la detallada descripción de las tramas emocionales y sexuales de los Chéjov, de familiares y amigos, un mundo entrelazado de amores, desencuentros y enredos, de pasiones y situaciones a veces un tanto teatrales, flujos que a veces adquieren las tintas de lo promiscuo, lo mutante, de aproximaciones y desencuentros, apariciones y desapariciones, altas y bajas en las relaciones que, por lo general, involucran a más de un miembro de la familia. Cuando Chéjov se hizo dramaturgo, no solo ingresó en el mundo insaciable y tumultuoso de la producción teatral: también en la constelación afectiva y sexualizada de actrices, directores y autores, donde irrumpió con luz propia.
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Y hay que añadir: la irradiación que emana Chéjov no se limita a lo que provocaba en algunas mujeres (por ejemplo, Tatiana, una de las hijas de Tolstoi, escribió: “Chéjov es un hombre al que podría estar salvajemente unida. Nadie ha penetrado mi alma en un primer encuentro como lo hizo él”). En los hombres genera o intensa admiración o fuertes sentimientos de rivalidad y repulsión: es diana de elogios y descalificaciones, de rumores y leyendas. Pero estas aguas revueltas, que alarman a Masha (hermana y ángel de la guarda), apenas lo afectan: para Chéjov, que se tiene a sí mismo como el mejor escritor de ficción de Rusia, se trata del precio a pagar.
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Durante 1895 y 1896 Chéjov concibe, escribe y da forma a La gaviota, melancólica exploración de las emociones, texto cargado de referencias y guiños literarios (deudora de Turguéniev, Maupassant y Shakespeare), pero también, como dice Rayfield, “llena de parodias crueles”, entre las que se incluye a sí mismo, en los dos personajes masculinos de la obra: “Trigorin, el escritor tradicional, y Treplev, el innovador, que representan movimientos viejos y nuevos, son igualmente mediocres e ineficaces, y personifican dos aspectos de Chéjov: por un lado, el seguidor analítico de Turguéniev y Tolstói, por otro, un visionario poeta en prosa (…) No obstante, La gaviota no es una obra primordialmente confesional”. Hasta el día anterior de su estreno, en octubre de 1896, Chéjov insistía: es irrepresentable: “Ofendo las reglas escénicas terriblemente (…) muchas conversaciones sobre literatura, no mucha acción, setenta kilos de amor”.
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Simultáneamente, Chéjov no abandona sus proyectos sociales: lo ocupa la escuela —involucra a su familia en ello— que ha promovido y apoyado en las proximidades de Mélijovo. La gaviota debe afrontar la dificultad de la censura. Las oleadas de visitantes llegan a la finca casi a diario. Chéjov hace viajes secretos. Más tarde se sabe que uno de ellos ha consistido en una jornada de caza al Monte Bernamit (famoso por sus vientos helados), que tendría consecuencias fatales para su salud. Trabaja en la severa edición de El espíritu de los bosques, que da lugar a Tío Vania.
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Se aproxima el estreno de La gaviota. Una serie de pequeños incidentes y fallos anuncian que las cosas no llevan buen camino. Todo naufraga el día del estreno. “La primera noche causó un escándalo en el público, el peor que se recordaba en el teatro ruso. La obra se había programado en la ciudad equivocada, en el mes equivocado, en un teatro inapropiado, con actores inapropiados y, sobre todo, ante un público inadecuado”. La aversión de los intelectuales petersburgueses había encontrado la oportunidad de ejecutar su venganza contra Chéjov. La rápida reacción del productor (Suvorin) y el director, que editan el texto y reordenan unas escenas de inmediato mejoran las cosas: en las siguientes presentaciones llegan los aplausos.
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En esos días Chéjov está desatado. Solo su hermano mayor, Alexsandr (a pesar de su autoridad debilitada por el alcoholismo) se atreve a advertirle: “Llevas una vida de fornicación”. Se reparte entre cuatro mujeres, todas relacionadas con su familia, amantes que van y vienen. Se expone al frío. Por momentos, el médico parece vivir de espaldas al mal que lo carcome.
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Un incendio —noviembre de 1896—, que afectó sólo una parte de la casa, siembra un pensamiento en Chéjov: ha llegado la hora de partir de ese lugar. En marzo de 1897 está en Moscú. Durante una cena con Suvorin, se lleva una servilleta a la boca: el gesto no evita ocultar la potente hemorragia que irrumpe desde su pulmón derecho. La crisis se prolonga por horas. La alarma no tarda en saltar a los periódicos. Al hotel llegan tarjetas, cartas, flores y regalos. Tolstói —el Dios Tolstói— le visita (“Hablamos de la inmortalidad”). En la madrugada del día siguiente, otra hemorragia, más grave. Cunden los rumores, la conmiseración. Los médicos le señalan el camino: debe viajar e instalarse en un lugar con clima más benévolo.
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Aunque retorna de forma paulatina a su actividad entre abril y noviembre, salvo algunas cartas, no escribió. Cualquier esfuerzo le deja exhausto. Las mujeres no le abandonan. Compiten. Se ofrecen a acompañarle en su posible viaje terapéutico.
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Su relato Campesinos —publicado en abril de 1897—, con su palpable conocimiento de la dura vida del campo, es objeto de controversias: los lectores más politizados se sienten impelidos a elogiarlo o denigrarlo. “A la derecha le gustaba la idea de que el peor enemigo del campesinado era él mismo; los marxistas convenían en que el capitalismo había degradado al campesinado aún más”.
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Llega a París el 4 de septiembre. Las más de 60 horas que había pasado en el tren le pasan factura: tiene una hemorragia. A los cuatro días está en Biarritz: se encuentra con un balneario lleno de rusos. Entre el 22 de septiembre y el 4 de octubre se instala en Niza. Se informa a fondo del caso Dreyfuss y hace suya la defensa del capitán judío: será su causa durante meses, y acosará a su amigo Suvorin, que es antisemita, a que reconozca la injusticia cometida.
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Desde la hemorragia de marzo de 1897 se intensifica un fenómeno que se repetirá hasta su muerte: le llueven los ofrecimientos de ayuda, en distintos formatos: adelantos por obras o posibles contratos, simples regalos, préstamos sin fecha de devolución: a todos dice que no, evitando ofender al ofertante. Hay que agregar: la fama de Chéjov había cruzado las fronteras y dispersado por Europa. Recibe cartas y telegramas de personas a las que no conoce.
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Entretanto, las cosas en Mélijovo empeoran: las rencillas rebrotan; los empleados de confianza se retiran; alguno enferma y muere; hay robos de animales; los equipos se deterioran; los habitantes lamentan la ausencia del páter, que envía regalos con viajeras: cuatro nuevas amigas, una cohorte de jóvenes rusas que Chéjov ha cultivado en Niza.
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De visita, relato que Chéjov desecharía de sus Obras completas, y que ganaría elogios cuando se publicó en febrero de 1898, sería reciclado e incorporado a la obra de teatro El jardín de los cerezos. Dos meses después, en abril, iniciaría su regreso a Mélijovo. El 5 de mayo está de vuelta en su casa. Entre la montaña de cartas que lo esperan, una decisiva: la de Vladímir Nemiróvich-Dánchenko, que había reunido a diez de los mejores actores de Moscú —Olga Knipper y Konstantin Stanislavski entre ellos—, y fundado una compañía de teatro privada. “Solo falta un nuevo repertorio”. Quería que Chéjov fuese el autor.
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Luego de algunas reticencias, aceptó. Le explican: se proponen arrancar con un nuevo montaje de La gaviota. Durante esos días y semanas, inquieto por la enfermedad, los problemas familiares, el desmoronamiento de la finca y el regreso a escena de una obra que sería una amarga experiencia, Chéjov escribió una serie de extraordinarios relatos, entre ellos la trilogía que componen La grosella, El hombre enfundado y Del amor, este último una incitación al debate sobre el sacrificio moral.
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Tiene a Crimea en sus pensamientos. La cuestión de las obras completas comienza a inquietarlo. Es recibido en los ensayos con los brazos abiertos. Chéjov queda “embrujado por Olga Knipper”. Los primeros días sufre otra hemorragia, pero el 15 de septiembre se traslada a Crimea. El 12 de octubre muere Pável, su padre: marca, ahora sí, el fin del ciclo Mélijovo. Masha, la hermana de Antón, decide cerrar la casa.
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Compra un terreno, contrata a un arquitecto: rápidamente adquiere la categoría de ciudadano de Yalta: la prensa sigue sus pasos, las instituciones lo incorporan. Escribe relatos. En la ciudad se habla de “las Antonovkas”, admiradoras que recorren la calle principal con la expectativa de verle y hablarle.
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Las noticias que llegan son espectaculares: el estreno de La gaviota es un “éxito colosal”. Las calles adyacentes al teatro colapsan. Olga Knipper forma parte del elenco. Empiezan las negociaciones para la publicación de sus obras completas. Chéjov se equivoca: entre las ofertas escoge la peor para sus intereses.
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Entonces ocurre lo inesperado: luego de un arduo proceso de recuperación de los textos, antes de entregarlos al editor, Adolf Marx, no cabe decir que Chéjov los revisa o corrige: luego de desechar aproximadamente la mitad de los relatos —nada menos: la mitad— que había publicado, la mayoría de los salvados fueron sometidos a una reescritura radical.
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El conocimiento de que Chéjov ha vendido sus derechos desata las peticiones de ayuda, que llegan con las situaciones más disímiles. Dos de los hermanos de Chéjov reclaman obtener parte de la venta. Manos tendidas a su alrededor: un signo de la biografía de Chéjov.
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Olga Knipper se aproxima a los Chéjov. No tardará en establecer una relación de proximidad con Masha, amistad que tendrá sus momentos espléndidos y episodios amargos a lo largo del tiempo. Dos escritores, de forma separada, Máximo Gorki e Iván Bunin, resultan solidarios y benéficos amigos en la nueva etapa vital de Chéjov. El 18 de abril de 1899, sin previo aviso, visita el hogar de los Knipper. Olga es una mujer enérgica, polifacética, bien dispuesta a los demás. No se pavonea, a pesar de su carácter expansivo. Ese día se establece un hito en la cronología sexual de Chéjov: en lo sucesivo solo tendrá relaciones con Knniper.
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Chéjov vuelve a Mélijovo en junio para ponerla en venta. Sus cosas más queridas son embaladas para iniciar su travesía hasta Yalta, donde la casa en construcción todavía está lejos de ser habitable. El 5 de julio saldrá del lugar que ha sido su reino personal y no volverá. Los diarios de Yalta informan que Chéjov ha llegado en compañía de la actriz Knipper. Viajan por la región. Cuando Chéjov duerme en su casa, es como si acampara al aire libre. Antes que puertas y ventanas hay un teléfono. Aparecen visitantes sin anunciarse y la tranquilidad se evapora. Olga, desde Moscú, maniobra para alejar a Chéjov de las mujeres que lo asedian.
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La recepción de las obras teatrales de Chéjov en distintas temporadas y ciudades es irregular, aunque mejora con el paso del tiempo. Luego de varios meses sin producir, escribe el relato La dama del perrito, “su obra arquetípica de Yalta”, que publica en diciembre de 1899.
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Se podrían escribir centenares de páginas —seguramente existen en lengua rusa— sobre los hechos, movimientos, tensiones, aproximaciones y repulsiones, celos, rivalidades, reclamos, aclaratorias y demás declinaciones de la maraña alrededor de Chéjov, de la que son agentes activos su familia, amigos, examantes, colegas, médicos, sirvientes, editores, productores de teatro, periodistas, actores y actrices, todo ello desatado en el último trecho de su vida, a medida que la enfermedad avanza, que viaja de un lugar a otro, que cambia de un tratamiento al siguiente, que hace planes que no podrán cumplirse.
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En la inmensa Rusia, a pesar de la pobreza generalizada, las enormes distancias entre una ciudad y otra, la precariedad de las vías de comunicación, los constantes y a veces incomprensibles movimientos de Chéjov de un lugar a otro; de esa dificultad suya casi insalvable de aquietarse en un lugar; de su modo —¿patológico?— de atraer y repeler a las mujeres; a pesar de la enfermedad —que le había acortado el camino hacia la muerte—; a pesar de las pertinaces fuerzas internas y externas que lo afectaban, Chéjov todavía producía ideas, luchaba consigo mismo para llevar al papel las historias que tenía en su cabeza.
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En los últimos meses de 1900, la polifonía teatral Las tres hermanas bulle en sus pensamientos (“una obra en la que se oyen dos o tres conversaciones simultáneamente, y en la que los efectos no verbales —el reloj y la cámara, el fuego, los árboles en el jardín y las canciones y la música— señalan la progresión del tiempo con tanta fuerza como las palabras del texto”). El 23 de octubre está en Moscú, con el manuscrito en las manos, leyendo el texto a los integrantes de la compañía. No entusiasma.
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Mientras: los rumores sobre su boda se esparcen. Entre diciembre de 1900 y febrero de 1901, viaja: Niza, de allí a Italia, donde visita varias ciudades. En Roma toma un tren hacia Odessa. A mediados de febrero, en un barco, se dirige a Yalta. Cuando llega recibe una buena noticia: el estreno de Las tres hermanas ha sido exitoso. Lo confirma “como el mejor dramaturgo ruso”.
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Chéjov continúa corrigiendo los materiales que conformarán sus obras completas. La enfermedad se agrava: a veces parece que remite, pero cada tanto se expresa implacable. Los médicos cambian los tratamientos, aconsejan de modo distinto, pero todos coinciden en la gravedad del paciente. La tuberculosis se expande a otros órganos de su cuerpo.
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Cuando llega el ultimátum de Olga Knipper, Chéjov responde que le hará una propuesta. Pero en su interior la guerra no ha terminado: quiere casarse y no quiere casarse. Le dice a Bunin en una carta el 25 de junio de 1901: “He cambiado de idea sobre el matrimonio. No quiero hacerlo, pero de todas formas… si tengo que hacerlo lo haré”.
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Los días y horas previas al acto de la boda parecen extraídos de una farsa barata. Le cuenta Olga a Masha, ahora su cuñada: “A las ocho y media me fui al dentista para que me terminase los dientes… a las dos comí, me puse un vestido blanco y fui a buscar a Antón. Me dije de todo con mi madre. Yo misma no supe hasta el último día cuándo íbamos a casarnos. La boda fue muy rara. No había ni un alma en la Iglesia, había guardias en la puerta. Sobre las cinco de la tarde llegué con Antón, los testigos de la novia estaban sentados en un banco en el jardín. Casi no me podía tener en pie por culpa del dolor de cabeza y hubo un momento en que pensé que debería echarme a reír o llorar. ¿Sabes? Me sentí terriblemente rara cuando el sacerdote vino hacia mí y hacia Antón y nos llevó. Nos casó en Pliushchija el mismo pope que enterró a tu padre. Solo me pidieron un certificado que acreditara que estaba soltera (…) A las ocho de la tarde fuimos a la estación y solo nuestra familia nos despidió, tranquila, modestamente”.
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La luna de miel consistió en emprender un viaje de más de 1.600 kilómetros hasta un sanatorio. La travesía, si se piensa en la salud de Chéjov, es el puro absurdo: una noche debieron dormir a la intemperie, tirados bajo un cobertizo. Mientras, en la familia Chéjov la confirmación de la boda desata el malestar.
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Vuelve a sangrar. Las diarreas y las hemorroides no le dan tregua. Tiene dolores. Hace su testamento. Gorki inicia diligencias para cuestionar legalmente la compra de los derechos de la obra por parte de Adolf Marx: se proponía que Chéjov recibiera mejores dividendos. Pero el tribunal rechaza sus alegatos. Escribe “El obispo”, que fue “el canto de del cisne de Chéjov, y un texto seminal de la prosa moderna sobre la soledad y la muerte”.
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En medio de aquel estado de cosas, Chéjov quiere tener un hijo. Mientras él está en Yalta, circulan rumores sobre la vida licenciosa de Olga en Moscú. Cada vez que la llegada del período confirma que no se ha producido el embarazo deseado, la amargura invade la relación. Olga se debate: quiere estar con Antón en Yalta, pero no cede a su deseo de hacer teatro en Moscú. Una emergencia conduce a Olga al quirófano: Chéjov, obstetra experto, se alarma, pero guarda silencio: la criatura perdida no podía ser suya.
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En el otoño de 1902 El jardín de los cerezos crece en la mente de Chéjov. Durante los cinco meses que está solo, Olga le escribe y le interroga sobre el estado de su salud. Aunque el médico le ha pedido que se instale junto a su esposo, ella se mantiene en Moscú. Chéjov no es feliz con su matrimonio. Olga se muda en Moscú y no informa de su nueva dirección al marido angustiado. Cuando Chéjov va a Moscú en mayo de 1903, subir los cinco peldaños para entrar al apartamento de ella constituyen un esfuerzo descomunal. Sobre el enfermo la presión para que finalice El jardín de los cerezos es diversa: hasta Olga es parte del colectivo ansioso. El futuro de la compañía de teatro de Moscú depende del esperado nuevo texto chejoviano. Finalmente, el 14 de octubre de 1903 lo entrega. Se estrena el 17 de enero de 1904, días antes del estallido de la guerra entre Rusia y Japón. No era el momento histórico, ni social, ni cultural ni estético para El jardín, que tendría esperar a un tiempo mejor dispuesto hacia lo elegíaco.
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Al día siguiente del estreno, Chéjov “huye” hacia Yalta. Ni la salud ni su situación financiera le permiten viajar hacia el extranjero. Empeora. Le cuesta respirar. El 3 de mayo está de vuelta en Moscú. Chéjov habla de su muerte próxima. Un mes más tarde, el 3 de junio, en un movimiento desesperado o sin fundamento, Olga y él viajan a Berlín. En Badenweiler se alojan en un lujoso hotel. A los dos días, les piden que desalojen: los clientes escuchan la tos de Chéjov con temor.
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El 26 de junio Olga le escribe a Masha y le sugiere que Antón puede morir: “Te lo suplico, Masha, no pierdas el control, no llores, no hay nada peligroso, pero es muy grave. Los dos sabemos que apenas podemos esperar una recuperación completa. Tómatelo como un hombre, no como una mujer. En cuanto Antón se ponga un poco mejor haré todo lo necesario para volver a casa rápidamente. Aquí tenía tantos problemas para respirar que no sabía qué hacer, corrí a buscar al médico. El médico dice que como sus pulmones están en tan mal estado, el corazón hace el doble de trabajo que debería y su corazón no es fuerte en absoluto. Le dio oxígeno, le inyectó alcanfor, tenemos gotas para darle y hielo para ponerle en el corazón. Por la noche dormitó boca arriba y le hice una montaña de almohadas, le inyecté morfina dos veces y se durmió tumbado, con buena postura. Por supuesto, no permitas que Antón note en tus cartas que te he escrito, eso lo atormentaría. No creo que tu madre deba saber que Antón no se está curando, o dilo suavemente. No la trastornes. Antón sueña con volver a casa por mar, pero eso es imposible”.
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Acostado, sin moverse para evitar la fatiga respiratoria, Antón le pide a Olga que vaya a Friburgo y le compre un traje nuevo. Minutos antes de lo inminente, Chéjov improvisa un relato y se lo cuenta a Olga. Ella les pide a dos estudiantes rusos que la acompañan que busquen al médico. El doctor Schwörer lo examina y envía a los dos jóvenes a traer oxígeno. Antón protestó: no lo necesitaba, moriría antes. Schwörer le suministra dos inyecciones de alcanfor.
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Cuenta Rayfield que una costumbre de médicos rusos y alemanes establece que cuando la muerte de un colega médico es inminente, han de beber champagne juntos. Así, Schwöter pide una botella. Chéjov se incorpora y levanta la copa al mismo tiempo que su colega. Dice: “Me muero”. Bebe un sorbo y agrega: “Hace mucho que no bebía champán”. Chéjov se acuesta de lado. Entonces Olga, que observa desde el umbral de la habitación, se percata de lo que está ocurriendo. Llega a la cama en el instante en que Antón Chéjov respira por última vez.
*Antón Chéjov. Una vida. Donald Rayfield. Traducción: Daniel Gascón. Versión actualizada, mejorada y ampliada con respecto a la edición inglesa de 1997. Plot Ediciones. España, 2021.
El archivista y el historiador
Con el mismo empeño con que quiso proteger la dimensión privada de su vida, Antón Chéjov no cesó de producir documentos y pistas de distinto carácter: escribió miles de cartas y telegramas, y recibió una cantidad todavía más profusa.
Vivió en un tiempo en que cartearse —también enviar y recibir telegramas— era una práctica cotidiana. Y no desatendió nunca su obsesión archivista: guardaba hasta las más insignificantes notas, recibos o certificados, de forma ordenada y sistemática. Los amigos y las amantes de Chéjov temían a esta pulsión: sabían que, incluso mientras estaba de viaje, doblaba cada papel con sumo cuidado y lo guardaba en el bolsillo de su chaqueta hasta llegar a su casa.
Así, Chéjov dejó a sus biógrafos la ardua responsabilidad de armar un rompecabezas de miles y miles de piezas, muchas de ellas partes que no calzan a primera vista. Quizá ello explique por qué abundan las biografías breves o los ensayos biográficos, y no las biografías en mayúsculas, como la del notable historiador inglés Donald Rayfield, Antón Chéjov. Una vida, que escribió la suya luego de haber buceado a fondo en los archivos de Chéjov. La cantidad de información que Rayfield agrega sobre la vida de Chéjov y de los Chéjov; sobre algunos de sus amigos más pertinaces (como Suvorin), y sobre algunas de sus amantes, enriquecen un gran cuadro vivo, donde Chéjov adquiere una densidad, unos contrastes y tonalidades que no están en los libros de Irene Nemirovski, Natalia Ginzburg, Janet Malcolm, Rosamund Bartlet o Ígor N. Sujij, aunque cada uno de ellos, por distintas razones, enriquece, agrega profundidad, al gran tapiz de Rayfield.
Rayfield (1942), que ha publicado otros dos libros sobre Chéjov (uno dedicado al proceso creativo que culminó en la creación de la obra dramatúrgica Tío Vania, y otro, un análisis literario de sus relatos y textos teatrales), es autor de un enorme estudio que quiero recomendar aquí: Stalin y sus verdugos, en el que, sin aliviar al tirano de sus mórbidas responsabilidades, indaga en el vetusto y siniestro edificio del estalinismo, en la pirámide de espías, delatores, policías, torturadores y agentes encubiertos que hicieron posible el establecimiento y larga duración de la dictadura total encabezada por Stalin.