Papel Literario

Ante la Obra completa de Eugenio Montejo

por Avatar Papel Literario

Por ANDRÉS SÁNCHEZ ROBAYNA

No será preciso aclarar los motivos por los que me resulta tan grata mi participación en este acto de hoy, y tampoco justificar mi agradecimiento por haber sido invitado a intervenir en él. En mi primer viaje a este país y en mi primera estancia en Caracas, pocas cosas pueden complacerme más que contribuir a examinar y valorar el considerable esfuerzo que representa la edición de la Obra completa de Eugenio Montejo. Este acto de hoy tiene además, para mí, un simbolismo particular, y no puedo dejar de mencionarlo. Eugenio Montejo no es solamente un poeta y ensayista de muy singular relevancia, sino que también fue en vida, y sigue siendo hoy, un verdadero modelo de ética y de probidad intelectual, algo de lo que no anda precisamente sobrada la vida cultural contemporánea, marcada por un comercialismo y una banalidad irrefrenables. Quienes tuvimos la suerte de mantener con el autor de Adiós al siglo XX algún trato personal, sabemos hasta qué punto la claridad de juicio, la generosidad y la cortesía eran en nuestro poeta, más que una actitud, una naturaleza profunda, una condición sine qua non para el existir y para el coexistir, para la vida y para la convivencia.

La crítica que se ha ocupado de la obra de Eugenio Montejo ha señalado ya algunos de sus rasgos fundamentales. No es este, por otra parte, el momento de realizar un nuevo estudio, que ni la ocasión ni el tiempo disponible nos permiten. En este acto de presentación, además de celebrar como se merece la aparición de estos dos volúmenes de los tres programados que recogen el conjunto de la obra de Montejo, quisiera tan sólo incidir en un par de elementos en los que, a mi juicio, no se ha insistido lo bastante hasta hoy y que, a mi ver, resultan indispensables para acceder cabalmente a la obra poética del autor de Trópico absoluto, además de interpretar brevemente su posición en el marco de la poesía hispánica de nuestro tiempo. Conviene hacer también, con la misma brevedad, dos o tres calas en su obra crítica. Y no olvidaré, por último, evocar la persona del poeta, al que me unió una buena amistad y a quien vengo leyendo con admiración desde hace muchos años.

Resulta innecesario decir, por tratarse de una pura evidencia, que esta Obra completa representa un hito en la difusión y la posteridad de la obra de Eugenio Montejo, y que el esfuerzo realizado por Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini merece el más cálido de los aplausos. Se trata de un ejemplo de trabajo bien hecho, de pulcritud y de rigor en la organización y presentación de los textos. Sé por experiencia propia lo que esta clase de trabajo editorial representa, y que está lejos de ser sencillo. De ahí que haya que celebrar la muy reseñable calidad de sus resultados.

Debemos empezar por ahí, en efecto, es decir, brindando por estos dos hermosos tomos y saludándolos con júbilo, a la espera impaciente del tercer y último volumen. Y subrayando, igualmente, que esta compilación nos permite ver con más claridad que nunca que estamos ante una figura de una relevancia insoslayable en las letras hispanas contemporáneas. La pérdida de Eugenio Montejo en 2008 supuso la desaparición de una voz creadora única. Pero lo que nos queda es mucho: una obra poética y ensayística insustituible. Estos tomos permiten hoy calibrar este hecho en todo su alcance.

Mis reflexiones, como digo, se limitarán a guiar nuestra atención hacia dos rasgos presentes en la obra poética de Eugenio Montejo en los que, a mi ver, resulta de interés detenerse un poco. El primero es lo que podríamos llamar la inocencia. Inocencia no en el sentido de candor o ingenuidad, por supuesto, sino en el de pureza, limpidez e incluso, en más de una ocasión, de docta ignorantia según Nicolás de Cusa. El ángulo de visión poética de Eugenio Montejo se diría que es, antes que nada, el de alguien para quien el misterio del mundo causa lo mismo un asombro y una perplejidad permanentes que una inveterada turbación, una arraigada extrañeza. Ya desde su primer libro, Élegos, de 1967, este principio de inocencia, que conduce al estupor de manera inevitable, puede observarse en un poema muy significativo, que habla de las ataduras de la sangre en una honda meditación sobre el mundo familiar y el «regreso» de los muertos. «Restos de infancia / hacinada en lo hondo del ser levantan cenizas de estupor». En lo que el propio poeta llama las «metamorfosis de la infancia», en efecto, la presencia de los muertos no puede sino mostrarse como una inquietante interrogación, algo «abrigado de misterio». La inocencia también se extiende a la realidad misma de las cosas. De ahí que en Muerte y memoria, de 1972, se hable de una silla y su «inocencia de madera». En Algunas palabras, publicado cuatro años más tarde, el cantor dice atormentarse en «un mundo todavía tan negro» mientras mira dormir a su hijo durante la noche: «Y la inocencia en su reposo / que en lentas ondas fluye / mientras velo a su lado me atormenta». Del mismo modo, en el poema «Insomnio» se habla de «una inocencia / que espera el día y prepara los cantos» de los pájaros; en otro momento de ese mismo libro, la talla antigua de un ángel proclama «su liviana inocencia de cedro» y hasta las nubes, en el poema homónimo, son «islas inocentes». En Terredad, de 1978, los pájaros vuelven a cantar sus «silbos inocentes». Podríamos así seguir con otros muchos ejemplos. En 1969, reseñando un libro de Ungaretti traducido en Francia, Montejo afirmaba que «la memoria será útil para reencontrar la inocencia, porque» —y aquí se cita directamente al autor de Vita d’un uomo— «es a fuerza de memoria como uno se halla o tiene la impresión de hallarse inocente». También para el poeta venezolano, especialmente en Élegos, la inocencia resulta indisociable de la memoria: es casi su otro nombre. Sin embargo, esa inocencia no es la del niño o la del loco. El propio Montejo reconoce que el poeta moderno se sabe separado de esa pureza inocente que podemos observar en Keats o en Hölderlin, es decir, la alianza entre inocencia y conocimiento, y cuyo último gran poeta representativo sería acaso Ungaretti, para quien «la poesía es una sed de inocencia insaciada». Todo esto nos lo recuerda Montejo en las notas finales de su libro de ensayos El taller blanco. Sostengo, en cambio, que en Montejo, poeta moderno, abundan y sobreabundan ecos y reflejos profundos de aquella alianza entre inocencia y conocimiento, a la manera del Cusano. Los ejemplos que he puesto bastan para hacérnoslo pensar justificadamente.

Inocencia del ser, inocencia de la materia. Inocencia del mundo, al fin. ¿Adónde puede conducirnos esta realidad cargada de inocencia y misterio, cómo acceder a ella? El ser humano no puede abarcarla, ha de asumir el misterio y vivir en él. Se diría que, desde un punto de vista racional, la realidad así experimentada resulta, sin embargo, inasumible. Estamos ante la realidad misma de lo imposible. Pero la poesía es, como escribió el cubano José Lezama Lima, el reino de la infinita posibilidad. Para Montejo, pronto la realidad misma es un conjunto de situaciones contradictorias que sólo pueden ser asumidas por una mente transracional. En la «Introducción» a esta Obra completa, Antonio López Ortega y Miguel Gomes aciertan de lleno al señalar que, en un momento preciso de su evolución como poeta, Montejo «prodiga contrasentidos donde ausencia e indecibilidad se amalgaman», y mencionan el poema titulado «Final sin fin», de Fábula del escriba: «Nos iremos sin irnos, / ninguno va a quedarse ni va a irse, / tal como siempre hemos vivido / a orillas de este sueño indescifrable, / donde uno está y no está y nadie sabe nada».

Antonio López Ortega y Miguel Gomes señalan otros ejemplos: «Gallo sin gallo, pero que se oye»; «árboles que patinan, pero que no patinan»; «el tiempo en torno existe o inexiste»; «pájaros sin pájaros», y así otros muchos casos de paradojas e imposibles que atentan contra la lógica de lo real. Pero ¿quién ha dicho que lo real tiene sólo una lectura, y que la lógica aristotélica ha de ser necesariamente la que impere? En mi contribución al homenaje a Eugenio Montejo coordinado por Gustavo Guerrero y publicado en 2012, yo mismo insistí en este punto, señalando que la relación, la creación poética en Montejo tiene uno de sus fundamentos en la paradoja, y que ésta representa ante todo la impugnación más decidida de toda dualidad.

La paradoja constituye, por naturaleza, el ámbito natural de la multiplicidad, donde lo imposible se disuelve y se produce el nacimiento de otra realidad. Entramos en una realidad en la que algo es y no es a un tiempo: en el reino de la posibilidad o de lo real ilimitado. En el poema titulado «La poesía», Montejo llega a decir incluso que «la poesía nada pide —ni siquiera palabras». Fijémonos bien: ni siquiera palabras. Aunque la paradoja no es, por supuesto, la única dimensión de lo poético en esta obra, la paradoja constituye, sin embargo, la rampa por la que la visión de lo poético se desliza hacia lo desconocido, hacia el punto de encuentro con la «totalidad dinámica» de lo real que ella, la visión, ha hecho posible; en otras palabras: de lo real que la visión ha extraído de la imposibilidad. Lo imposible —y ahí acababa mi reflexión— rompe así su estatuto, y lo real se abre a nuevas dimensiones, nuevos estados de conciencia. Sabido es que para Kierkegaard la paradoja constituye la experiencia misma de lo imposible, es decir —según señala su estudioso Gonzalo Montenegro—, «algo que no es pensable —puesto que la razón cae en la locura al hacer el intento— ni algo que acabe resuelto por el hecho de llegar a hacerse realidad en la experiencia». En Montejo, la paradoja nos da acceso a una realidad múltiple, más rica y hasta más fiel a lo real, puesto que gracias a ella lo real ensancha de manera insospechada nuestro mundo y nuestra forma de experimentarlo. Más aún: de esa ruptura del estatuto de la imposibilidad que representa la paradoja surge lo que Pierre Fontanier llama el «sorprendente acuerdo» (l’étonnant accord) de lo posible y lo imposible, la conciliación final entre realidades, cosas o entidades contrarias. He ahí, precisamente, una de las manifestaciones más cabales y definitorias de la poesía.

Véase, en este sentido, el poema titulado «La vela», del libro Partitura de la cigarra. La voz poética habla junto a la luz de una vela, en torno a la cual gira una pequeña galaxia de minúsculos insectos que —escribe el poeta— «quizá gira porque cree, porque no cree». No es la primera vez que el motivo de la vela aparecía en la obra de Eugenio Montejo. Ya en el poema «Duración», de Terredad, habíamos leído que «Dura menos un hombre que una vela / pero la tierra prefiere su lumbre / para seguir el paso de los astros». Pero si cito «La vela» no es sólo porque en sus versos actúa poéticamente, una vez más, la fuerza impugnadora de la paradoja, sino también porque se trata de una de las composiciones que Eduardo Milán, José Ángel Valente, Blanca Varela y yo mismo seleccionamos en su día para Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española, publicada en 2002, y que aspiraba a abarcar la lírica hispana correspondiente a la segunda mitad de la pasada centuria, esa que ya Montejo despedía en su libro de 1992.

Si traigo aquí a colación la antología Las ínsulas extrañas no es sólo porque el propio Montejo alude a ella en alguno de sus ensayos, sino también, y ante todo, porque me permite volver sobre una cuestión que los antólogos considerábamos central en su día, y que hoy me lo parece más que nunca: la necesidad de valorar la obra de los poetas de lengua española más allá de sus respectivas naciones, para situarlos en la dimensión más justa de la poesía hispana en su conjunto, porque es allí donde adquieren, a mi juicio, su verdadero relieve. Sostengo, pues, que —sin ignorar, por supuesto, las raíces nacionales o locales concretas que actúan como germen y raíz de una obra— debemos considerar a un poeta en la perspectiva general de su lengua. No será necesario probar la inaceptable limitación que supondría considerar la obra de César Vallejo desde la sola perspectiva peruana, a Gonzalo Rojas desde la chilena, a José Ángel Valente desde la española. ¿Puede alguien examinar la significación de Dylan Thomas desde el exclusivo ángulo de la escena literaria británica (ya no digamos galesa), o a Wallace Stevens desde el panorama exclusivamente norteamericano? No se trata de hacer comparaciones de urgencia, sino de intentar dimensionar el verdadero alcance de una obra. Hace tiempo que la obra poética de Eugenio Montejo ha demandado ser vista en la perspectiva general de la lengua española, una perspectiva desde la cual puede ser observada en todo su alcance. Entre sus estrictos coetáneos —por ejemplo, el colombiano José Manuel Arango, el cubano Severo Sarduy, el chileno Óscar Hahn, el mexicano José Emilio Pacheco o el español Juan Antonio Masoliver, todos ellos nacidos en la segunda mitad del decenio de 1930—, nos es dado comprobar la singularidad de Eugenio Montejo, los caracteres específicos por los que destaca, la calidad peculiar de su voz, la aportación de sus rasgos distintivos. He hablado aquí tan sólo de dos de esos rasgos —inocencia y paradoja—, y salta a la vista hasta qué punto ellos ya, por sí solos, singularizan la poesía de Montejo y muestran su originalidad desde la perspectiva general de la poesía hispánica de la segunda mitad del siglo XX.

Los poemas de Eugenio Montejo que escogimos en su día para Las ínsulas extrañas revelan, en efecto, una voz poética única e inconfundible. Composiciones como «Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo», «La mesa» —con esos versos inolvidables que lo encabezan, tan montejianos: «¿Qué puede una mesa sola / contra la redondez de la tierra?»—, «La casa», «Canción», «El buey», «La poesía», «En casa» o «Final de lluvia» (esos versos finales, tan difíciles de olvidar: «Pasan parejas con paraguas. / Pasan paraguas sin parejas») no son sino unos pocos ejemplos de la altura (y también de la profundidad) alcanzada por el autor de Trópico absoluto.

Pero esta Obra completa no recoge únicamente la poesía de Montejo. El segundo volumen, de más de 1.000 páginas, está integrado por sus ensayos y por lo que los editores llaman «géneros afines», es decir, textos críticos muy diversos, ya sean notas de poética, prólogos a antologías personales o discursos de aceptación de premios y doctorados. Si no fuera porque libros como La ventana oblicua, de 1974, o El taller blanco, de 1983, ya la ponían de manifiesto sobradamente, sorprendería hoy la curiosidad intelectual de nuestro autor, capaz de llevarnos en sus reflexiones desde Homero hasta Jorge Luis Borges, pasando por Novalis, Paul Valéry, Gottfried Benn, Antonio Machado, Mário de Sá-Carneiro o Carlos Drummond de Andrade, o desde los escultores Eduardo Gregorio y Roque Benavides hasta los pintores Jesús Soto o Alirio Palacios. Aquí es absolutamente necesario subrayar el mérito de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini al haber recopilado y editado de manera muy pulcra un amplísimo número de textos dispersos, a los que muchos lectores, precisamente a causa de su dispersión, hemos tenido acceso ahora por vez primera. El lector, en efecto, tiene que dar las gracias por esta tarea impagable llevada a cabo por los editores, porque sólo ahora sabemos que, a pesar de que Montejo no publicó, aparte de La ventana oblicua y El taller blanco, otro libro específico de ensayo o crítica, no dejó de escribir en ningún momento textos críticos, algunos de ellos de extraordinario interés, y de notable extensión, como, pongamos por caso, los titulados «En torno a la obra poética de Fernando Paz Castillo», de 1979, «Poesía venezolana: valija de fin de siglo», de 1998, o «Tres poetas hispanoamericanos a la luz de sus artes mágicas», de 2003. Los lazos, por tanto, entre poesía y reflexión crítica nunca se rompieron, y ello fue así desde sus inicios hasta el mismo período final de Eugenio Montejo. Pues bien: si algo demuestra la edición de esta Obra completa es que los ensayos del autor están en todo momento a la altura de su poesía. Quiero subrayarlo como se merece, porque de hecho opino que lo que esta edición lleva a cabo, en tal sentido, es una gran aportación a la recepción y la posteridad de esta obra. No se podrá en lo sucesivo hablar de Eugenio Montejo tan sólo como importante poeta; a partir de esta edición, será preciso contar igualmente con su obra ensayística, no menos importante y notable. Sostenía Baudelaire que todo poeta digno de ese nombre encerraba necesariamente a un crítico. Paul Valéry, por su parte, iba más lejos, al afirmar que todo poeta valdrá como poeta lo que valga como crítico de sí mismo. Es innegable que la crítica, en el caso del poeta, y del escritor en general, empieza por ser autocrítica. Luego, el escritor puede practicar la crítica y el pensamiento con mayor o menor dedicación, pero creación y pensamiento se dan la mano desde antiguo, partiendo de Dante y Petrarca y llegando hasta hoy mismo. Montejo se incorpora a esa vieja tradición. Un solo ejemplo de su penetración crítica: «En buena parte de la lírica actual se ha sacrificado el principio musical de otras épocas, sin tomarse el trabajo de sustituirlo por otro equivalente. Se descansa más sobre la idea y se desdeña la música, condenándonos a la producción de un arte intelectual y masculino. Al proceder así, sin duda se ha olvidado que la poesía debe crear una música que nos haga pensar». Es inútil subrayar hasta qué punto Eugenio Montejo ha dado aquí una clave sustantiva de su arte poética.

Anuncié que iba a terminar estas palabras mías con una breve referencia a mi amistad con Eugenio Montejo, una amistad que la lectura aquí y allá de esta Obra completa me ha hecho revivir con nostalgia. Muy a principios del decenio de 1980 (hace, así pues, ya más cuarenta años), un amigo a quien mucho me complace citar aquí, Gustavo Guerrero, me había dado a conocer a algunos autores venezolanos que venían a sumarse a los que yo leía ya con admiración. Gustavo me dio a conocer, en efecto, a Eugenio Montejo, a Francisco Rivera, a Rafael Cadenas… Con los dos primeros inicié pronto un contacto epistolar, porque también a ellos, por otra parte, Gustavo les había dado noticia de mí y de mi trabajo. He repasado los libros de Eugenio en mi biblioteca. El primer libro suyo que recibí fue Trópico absoluto, con una afectuosa dedicatoria, fechada en agosto de 1982. Desde entonces, mi interés por su obra no dejó de crecer, y el primer encuentro personal, un decenio más tarde, con motivo de un viaje de Eugenio a Tenerife, fortaleció vivamente nuestro trato. Con los años, volvimos a vernos en otros muchos lugares: Lisboa, Madrid, Cartagena de Indias, Bogotá…, más de una vez en compañía de su esposa Aymara. Recuerdo cada uno de esos encuentros como un apasionado intercambio de ideas, versos, opiniones, libros y proyectos. Eugenio contaba que en su primer encuentro con Octavio Paz, este le había dicho que lo hallaba «poco caribeño». Fue en nuestro encuentro en Lisboa, en 2006, donde, por mi parte, caí en la cuenta de que Eugenio era una mezcla de civilidade portuguesa y de gentlemanship británica. Quién sabe si detrás de la primera no había algo de los ascendientes portugueses tan presentes en Canarias, islas de donde, como sabemos, procedía nuestro poeta. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Todavía me parece estar oyéndolo, en Cartagena de Indias, recitando con una sonrisa los versos de Luis Carlos López: «Pues ya pasó, ciudad amurallada, / tu edad de folletín… Las carabelas / se fueron para siempre de tu rada. / ¡Ya no viene el aceite en botijuelas!». Y también versos de Pessoa, de Ungaretti, de Gerbasi, de Vallejo, de Sánchez Peláez, de Borges, de Kavafis… Con Eugenio podía hacerse, en una conversación, un interminable recorrido por autores y obras de las más diversas geografías. Sabía guiarse con claridad entre unos y otros, y dialogar sabiamente sobre ellos. Sabía tanto hablar con lucidez como callar y escuchar con una insuperable, exquisita y poco hispana cortesía.

Repaso las páginas de estos bellos tomos de la Obra completa y veo y oigo, perfectamente vivo, al poeta de la inocencia y de la paradoja, al escritor profundo y reflexivo, en un lugar que él habría amado, un lugar que, como él mismo dijo en Fábula del escriba, se halla «a orillas de este sueño indescifrable, / donde uno está y no está y nadie sabe nada».