Por MARINA VALCÁRCEL
Quizás esta no sea una crítica de arte al uso, surge en los días finales de una exposición, de lo que quedará tras ella, de su huella. La retrospectiva de Anselm Kiefer en el Pompidou se cerrará en unas semanas, dejando atrás sus 150 cuadros monumentales, sus 40 vitrinas y una pregunta en el aire: ¿qué queda después de Kiefer?
No parece fácil que el panorama artístico de los próximos años pueda equiparar el impacto que dejará esta exposición. La densidad de esta pintura de nube de ceniza ha quedado suspendida en el sexto piso del museo donde habita y flota sobre el cielo de París.
Las paredes del Pompidou parecen forzadas a abrirse en salas distintas para acoger cuadros descomunales de interiores de arquitecturas totalitarias, claustrofóbicas, de bosques nevados cuajados de manchas de sangre, caminos que avanzan a través de serpientes y nombres de la batallas: Teutoburgo, Varus… También de sus paisajes, campos áridos, divididos en surcos abigarrados, como si fueran las vías del tren que avanzan hacia los hornos crematorios y que convergen en un punto de fuga hacia un horizonte aplastado y un cielo que no existe. Es la denuncia del artista alemán que quiere hacer ruido en un mundo de silencio.
Anselm Kiefer nace en mayo de 1945, en Donaueschingen, parte de la futura República Federal de Alemania, y pertenece a esa segunda generación de alemanes que crece sin referencias o recuerdos de lo que fue el régimen nazi. Son años en los que las autoridades del país anestesian a la población tratando de evitar cualquier sentimiento de responsabilidad o culpa en el Holocausto y echan por encima de la tradición alemana y del pasado nazi una capa de carbón que anule la memoria. Kiefer nace después de Auschwitz pero quiere vivir con Auschwitz. Por eso, a partir de 1970, su obra se convierte en lo que Daniel Arasse llama «un teatro para la memoria»: rescatar, estructurar y presentar la identidad alemana. Desde ese momento la factoría mental de Kiefer se pone en marcha para elaborar una versión contemporánea de la pintura de historia.
Estos días el techo blanco del Pompidou parece más bajo que en otras ocasiones, empujado por el límite superior de los cuadros, y por el suelo de hormigón que hace que la luz, exclusivamente artificial, rebote en un color de plomo. Hasta la sala de las vitrinas tiene mucho de sofocante, apretadas unas contra otras como si pertenecieran a un viejo museo de ciencias naturales. Las vitrinas nacen de los objetos que acumula Kiefer en lo que él llama las catacumbas de su estudio en Barjac: objetos a la espera de ser convertidos en mensaje: trozos de arcilla, bobinas de películas calcinadas, antiguas máquinas de escribir, fósiles, alambres retorcidos y flores secas. Nada se tira, todos los materiales tienen vida, todo se recicla en otro cuadro, en otra escultura.
Kiefer excita la curiosidad sensorial. Y lo hace también desde tu técnica pictórica, desde la elección de los materiales a la estratificación en capas y capas de distintos materiales de vida sobre un cuadro hecho en un tiempo indefinido: «Mis cuadros se podrían comparar con el Talmud, en los comentarios sobre los comentarios, en la sedimentación sobre la sedimentación. Si hiciéramos un agujero en el lienzo, veríamos toda la historia del cuadro en la verticalidad», dice Kiefer, quien nos interpela a través de la materia, del color y del estado de sus cuadros. A partir de los años 90 sus obras, engullidas por la materia, son mucho más que una imagen. Son, más bien, un viaje por unas superficies muy espesas, rugosas, ásperas que invitan a nuestros sentidos desconcertados a familiarizarse y tocar lo desconocido, a palpar, a arañar, casi a oler.
Los cuadros de Anselm Kiefer no son fáciles de abordar, el espectador ha de dominar la distancia que imponen, alejarse y encontrarse con esas dimensiones distintas. Las obras de Kiefer adquieren desde 1980 un tamaño titánico quizás porque la historia es una construcción que no se digiere tan fácilmente. Toda obra de Kiefer produce un golpe. Y ese golpe inicial está relacionado con el mundo de las sensaciones no solo el de las dimensiones. En una división arbitraria de la filosofía estética, Kiefer pertenecería al mundo de lo sublime más que al mundo de lo bello. La obra del pintor alemán asalta al espectador, le obliga a posicionarse, le contagia de inquietud, de perplejidad, también de curiosidad. En este sentido Kiefer impone las mismas barreras que levantaría un romántico alemán. Sentimos la inmensidad, lo inabarcable que producen los Nibelungos de Wagner, la tragedia. También nos lleva hasta la soledad, la duda, y la misma pregunta que lanza el personaje de espaldas de Caspar David Friedrich, ese hombre vestido con casaca negra y apoyado en el bastón frente a las montañas: El caminante sobre el mar de nubes, (1818).
Anselm Kiefer es un artista total: pintor, escultor, creador de espacios pero también, y sobre todo, es un artesano: herrero, minero, carpintero, un paisajista que convive con un discurso interior muy denso: «Mi biografía es la biografía de Alemania», pero también, y además, es la historia de los judíos, la Shoah, la Cábala, el Cantar de los Cantares, los mitos germánicos, la alquimia y la visión cósmica de Robert Fludd: cada astro tiene su correspondencia en una flor. Y los libros, su biblioteca: Heidegger, Walter Benjamin, Hölderlin y un poco más lejos Ingeborg Bachmann y después Paul Celan. Y después de Paul Celan, más Paul Celan. Paul Celan habita muy hondo, desde 1980 en los cuadros de Kiefer. Son un pintor alemán que reivindica la historia de su país a través del Holocausto y que siempre quiso ser poeta, frente al gran poeta rumano-judío, de la segunda parte del siglo XX, que decidió escribir la poesía que le quemaba por dentro en alemán, la lengua de sus verdugos.
¿Es posible escribir poesía después de Auschwitz? Pregunta Theodor Adorno. Quizás solo quepa el silencio. Pero si se adopta el camino de no callar, si se quiere seguir denunciando en alemán, es preciso refundar esa lengua. Por eso Paul Celan utiliza un lenguaje hermético. Y así, de esta unión entre poeta y pintor van surgiendo palabras sueltas que habitan en los cuadros, versos enteros escritos por la caligrafía redonda de Kiefer que salen de los cielos negros. Y muchos títulos: «Para Paul Celan: flor de ceniza». Porque las flores y Paul Celan se unen en varios momentos de la obra de Kiefer.
Margarethe es un cuadro de 1981 inspirando en el poema «Fuga de la muerte» de Celan. Kiefer pinta, o pega, o grita extrañas flores hechas de briznas de paja que salen de un suelo negro como si fueran rayos que terminan en una llama de pintura rosa. Son los personajes de Margarethe, representando al pueblo alemán con sus trenzas doradas de paja, frente a Sulamit, imagen del pueblo judío con su pelo de ceniza. Los iconos de la poesía de Celan se transmiten también a través de los materiales: la paja, la ceniza, el pelo, la arena… Como si fuera la transfusión de la palabra escrita en la capa de la pintura del cuadro.
Avanzamos por el Pompidou. De pronto, sin solución de continuidad, se abre ante nosotros una sala distinta, despejada, ligera, llena de luz, de color, creemos de alegría. Son solo cuatro cuadros de flores de gran formato. ¿Por qué pinta flores Anselm Kiefer? ¿Por qué empieza a plantar campos de girasoles en Barjac? ¿Por qué los girasoles empiezan poco a poco a invadir sus cuadros y sus esculturas? Kiefer utiliza una vez más la pintura para interpelar la historia. Hacia el año 2010 el artista vuelve sobre un hecho relacionado con el final de la segunda guerra mundial, el plan Morgenthau. Con el fin de impedir que Alemania, tras la guerra, siguiera desarrollando un programa de industria pesada y pudiera rearmarse, el secretario americano del tesoro, Henry Morgentau, propone a las autoridades internacionales un plan radical consistente en transformar Alemania en un país principalmente agrícola. Kiefer imagina la aplicación de este plan pintando cuadros invadidos por tapices de flores de colores, se deja llevar por la belleza, llena los lienzos de espesas capas de acrílico de la que surgen formas blandas de color que nos recuerdan la devoción del artista por la pintura de Van Gogh. Es Der Morgenthau Plan, de 2014.
En la pared de enfrente está Lilith (1987-1900). Desde su viaje en 1984 a Israel, los cuadros de Kiefer se llenan de influencias de la Cábala desarrollada en el siglo XVI por Isaac Louria, de la Biblia y de varios textos rabínicos. Lilith es la primera mujer de Adán en la mitología judía, sustituida por Eva, encarna la envidia, los celos y la voluntad de venganza. Es la serpiente. El cuadro, basado en São Paulo, representa una ciudad apocalíptica teñida por la ceniza. En el centro cuelga una mecha de pelo negro que simboliza a Lilith. El resto del cuadro aparece cuajado de flores que salen del lienzo hacia nosotros, son varas secas de amapolas. De nuevo flores y de nuevo Paul Celan. Uno de sus primeros poemarios, Amapola y memoria, gira entorno a la amapola o adormidera, símbolo del olvido y, a la memoria.
Según las Escrituras todos los cuerpos enterrados en Israel resucitarán. Los sabios del judaísmo dicen que la tierra de Israel tiene el poder de expiar, de perdonar los pecados. Paul Celan se suicidó a los 48 años en el Sena. Y su cuerpo está enterrado en Thiais, el cementerio de los pobres de París. Su lápida escueta, gris, igual a todas las demás, está cubierta por pequeñas piedras. Es la manera en la que los judíos dejan señal de la visita a sus muertos, las flores pertenecen a la vida.