Por DAVID NORIA
Leer la obra de Andrés Bello (1781-1865) es un ejercicio no solo de la inteligencia sino de la resignación. Lo primero porque su legado es una de las cumbres del pensamiento universal; lo segundo porque su desconocimiento u olvido, entre propios y extraños, nos da una medida de nuestro destino. La promesa, en lo político, de las recién emancipadas repúblicas fue la misma que, en lo intelectual, encarnó Bello en sus trabajos como poeta, filólogo, legislador y pensador: “Él solo adelantó nuestras ciencias y letras cincuenta años” llegó a decirse en su época.
Como Bello fue contemporáneo exacto del surgimiento de los países americanos, sabía que las nacionalidades son esencias hechas a menos que reconozcan pertenencias mayores (lingüísticas, por ejemplo). Pues la esencia, si la hay, no es sino la historia de la cultura, corriente irrespetuosa de fronteras. Por eso, a despecho de unos y otros, Bello fue nuestra primera inteligencia universal. Mucho antes que Menéndez Pidal, él estudió el texto del Cid; con más sistema que Salvá, él describió nuestra lengua; más culto que Sarmiento, se dedicó a edificar, que no a destruir; y mejor que ninguno, fue el gran poeta hispánico de la primera mitad del XIX. Cuando no había universidades adecuadas, ni condiciones propicias para el estudio, Bello las fundó en sí mismo al hacerse la promesa de estar a la altura de su tiempo: en Caracas, Londres o Santiago fue un estudioso de Kant, Schlegel, Locke, Berkeley y Chénier, además de los clásicos latinos. Pero fue más lejos y pensó que nuestras repúblicas podrían, como él, sobreponerse al atavismo heredado de la indolencia y el desorden. La esperanza en América, tópico que llegará hasta Gabriela Mistral, Germán Arciniegas y Alfonso Reyes, fue enunciada original y expresamente por Bello en su “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. Pero bien visto, ¿no anima este sentimiento toda su obra?
Hablar, leer y escribir bien, por un lado, y pensar bien por el otro, son los objetivos últimos de los ensayos ahora antologados del caraqueño, entre ellos “Notas para un tratado de prosodia castellana” y “Psicología mental”: a eso, en definitiva, aspiran los afanes de la filología y la filosofía entendidas como ciencias civilizadoras. Sin duda estos textos aparecen como una provocación en nuestro tiempo y en nuestro medio. Provocación para los escritores, tantas veces entregados a fantasías solipsistas e improvisadas; para los sabios, satisfechos o hasta orgullosos con conocimientos de segunda mano; para los educadores, que tienden a “igualar hacia abajo”; y finalmente para el “lector promedio” (si alguna vez ha existido), al que hay que recordarle, como ya advertía María Rosa Lida, quién es Virgilio y quién Horacio.
No todas las aportaciones de Bello siguen siendo válidas, por cierto. Ya Cuervo sabía que su edición del Cid sería desechada a la postre por no haber consultado el códice de marras; y su Gramática se ha quedado, naturalmente, rezagada del español actual, careciendo por tanto de interés pedagógico. Pero en la obra de este maestro americano hay lecciones que aprender, no las menores, de responsabilidad. Pruebas de ella son su cuidado al usar o fijar la nomenclatura de una disciplina, la exposición razonada y lógica de sus investigaciones, la independencia, claridad y apertura de su pensamiento y la pertinencia social de sus estudios.
Si la incómoda pero fundada duda de si hubo o no renacimiento en España se ha podido salvar diciendo: “Lo hubo, desde que existió fray Luis de León”, pienso que ante la también fundada duda de si la cultura hispánica tuvo o no Ilustración, podría responderse: “Bello es nuestra Ilustración de un solo hombre”. Valga la exageración. Pues solo desde los postulados ilustrados (franceses, alemanes e ingleses), como lo demuestra el estudio preliminar de Sebastián Pineda, entenderemos el proyecto vital de Bello, quien al hablar de su propio trabajo sobre el Cid –con el que buscó elucidar el origen del castellano– llegó a decirles a sus compatriotas españoles y americanos que “parecerá a muchos fútil y de ninguna importancia por la materia, y otros hallarán bastante que reprender en la ejecución. Favoréceme el ejemplo de los eruditos de todas las naciones que en estos últimos tiempos se han dedicado a ilustrar los antiguos monumentos de su literatura patria”. Tal vez la luz arrojada sobre los orígenes de nuestra cultura, pensó un incomprendido Bello, ayudaría a orientar el período fundador que vivió.
Al constatar esas mismas resistencias pero en otro ámbito, un viejo amigo de Bello, el artista de la guerra Simón Bolívar, recordaría agobiado el dicho de Montesquieu: “Es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar uno libre”, y sin embargo el militar ilustrado no dejó de confiar en que los americanos estaban llamados “a representar en la escena del mundo el papel de eminentes dignidades”. Para lograrlo, la pasión por la educación, la civilidad y la razón eran indispensables.
La alta promesa, en lo político, de las recién emancipadas repúblicas fue la misma que, en lo intelectual, encarnó Andrés Bello, el artista de la paz. A dos siglos de aquellos proyectos, es preciso preguntarse sin concesiones y de cara a aquel maestro fundador ¿cómo se encuentran hoy nuestras repúblicas y cómo nuestras letras y ciencias?
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Ensayos de filología y filosofía. Andrés Bello. Edición y estudio preliminar de Sebastián Pineda Buitrago. Editorial Verbum. España, 2019.