En casa de los Terán Madrid sembraban un árbol cuando nacía un niño…
A.E.T.
Cuando Ana Enriqueta nació en la casa de Valera que construyó su padre, sembraron un Samán que probablemente todavía existe. A las sombras de ese Samán, cuando tenía siete años, ella cuenta que allí fue alcanzada por la poesía. Su poesía ha estado marcada por su entorno. Cómo no haber sido así, ante ese ritual sagrado de la siembra, de la vida que da vida, y que Ana Enriqueta ha perpetuado en el tiempo con su lenguaje intuitivo; imágenes fascinantes y extrañas, regresando una y otra vez a ese árbol que la vio nacer, y renacer en su poesía.
Juana de Ibarbourou dice: “Impávidos nos dejan sus versos nacidos por esa furia lírica propia de quien como ella, mientras intenta asir lo que la llama, traspasa límites y entra en trance, sintiéndose entonces como una vestal poseída por el culto de Dios”.
El pájaro (el águila), la rosa, el girasol y el verbo se gestan por igual en su poética, como abanderados símbolos que se elevan hacia la profecía y la convierten en esa Sibila misteriosa y guardiana de la naturaleza, de la casa, de la lumbre, de la consciencia de la existencia.
Patricia Guzmán, en el prólogo de Piedra de habla, hace referencia a lo que entendí como la vehemencia de su escritura poética: “Su obra es extraña a categorías, y muchas veces al orden de lo real. Se entreteje con lo inasible y lo abismal, dialoga con lo que palpita en las raíces de la tierra y del tiempo”.
La poeta es una rara avis, y así lo experimenta y se confiesa en su poema “El nombre”, del Libro de los oficios (pág. 95). Pero también en estos versos declara la aceptación de sus propias raíces, de su destino, de su identidad femenina, pero sobre todo valora la excelsa lengua materna que le correspondió, como un tesoro no buscado:
“Como quien escribe una oración y pide en la oración mucha humildad y un extenso aliento para resistir brillo y cercanía de la PALABRA.
Es mi oficio y la frase resuelta de arena negra con pespuntes de oro. Y pide en la oración mucha obediencia y la aceptación del nombre.
No la firma, sino el nombre, completo en los calveros del poema:
ANA TERÁN.
ANA TERÁN MADRID.
ANA ENRIQUETA TERÁN.
Me gusta este nombre. Esta soledad y raro artificio que se deprende de mí hacia la profecía. Que es yo misma recorriendo las islas, el espacio comprendido entre mi desamparo y las escamas, anillos y mordeduras del CLIMA”.
Hoy, quiero hacer referencia a la exaltación que Ana Enriqueta Terán hace de la Naturaleza como verdadera esencia y conector de su vida, de su lenguaje, de su poesía. Ella es como ese árbol plantado que desde su nacimiento se viste de flores, y proporciona sombras al infinito devenir de sus imágenes, a su identidad como mujer. Ella es el árbol, su poesía encarnada, sus raíces, el secreto místico que la envuelve; y también cuerpo sensorial, sensual, que todo lo registra.
La poesía de Ana Enriqueta Terán es una eterna iniciación a la belleza…
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Carmen Elena Ochoa Pacheco es escritora y psicólogo clínico.