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Amado Scannone, cien y siempre

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Por FAITHA NAHMENS LARRAZÁBAL

Aperitivo (trago amargo o las servilletas para el salitre de los ojos)

Primer 22 de agosto sin la mesa puesta para él en la Quinta Santafé; el año pasado, pese a la convalecencia que lo postró en la cama, no faltó una torta. En la casa ahora recién vendida, un rimero de guiños tristes corrobora que su centenario tiene lugar en otra parte. La ausencia bien planchada del mantel blanco impecable. El bostezo de los paños sobre la cubertería que próximamente acompañará los emboques de otros comensales (la Christoflele fue robada en lo que será un episodio fellinesco). El desvanecimiento, en aquel larguísimo rectángulo de madera pulida que convocaría tantos ágapes, del tradicional festín de cumpleaños. Queda en el imaginario el desmesurado despliegue de confites nevados con espumosas provocaciones de cacao. El archipiélago de islas mullidas, castas, azucaradas a merced de la filosa paleta. La infinita concentración de bizcochos, este con copetes de caramelo, aquel humedecido con hilos de ambrosía, pisos abajo. Como una fantasía de Almodóvar, inolvidable la picardía de los hoyuelos almibarados del flan. Las volutas de pastillaje, como besos volados.

Engolosinaría el collage a la feliz concurrencia que revolotea al rededor como bocas a la miel. Tientan el merengón de fresa, el de mango, los cascos de guayaba, el quesillo de piña, el de café, el bienmesame, el tres leches, el majarete, las torta de zanahoria, de queso criolla, de jojoto, de almendras, la burrera, la torta caliente de higos, la bejarana, la marmoleada tan de moda, la marquesa de chocolate, la mazamorra de jojotos con coco. Desde la cabecera de la mesa, junto a la puerta batiente de la cocina, hasta la otra esquina, provocan suspiros, el manjar de naranja, la gelatina de leche, el pudín de cambur al caramelo, la natilla con higos y canela, el brazo gitano con leche condensada cocida en baño de María, el negro en camisa con crema inglesa, el juansabroso, el dulce de lechosa, el arroz con coco, el arroz con leche, el mousse de parchita, el pie de limón, la delicada de guanábana. La puesta en escena es un retrato hablado del goloso anfitrión y un catálogo de la colorida hibridez de la etnogastronomía local: canasta de mandocas, golfiaos, almidoncitos, alfondoque y conservitas de guayaba, bandeja de bombones y, como corolario, cesta de frutas. Cambures, mandarinas, uvas, fresas, mamones, trozos de piña y patilla. Imposible una degustación completa. Poco recomendable pretenderlo.

La enumeración no es la suma del menú de todos los aniversarios: cada 22 de agosto era tal cual el despliegue de manjares, cuya ingesta se activaba luego de que el cumpleañero, frente a la torta con incrustaciones brillantes y perlitas de azúcar, soplaba las velas. Entonces los platos servidos viajaban con el ancla de una cucharita de plata por entre el bosque de manos: tres, cuatro y hasta cinco combinaciones superpuestas de pastelería. Se esmeraban los reposteros de Caracas en el homenaje, así como Magdalena Salavarría, brazo ejecutor de las ensoñaciones de Armando Scannone, “un patrón que fue más bien un protector: algo gruñón pero sin duda un caballero”. Vivió casi cien con pasión por aquello que a otros empalagaría o enfermaría. La proverbial dulzura de su receta de caraotas negras podía sumársele a su lista de postres. “No, no, no, las caraotas quedan perfectas así acompañando el pabellón”, atajaría sonriendo.

“Y que no faltaran ni la ensalada de gallina ni el pernil”, dice tiritando la orfandad Magdalena. Per sé concurrida la velada, llegaban la familia, 37 sobrinos, y sus hijos, y los amigos. La música, otra devoción de Armando Scannone, era punto climático de la velada que lo animaba: podía dedicarle un recital el núcleo de cuerdas del Sistema u ofrecerle una serenata un grupo de voces del Orfeón Universitario, al que él perteneció. Cada vez menos presto como anfitrión —pero todos los pasos de la agenda en su cabeza, a excepción de las sorpresas—, tenía claro qué motivaba semejante jaleo que reunía a chefs, empresarios, artistas, gentes de apellidos linajudos, protagonistas de la movida caraqueña y amantes del buen comer. Todos lo reconocían y se tomaban fotografías con él. Con el caraqueño que con sus obsesivas papilas había salvado nuestra sazón y conquistado, hacía rato, el olimpo.

Su vida dedicada a complacer paladares, el suyo el primero, deja un legado colosal que lo inmortalizó desde antes del 9 de diciembre de 2021 cuando partió. Magdalena, digna sucesora de Elvira Fernández de Valera, se quedaría desde entonces con el enguantado Pablo Díaz hasta completar la cuenta regresiva del epílogo: cuando justo por estos días vengan los nuevos dueños, los otros. La eriza el silencio de los discos de música clásica y el de los de los Gipsy Kings, extraña dilección de don Armando; el de las desmotivadas cacerolas que apenas usa; el no poder volver a oír la pregunta con que él recibía a todos: ¿qué te apetece? El hombre que construye su destino y el de la cocina local a partir de la nostalgia se ha vuelto nostalgia él.

Una nostalgia que también roza a las orquídeas; Margarita, dilecta sobrina, se hizo cargo de algunas, enternecida. Armando Scannone las contemplaba con veneración, eran ellas epítome de belleza, eso que él entendía como una mezcla homogénea —y él era sabio en pesos y medidas— de elegancia, sutileza y gracia. Las orquídeas debieron llegar de un más allá desconocido, decía, ahora lo sabrá. Las llamaba extraterrestres. Ahora están desmayadas. Amarillentas. Es palpable la melancolía. Va realenga por todos los rincones. Deambula por los corredores, es nube gris que flota en los salones y sube a la habitación de don Armando para confirmar que ya no están en pilas milimétricas las camisas, las franelas, las piyamas.

Y claro se instala como sopor en la cocina blanca y enorme. Ninguna gota resbalándose por entre los fogones, ningún borboteo chillando evaporaciones, ningún regresar al paso uno o dos de la receta que ensaya porque en el camino se extravió esa aproximación al sabor que estaba trasteando. Fue fragor. Fue proscenio de pasiones intensas, las de la memoria, las de su olfato y lengua capciosa, las de la porfía. Armando Scannone compró la casa y no dudó en intervenir con modificaciones, antes que nada, la cocina. Sería su teatro de operaciones. Donde iniciaría su trabajo de reivindicación de la culinaria venezolana, la caraqueña, hasta dejarla bien presentada, acicalada y convertida en enseña.

Primer plato (Caracas, el sabor del éxito o así comenzó todo)

En lo que será una presentación para expertos, no pública aún, de la empresa personal por la que ha asumido el riesgo, Armando Scannone convoca a los gourmets del patio a una comida con recetas de Mi cocina a la manera de Caracas, en la Quinta Santafé. Acababa de llegar a la ciuda del cartapacio de la primera edición cocida en las imprentas españolas, que advirtiéndole del eventual fracaso le han sugerido, para amortiguarlo, que ofrezca con cada tomo un sartén de señuelo. Tiraje de cinco mil ejemplares, no pensaron ni su familia —la que tras leer las primeras fotocopias engrapadas lo azuzó a publicar aquel tesoro que debía compartirse con todo caraqueño—, ni mucho menos él, que sería tan rotundo el éxito.

En la mesa están los sibaritas de la Venezuela que siempre ha tenido una endiablada pasión por la restauración y está llenándose de chefs con nombres galos y de gala —Pierre Blanchard, Robert y Marc Provost— y de restaurantes linajudos—, el Patrick, el Gazebo, La Belle Epoque —algunos con la bandera del recetario etéreo de la nouvelle cuisine y otras atracciones. Ben Amí Fihman, hombre de letras, futuro editor de Exceso, cuentista y novelista en ciernes, tiene un espacio en el Feriado de El Nacional en el que inaugura la crítica gastronómica en el país: él es una de las atracciones.

El hombre de bastón, sombrero y pluma espesada con lecturas y cavilaciones, el sibarita que convocará en Caracas durante varios años el celebérrimo Salón Internacional de Gastronomía esa noche, flanqueado en la mesa por Pedro Espinoza y Eduardo Robles, actuará como un infiel. Hasta que reconoce en aquel platillo sublimado que cierra el menú, la textura impoluta, la superficie lisa y brillante, al humilde majarete arenoso, grueso, ordinario de la niñez. No puede creerse el ascenso estético de aquella propuesta criolla elevada a exquisitez. Para su sorpresa ve entonces al postre a base de coco como una pieza culinaria comparable con cualquiera de las de la patria de Joel Robuchon. Le queda claro que Armando Scannone se ha tomado el asunto de la gastronomía criolla en serio. “Me deslumbró”, confesará su conversión.

Scannone por su parte no ocultará sus motivaciones. Nostalgia. Revelará que un día fue rebasado por una incontrolable añoranza por la comida de casa cuyo recetario podría haberse perdido. Que impelido por la urgencia de sus papilas entonces rastreó en los gaveteros de toda la familia hasta acopiar el mapa culinario. Y que de seguidas asumió el trabajo titánico de convertir aquel rompecabezas de papelitos manchados con la letra de su madre, tías, y alguna señorona amiga, en fórmulas posibles. En reconstruido sabor. En la cocina laboratorio de la Quinta, Elvira llevó cada episodio a hervor y troceó, horneó, caramelizó, batió, salpimentó, frió, sacó costras dulces, aliñó con el sofrito de ají dulce y empanizó según cada caso. Él cató espesores, tesituras, frecuencia y anchura de los borboteos, sabores, aromas hasta dar con los paradigmas idénticos que él recordaba. “Así”. Culminan la proeza con un índice de 742 recetas listas. Para dar un ejemplo del nivel de empeño, deslizará que solo la jalea de guayaba fue cocinada 18 veces. He aquí el Libro Rojo, dirá: Mi cocina a la manera de Caracas. “A la hora de crear una receta he tratado de dar con el sabor original que guarda mi memoria, y ese sabor es el sabor de Caracas”, anunciará sin titubeos.

También añadirá que tuvo apremio en recuperar el relegado menú caraqueño porque era factible que las fragancias y sazones que echaba en falta funcionaran además como boleto al tiempo vivido; serían argumentos contra el olvido. Cuando vivían en la casa grande del centro de Caracas, todos juntos, y él y sus ocho hermanos, Teresa, Palmina, Enriqueta, Francisco, Pascual, Carlos, Alfredo y Héctor, colaboraban como equipo en la granja familiar, ubicada en la parcela contigua: la de Antonio Scannone, el hortelicero, y Antonietta Tempone de Scannone, sus padres. Cuando todo parecía fluir como ese río transparente que era el Guaire o como los chorros abundantes de agua que recolectaban los aleros, a cuyo cobijo se apurruñaban los caminantes cuando arreciaba un chaparrón. Asombroso cómo la gente que se había hecho la visita bajo esos paraguas a mano, democráticos, volvía a las andanzas hechos amigos.

A la vera de los enormes pucheros de los fogones de la infancia, el menú que disfrutaba Armandito tenía evocaciones a Italia pero despuntaba el sabor caraqueño. Su mamá, una fajada que haría la pasta a mano, le obsequiaba con el privilegio de permanecer como testigo del rítmico suceso que tenía lugar en las estufas. Podía ver, preguntar, olisquear, meter la cuchara, probarlo todo. Años después, cuando se decidiría a juntar las fórmulas del guiso básico o de las distintas salsas (en el segundo país consumidor de pasta nadie duda de que sea un platillo nacional), volvería a sentirse el mirón junto al fuego. En realidad se fraguaba un destino: el de custodio de la gastronomía caraqueña.

Armando Scannone, precisión de relojero, la pasión de Leo, la minuciosidad de Virgo en puertas (él sabía eso de los horóscopos “suficiente”), había conseguido atravesar con certeza el desierto de la evocación ahora por fin satisfecha. Podía ya indemnizar el recuerdo del sabor añorado. Y pese a que la casa editora le frunciría el ceño, ¿un recetario de cocina sin fotografías?, la tortilla de la suerte se volteará sólida a su favor. No solo la obra se vende como pan caliente: se convertirá en vademécum. Biblia. La fuente de todas las sabidurías. Es hoy por hoy el regalo de bodas por excelencia. Es un imprescindible, ay, en las valijas de los que se van. Junto con el Ávila y la foto del mosaico de Cruz-Diez del aeropuerto, símbolo de la memorabilia.

En un santiamén el libro se constituye en joya. En pieza fundacional que nos conduce a la felicidad oral, y nos reconstituye. Eso logra. Que nos espejeemos con gusto en los almizcles de la identidad. Resultado de más de cinco años de experimentación, la Academia nunca creerá mucho en lo de la memoria gustativa. En que eso existiera. Editado por primera vez ese octubre de 1982, igual Mi cocina a la manera de Caracas será imbatible bestseller. Un acontecimiento, aún lo es. No más se agotó la primera edición hubo que hacer una segunda, una tercera, una cuarta y una vigésimo quinta; se cocina la siguiente. Es el libro más vendido en Venezuela.

Que se puede leer como una novela histórica. O ahora mismo como obra de ficción si es día de quincena. O como un comprometido manifiesto de la idiosincrasia. Sin duda como un acto de resistencia: una defensa contra el olvido, a buen resguardo el qué y el cómo que nos relata. Y seguro como una autobiografía. Armando Scannone se convierte a partir de esta hazaña en adalid de la causa de los sabores vernáculos y su más ferviente promotor. Nos regresa a la entraña desde la exactitud que no deja dudas; en auxilio de la gastronomía aflora el ingeniero que conmina a mezclar tal cantidad de gramos, o litros, o tantas cucharadas, o tazas, ni más ni menos, y a confirmar que el dado de pechuga tenga el tamaño indicado.

La reunión con los comensales fue un éxito, todo el anecdotario se hizo noticia, así como las novedades que salían de los hornos. Libro y menú. El autor y protagonista de la velada, por su parte, se volvía mito.

Plato principal (sin cubiertos se revela el príncipe)

Nada que llega Enrique Delfino, excompañero de aulas y el contratista que construyó Parque Central. Viene directo del aeropuerto Charles de Gaulle con Isabel Oduber, guapísima compañera de viajes, y la bicoca de 12 maletas que quedan apostadas en la entrada. La champaña es Cristal. El descorche, sonoro y auspicioso. Está Fihman también en este encuentro. Y Carmen de Tinoco, la esposa del economista que estará en la presidencia del Banco Latino, del Banco Central y querrá la de Venezuela. Un retrato de grupo que hace foco en el país con lentejuelas. Ha venido acompañada la señora de mejillas per sé pintadas de intenso carmín de un puñado de chefs californianos que quieren enterarse de la comida local. El artista Vasco Szinetar toma las fotografías. No, no es Navidad pero podría haber hallacas.

Ha pasado el 27 de febrero con su impertinencia. Su mortandad. Su estremecimiento devenido disparo certero al corazón de la democracia. Armando Scannone ha dado suculentos almuerzos y cenas a los soldados que protegen la zona imaginando el asalto que podía promover la lucha de clases, parecen atentos. El susto se entroniza en la ciudad donde no faltan ni las sonrisas ni las palmadas en la espalda. Como dice Alonso Moleiro en su libro El país incivil, el temor de que el Caracazo se repita es el trauma que deja el dislate; la orgía de hambre y consumo, que en el discurso del chavismo posteriormente vencedor habría sido su justiciera ocurrencia y no una reacción espontánea. Un bis se volverá el cuento del lobo pero es el lobo, no un bobo, el que se hará de la presidencia y decretará la saña. Nos rompemos.

Comienza la velada y Scannone da inicio a la conversación lanzando preguntas como cebos. ¿Cuál es la diferencia entre bouquet y aroma? ¿Creen en la memoria gustativa? Se compilan variadas e ingeniosas respuestas. Hasta que una que ofrece Fihman hace a Scannone levantarse de la mesa: acompáñame, le dice a Ben, vamos a la biblioteca. Lo que será una confirmación en una página marcada de un libro —Internet es si acaso una suposición—, lo lleva a descubrir algo que le hiela la sangre. Una ventana está abierta en la sala contigua, en realidad es un boquete por donde entra el frío presagio. Enseguida abre una a una las gavetas del seibó que contiene aperos de casa y confirma la sospecha: lo robaron. Quien con previsión había vendido las lámparas Tiffany porque ya una vez una bola de golf había llegado desde el campo a pata de mingo con lamentable tino ahora descubría la desaparición de su cubertería.

“No digamos nada”, se reacomodó con aplomo. No querrá crear zozobra, desarticular la atmósfera grata construida en torno a la mesa. Se traga aquello. Todos comieron y disfrutaron. Celebraron cada plato. La casa. La reunión. La policía llegó a la hora del postre para una indagatoria discreta. Los ladrones, si se acababan de ir o habían hecho las delicias el día anterior o el previo, no dejaron rastro. Ben Amí Fihman, que con toda razón tiene guardado en su memoria prodigiosa el registro detallado de este episodio para una novela por escribir —todas son de Caracas—, pensará que pudo ser peor, claro. Convertirse en un episodio a lo La naranja mecánica o más grave, devenir un drama real dirigido por un perverso Charles Manson criollo. No. Con todo y la violencia, la ciudad parecerá sostenida por la soportable levedad del ser caraqueño.

En cualquier caso lo que sí queda patente es la índole que constituye a Armando Scannone. Su contención, su sobriedad, el no querer inquietar a sus invitados y su decisión de guardarse en el pecho el sufrimiento que debía morderlo lo perfila como lo que siempre pareció: un príncipe. Incondicional anfitrión, la leyenda de este hombre querido y solitario que recibiría en casa músicos universales y chefs de medio mundo comenzará a crecer desde entonces. Dueño de una vida que oscilará entre los mejores recuerdos y las más inspiradoras nostalgias, entre el éxito y la amenaza de la oscuridad, entre el dorado ganado y el indeseado rojo, se revelará esa noche como paladín de la gastronomía criolla y defensor a capa y espada del derecho a convocar, a persistir.

Hombre que en viajes a reconocidos destinos gastronómicos probó todo tipo de exquisiteces y en curiosas catas deslizó por su garganta trozos de caballo o león, se mantendrá desde la hazaña del Libro Rojo y hasta el último día, y al cabo de todos los libros subsiguientes, siempre garboso defendiendo el país que amó. Y con Venezuela, su menú. Apesadumbrado por las circunstancias, se erguirá para construir una causa y jurará que nada como un mondongo con las verduras bien picaditas, un asado negro, o unas hallacas. “No, no creo que tanta elaboración sea el producto de unas sobras empacadas en hojas de plátano”, terqueaba a favor de su plato favorito. “Como el término de cocina mantuana, estos son inventos de Arturo Uslar Pietri que por lo que parece nunca ha visto el proceso tan complejo que entraña este gran plato venezolano: hacer el guiso, luego una gustosa masa, por último la singular envoltura: cada paso requiere de mucha maestría”.

Un dolor de cabeza permanente que los caraqueños y los venezolanos no hubiéramos analizado bien y reconocido nuestra culinaria. “No, la hallaca no es rústica como el tamal con el que se le ha querido comparar”, sería el discurso de este cruzado de sempiternas jaquecas. Le daban con cierta regularidad, quién sabe qué encapsularía dentro de sí. En esta ocasión más que por batirse a duelo por la calidad de nuestros platos la jaqueca la produciría el extravío de aquellos adminículos para comer que nunca recuperó. No trascendió a la prensa el episodio pero sí que el restaurante Novgorot, correcto menú ruso y cubertería de plata bañada en oro, había perdido la suya. Suceso gemelo y lamentable, en este caso la pérdida fue sistemática: fueron desapareciendo pieza por pieza aquellas alhajas hasta que no quedó ni una cucharita. No, no fue para nada un consuelo.

Postre (la memoria es dulce)

El autor del seriado más entrañable, el de los libros Mi Cocina en colores distintivos según el contenido (el rojo, el recetario criollo; el amarillo, articulaciones de menús; el azul, platos foráneos incorporados a la idiosincrasia —unidos como la pasta—; el verde, comida ligera para los que requieren de dieta o abstenerse de opulencias, diabéticos por ejemplo; el anaranjado, con recetas para deliciosas loncheras escolares; en espera el rosado para embarazadas) se despidió sin alharacas como fue él, un galán. Un caballero.

Embelesado observador de El Ávila, desde su casa tendría una panorámica próxima y deliciosa de la montaña que como figura orgánica exhibe sin remilgos sus cambios ciclotímicos de color y de ánimo. Armando Scannone Tempone hablará cada tarde a las cinco, a la vera de un plato con bollería dulce, de Caracas. De su necesaria integración urbana y social, o de su gastronomía, y vaticinaría en una de esas tardes el éxito de la arepa: que más temprano que tarde sustituirá a la hamburguesa en el renglón de favoritos mundiales de comida rápida, diría. “La arepa en realidad es un plato completo y su éxito mundial tendrá que ver con sus posibilidades: le cabe todo, como decía el chef Federico Tischler, bueno, a excepción de pasta”, convenía.

Cada vez más socorrida en España —hay areperas también en Finlandia, Estados Unidos, Holanda, Chile, Panamá, Australia o Italia— se celebra la predicción de Armando Scannone así como su aporte a la mesa venezolana, él la monta y la revitaliza con un recetario completo y gustoso que le hace justicia y la vuelve provocación. También que inventara, siendo gourmet, no cocinero, la Sopa Dos Tiempos (mitad potaje de caraotas negras espeso y caliente, mitad crema de aguacates fría) y la de mandarina y auyama, intuyendo sabrosura en la coyunda cromática. Y los libros que inspiró y los que suscribió con los colores de la bandera nacional como portada.Y su don de gentes. Y su lengua envalentonada para decir a favor de lo intrínseco y sensible para rescatar sazones.

Se anuncia un cierre de telón, o conmemoración de su vida, con misa el mismo 22 en la capilla del San Ignacio, donde estudió. Los parientes, el país, medio mundo reconocen una vez más, en este primer centenario suyo, sus afanes y dan fe de su constancia como el rescatador de nuestra esencia. Como hombre raíz y país que hace historia y se asume eternidad, que nos invita a comer y nos da el gusto. Queda clara, en ese gerundio de manos a la obra que es su nombre, la importancia de llamarse Armando.

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