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Álvaro Mutis: La desesperanza

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Por CONSUELO HERNÁNDEZ

Por ahora, el alivio que me proporciona redactar estos renglones es de seguro, una manera de escapar a este deslizarme hacia la nada que me va ganando y que, por desgracia, me resulta más familiar de lo que yo mismo imagino…

Álvaro Mutis

Tuve la fortuna de compartir una amistad poética y literaria con Álvaro Mutis desde 1978 hasta 2013. Durante ese tiempo, escribí el primer libro de crítica literaria publicado sobre toda su obra: Álvaro mutis, una estética del deterioro, además escribí una tesis de maestría, un grupo de artículos, y conferencias sobre su poesía y sus obras narrativas. Álvaro por su parte prologó mi libro sobre su obra, rubricó un penetrante comentario sobre mi tercer poemario Manual de peregrina (2003) y me concedió el privilegio de trabajar y aprender a su lado en varias oportunidades. Hoy al cumplirse el centenario de su natalicio y diez años de su muerte presento este artículo sobre la desesperanza que tiene su origen en uno de los capítulos de mi libro y que, además de estar tristemente más vigente que nunca, creo, explica bien uno de los pilares en los que se sustenta su estética del deterioro.

Álvaro Mutis nos muestra como pocos el deterioro del individuo mediante el dolor, la muerte, la enfermedad, el olvido; el deterioro social manifiesto en la decadencia del poder, la guerra, la destrucción, la violencia, el exilio, y tiene una visión de los espacios de reclusión social donde el deterioro se hace más evidente: la cárcel, los cuarteles, los hospitales, y de una naturaleza donde «se frustra toda empresa humana». Esto supone necesariamente sus opuestos complementarios que vienen a constituir los grandes ausentes en su obra.  Se ha dicho que la poesía de Mutis no conoció la salud. Habría que agregar que tampoco conoció la alegría, ni la perduración en la memoria, la compañía permanente, el poder en su esplendor, la paz, ni la esperanza.

Este juego de ausencias y presencias configuran el universo ideológico cultural que proponen sus obras, cuya interacción es constante. Las novelas, los poemas y relatos de Mutis muestran una sola cara de la moneda, y constituyen una totalidad actuante, funcional, que alude a un proceso histórico y social y, a la vez, a una experiencia personal. La coherencia significativa entre el discurso lírico y el discurso narrativo, así como su perspectiva, permiten hablar de una obra, cuyo criterio generador es la desesperanza.

Su obra, como toda obra poética, es histórica en dos sentidos: afirma la historia y la niega trascendiéndola. Como producto social, encarna la desesperanza de un pueblo y su historia, especialmente de los pueblos tropicales, donde el sentido de transitoriedad e impermanencia del ser humano se ha desarrollado por fuerza de las constantes guerras civiles, y por la pérdida del contacto y una relación más sincera con el mundo. De otro lado, como creación, trasciende la historia, superando el tiempo de su enunciación para convertirse en un hecho renovado cada vez que un lector se detiene en ella.

Mutis presenta una condición de desesperanza que Maqroll y otros personajes llevan adherida a su destino. A través de todas sus errancias están entre el deterioro de un dios omnisciente y personal, del poder de la razón y del sentido común, del sentido de progreso, y un vago orden que por diversos medios intentan restablecer sin eficacia, debido a la presencia de una violencia devastadora proveniente de la condición natural de las fuerzas que los rodean. Novelas, relatos y poemas nos hablan de esa desesperanza como algo intrínseco al mundo y las imágenes del lado oscuro de la vida no revelan otra cosa que nuestra propia realidad. Por eso, en el fondo, la obra como totalidad siempre dice lo mismo y se funda en la idea de la conciencia del deterioro que mina todo lo existente.

Mutis logra descubrir la desesperanza de la existencia humana, la desesperanza del mundo y por ende la desesperanza que como poeta demuestra sobre la eficacia del lenguaje en el poema. De allí su tono siempre escéptico, pleno de la inseguridad de la vida, con un completo conocimiento de la nostalgia y del poder que tiene el tiempo de desgastarlo todo.

Esta condición de desesperanza es un aspecto más trágico. Toda la visión del deterioro resulta de haber visto y vivido en unos espacios vencidos, arruinados y de haber observado la corrosión y el desgaste, en cuyo favor «el tiempo no tiene ascendiente alguno». Por otra parte, tal sentimiento aflora ante la nostalgia de un tiempo mítico en el que el caos fue ordenado cuando no había deterioro, y de la imposibilidad de conocer el porvenir en el mundo actual de incertidumbres. «¡Abran bien los ojos —dice y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!»

La desesperanza puede considerarse también al revés de una ganancia intangible. Ante el grito de «Dios ha muerto», sólo queda un abismo que deja la ausencia de valores. Y el primer sentimiento que experimentan estos personajes es que ellos ya están muertos también. En el poema «Moirologhia»,  sólo está la tumba con el «¡desheredado de las más gratas especies!» y el hablante poético muestra el coraje que es preciso para mirar hasta el fondo de la tumba y descubrir que es una huera realidad. Pero Maqroll no intenta tapar la tumba ni proteger un cadáver, cuya «boca moverá pausadamente la mueca de su desleimiento». Maqroll posee el coraje de los que renuncian a los consuelos de la razón y de la metafísica para proclamar la muerte.

La desesperanza es una negatividad que puede tornarse positiva por el conocimiento, pero ignorarla sería otra nueva negatividad. Para Abdul, protagonista de Abdul Bashur soñador de navíos, y para Maqroll, saber de antemano que la meta que buscan es «inalcanzable» se convierte en un antídoto contra el idealismo. El ideal para ellos es algo que jamás se alcanzará y si se alcanza deja de ser el motor de la vida. De allí que cuando Abdul está a punto de conseguir el barco que soñó toda su vida, muere en un accidente. La desesperanza que para Kierkegaard «es una enfermedad, no una cura», para Maqroll es lo contrario, una cura contra el idealismo. En esa dialéctica se cumple la condición del desesperanzado.

La desesperanza para Mutis autor es algo tan simple como «una manera de percibir la realidad sin afeites, maquillajes o engaños» y en sus obras relaciona las calamidades que han acaecido a los logros humanos más incomparables con la desesperanza. Sin embargo, ésta no es una obra del elogio al desorden, ni tampoco de lamento o crítica. No podría decirse que se vea en el deterioro una posibilidad de restituir la vida, ni algo condenable. Maqroll y otros personajes asumen este orden de desgaste, en el que irremediablemente les toca vivir, como una condición natural y van hacia ella con una actitud no dionisíaca, pero sí con la aceptación nihilista positiva de su destino.

La poesía de Mutis está signada por la misma condición. En sus imágenes,  antítesis, paisajes, bestiarios, olores, colores, en lo erótico y en la enfermedad, Eros y Tánatos están allí en esplendorosa conjunción, creando la estética del deterioro. Una poesía antitética que finalmente se confiesa parte de la derrota. Ya lo dijimos antes, la poesía para Mutis no es más que «la evidencia de futuras miserias». Miseria de la condición humana, sometida al tiempo que «devora la carne de los hombres». Por eso, no hay en su poesía, ni en la proyección del arte una salvación segura, pero es el único intento posible. Una proposición muy nietzscheana.

Sin embargo, Álvaro Mutis no es un poeta de la marginalidad, ¿qué es lo marginal?, como algunas veces se ha querido ver. Es un poeta que habla de algo que es ley de vida, el deterioro, la desesperanza y, como consecuencia, el movimiento creador, lo cual nada tiene de marginal en la sociedad contemporánea. Son constantes realidades que corren a veces interceptando o paralelas a lo que se considera «central».

La poética mutisiana de la desesperanza producida por la conciencia del deterioro es horrible y, a la vez, de una belleza excepcional. Desde Los elementos del desastre (1953) hasta Abdul Bashur soñador de navíos (1991), Mutis ha sabido convertir toda situación de desamparo y deterioro en un medio que vehiculiza la belleza. Es, como dice Hernando Téllez, «una obra de raras perfecciones en un mundo pleno de imperfecciones».

Las condiciones de la desesperanza, que en una conferencia señalara Mutis, se cumplen todas en el Gaviero, su más persistente alter ego, y en sus protagonistas principales: la lucidez, la incomunicabilidad, la soledad, la estrecha relación con la muerte del desesperanzado, ese «alguien que ha logrado digerir serenamente su propia muerte, cumplir con la proposición rilkiana de escoger y modelar su fin». Y como señala el autor, Maqroll «no está reñido con la esperanza, con lo que ésta tiene de breve entusiasmo por el goce inmediato de ciertas probables y efímeras dichas. Por el contrario, es así como sostiene las breves razones para seguir viviendo». Pero, como desesperanzado, no espera nada y no participa en lo que está más allá de sus sentidos. Desesperanzar y dejar que todo suceda no es actitud de un resignado. «Lejos de eso —dice el Gaviero. Es otra cosa. Tiene que ver con la distancia que nos separa de todo y de todos. Un día sabremos».

La desesperanza, sentimiento común en sus personajes más importantes, se universaliza como experiencia existencial y al rebasar los límites del poeta y del narrador impregna también al colombiano, autor implícito en Diario de Lecumberri y Abdul Bashur soñador de navíos; al paria, Maqroll; a Abdul Bashur, árabe musulmán; al vasco-hispano, Jon Iturri; a Ilona, la italiana de Trieste; a Bolívar y a todos los seres que en la cárcel sólo eran distinguidos por sus apodos o alias. Esa desesperanza se manifiesta como una vivencia acelerada del presente, sin temor a arriesgar hasta la propia vida para conseguir dar algún sentido a su breve paso por la tierra. Marcados todos por la indeterminación económica, desconocen la suerte que les espera el día siguiente; no tienen la certidumbre de poder satisfacer sus necesidades básicas o de sobrevivir a la miseria, en la que es tan fácil caer y tampoco pueden escapar a los enfrentamientos políticos, sociales y culturales. Mutis aludía al origen de la desesperanza en el trópico, implicando otros factores inherentes desde los inicios:

La semilla ha sido puesta mucho antes de que estos seres llegaran al trópico, sería ingenuo pensar que ello pueda producirse en tan desolados lugares; la semilla viene de las más grandes ciudades, de los usados caminos de una civilización milenaria, de los claustros de viejas universidades, de los frescos ámbitos de las catedrales góticas, o de las empedradas y discretas calles de las capitales de la antigua colonia en donde los generales con alma de notarios enfermos del mal de siglo forjan interminables y retóricas guerras civiles. Pero es en el trópico donde la desesperanza logra la más rica, la más absoluta expresión de su desolada materia.

Todas sus personas poéticas o personajes están hastiados de una vida que no ofrece sino la posibilidad de vivir como un eterno presente, debido a la miseria a la que los someten las mismas condiciones que pesan sobre Maqroll. La única salida que queda es mostrar, sin protesta explícita, el colmo de la falta de fe en un mundo que no fabrican y que no es el de ellos, pero en el que por fuerza deben desplegar su vida: «¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos, que dicen de la presencia de un mundo que viaja ordenadamente al desastre de los años, / al olvido, al asombro desnudo del tiempo!», nos dice en un poema. Ante lo inevitable de la muerte y la falta de certeza en valores metafísicos que permitan aceptar y dar una explicación coherente a las plagas, el hambre y las fuerzas devastadoras, no queda otra reacción posible que desesperanzar.

Al contrario de los mitos religiosos que optan por una terapia mental-emocional para los sufrimientos y angustias de la humanidad tales como hambre, guerra, enfermedad, vejez y muerte, donde tales dolencias serían compensadas por la esperanza de un paraíso, un nirvana, un cielo o una reencarnación en mejores condiciones, la obra de Mutis no ofrece ningún paliativo. Como si concibiera que no hay dos formas de ver la vida sino una sola, cuya otra cara es precisamente la que está ausente de la mayor parte de la obra. Si existe alguna moral, es la desesperanza, pues la noción de lo justo y lo injusto, del bien y el mal en el plano ético, o la fuerza en plano físico se escapan. Para el Gaviero, Abdul, Ilona y también para el narrador, el bien y mal no pasan de ser concepciones mentales. Todas las experiencias —aún las que se juzgan como más deteriorantes— contribuyen a darle un sentido a la vida que es el encuentro con el vacío. Allí tampoco habrá más satisfacción que el seguir en la acción con la lúcida conciencia del desesperanzado. Abdul, en diálogo del final de la saga con el Gaviero, refiriéndose a su etapa de hampón, lo reconocía así: «Insisten en hablar de un descenso cuando se refieren a la reciente fase de mi vida. (…) Para mí, ese mundo, dentro del cual viví varios años cargado de plenitud innombrable, no está más abajo ni más alto que ningún otro vivido por mí». El mundo del deterioro es tan válido como cualquier otro, pero en dirección inversa. Y cuanto más apartado de un régimen moral, más auténtico en ese nivel; lo malo es estar a mitad de camino, en la mediocridad. Abdul, a través de la degradación, llega a una concepción amoral del mundo, pues en el hampa halló las mismas miserias y virtudes de la otra gente. Y hasta le parece que la generosidad y la miseria allí se manifiestan más hondamente, porque es un sentimiento neto, no un imperativo de conducta impuesto por las apariencias sociales o las normas morales. Cabría aquí citar a Gianni Vattimo cuando dice que,

Una vez descubierto que los valores no son otra cosa que posiciones de la voluntad (…) Nadie está ya en el mismo puesto de la jerarquía social; ni siquiera queda intacta la jerarquía interna de los sujetos individuales, que descubren en sí no el puro reconocimiento de valores, sino fuerzas en lucha y organizaciones siempre provisionales.

Maqroll, en todo caso, tampoco sería exactamente un «nihilista pasivo» según lo define Nietzsche porque, si bien sí «recorre el mundo con una mirada desencantada sin encontrar ningún ideal, ninguna meta que le parezca digna de movilizar sus energías» y además agrega en un poema: “Hubiera yo seguido con las caravanas. Hubiera muerto enterrado por los camelleros, cubierto con la bosta de sus rebaños, bajo el alto cielo de las mesetas. Mejor, mucho mejor hubiera sido, el resto, en verdad, ha carecido de interés)”, de todas maneras Maqroll se enrola en empresas para evitar la inercia, a sabiendas de que «las empresas en las que se lanza tienen el estigma de lo indeterminado, la maldición de una artera mudanza». Pero sí es un nihilista en el sentido de que «los valores supremos pierden validez; falta la respuesta al porqué».

En las obras de Mutis los personajes van atravesando distancias literales y metafóricas, haciendo marchas forzadas, y entre los leves consuelos viven las enormes arideces que les permite explorar su vida, pero la sola aridez sería incapaz de mantenerlos vivos. Desde Maqroll hasta el Zuro, de Ilona a la Regidora, todos los personajes están en constante estado de devenir, de un llegar a ser, de un estoy siendo y no de un soy. Aunque no se espera llegar a ser nada, hay una permanente actividad que rebasa la inmovilidad, lo que no quita ni aminora la conciencia desesperanzada y la convicción de impermanencia e insignificancia en la tierra. La síntesis de la vida de Maqroll y de Abdul, así como la de Ilona, fue una cadena de «amores marchitos, y empresas descabelladas». Aún la misma empresa del narrador y autor implícito en Abdul de dejar sus memorias, a las que, además, considera anacrónicas, la emprende para alimentar la desesperanza que lo hace vivir: «Me he propuesto hacerlo —dice—, con la ilusión de que, al rescatar el pasado de mis dos amigos (Maqroll y Abdul), cumpla, quizá, con un acto de somera justicia para ellos; al tiempo que tal vez me ayude a prolongar mis nostalgias que, a esta altura de mis días, representan una porción muy grande de razones que me asisten para continuar viviendo».

Alar el Ilirio, protagonista de La muerte del estratega, muestra su escepticismo en las victorias y da poca importancia a la derrota. Practicante de la desesperanza,  «le gustaba frecuentar los lugares en donde las ruinas atestiguaban el vano intento del hombre por perpetuar sus hechos». Una de las pocas certezas que tiene es saberse «dueño del ilusorio vacío de la muerte». Simón Bolívar en El último rostro, como Maqroll, se convierte en un hombre compasivo saboreando una tristeza infinita y manifestando su simpatía por los callejones sin salida en que lo coloca el propio «fatum». No hay en él ni sombra de odio ni deseo de venganza, pero sí una tristeza primordial que aspira encontrar compasión. «Ay, capitán, —le dice a Napierski—, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo abandonar el suelo que lo odiaba», o el alivio de una mujer como las que generalmente encuentra Maqroll para paliar su tristeza, su enfermedad y su desesperanza.

Abdul, en su degradación permanente alcanza, al final, el mismo estado de desesperanza del Gaviero: si el barco que ha buscado toda su vida no aparece le da igual. «Ya aprendí —dice— y me acostumbré a derivar de los sueños jamás cumplidos sólidas razones para seguir viviendo». El barco de Abdul no es menos ilusorio que los aserraderos del Xurandó, las pescaderías en Alaska o las canteras de piedra en el Perú para Maqroll. Al final de estas experiencias el carácter de Abdul había cambiado radicalmente y «la disponibilidad se trocó en escéptica indiferencia del que sube al cadalso pensando ya en la otra vida».

La desesperanza permea la visión de la sociedad también porque «De la casa de los hombres no sale una voz de ayuda que alivie el dolor de todos sus partidarios». El dolor se disemina y entonces esta poesía sale al encuentro del ser humano y le devuelve la conciencia de su fragilidad y desamparo y el poco significado que puede tener la vida. La miseria para Mutis no es sólo una miseria social o material, es la miseria como desamparo, como escepticismo, el no tener futuro ni perspectiva en la vida, no creer en nada y también el no tener a donde ir. De allí que tampoco haya una propuesta convincente de regreso tal como lo expresa en Caravansary: «Iremos más lejos que nuestra más secreta esperanza, sólo que, en sentido inverso, siguiendo la senda de los que cantan sobre las cataratas, de los que miden su propio engaño con la sabia medida del uso y del olvido…».

Con excepción de Los Emisarios y también Crónica Regia y alabanza del reino y Un homenaje y siete nocturnos, en todas las obras de Mutis, como en las de Conrad, se esparce una conciencia de la desesperanza, un pesimismo trágico que es común en Tolstoi, Dostoievski, Fernando Pessoa. Es la desesperanza que se encuentra en Malraux donde el hombre precario ha perdido todo lo que pueda contener un valor de esplendor de gloria o de orden como la religión, el estado, la ciencia. El ser humano se descubre a sí mismo como un extranjero y, como alternativa, a la pérdida de todo sentido de la vida sólo queda oponer un lenguaje poético, crear una estética (otra ilusión) y aprender a convivir con la desesperanza. Maqroll probablemente concibe que lo peor es saber que detrás del mundo del deterioro no existe otro orden. Todo lo contrario de lo que diría Artaud: «Lo grave / es que sabemos / que tras el orden / de este mundo / existe otro» (87).

Esta condición de desesperanza se reafirma en las lecturas de historia, que llenan los momentos «vacíos» de Maqroll y que, como lo dijera Mutis en una entrevista, constituyen «una lección constante, de hasta dónde el hombre es un ser destinado a cometer enormes errores, a padecerlos, a pagarlos, a volver a caer en ellos, sin remedio, sin salvación ninguna y, al mismo tiempo, a disfrutar de la vida.»

Para Maqroll, el único exorcismo o descanso posible de esta fatal desesperanza, tan constante como sus trashumancias, es la muerte según lo ve en Caravansary. «Todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre, usado en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, días en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida… se desliza hacia la muerte». La hora de la muerte sería pues la «suma de todos los errores» que borra el sentido de la «vana existencia. Fuera de los dominios de la muerte sólo es posible la desesperanza, que como dice Kierkegaard, es la imposibilidad de «devenir sí mismo y ser sí mismo».

La muerte como pérdida es, como dice Heidegger, sólo para los supervivientes. Cuando Ilona muere, quienes padecen la pérdida son Abdul y Maqroll, pero no experimentan su morir, se limitan a asistir a su muerte. Además, todos caminamos con la muerte encima, empezamos a morir cuando nacemos, «tan pronto como un hombre entra en la vida, es ya bastante viejo para morir».

¿Trágico? Sí. Pero a la manera nietzscheana. Lo trágico en las obras de Mutis es más bien «una embriaguez de vivir» que a su vez estimula a Maqroll para la vida, «al servicio de un movimiento descendente» que no tiene que ver con la idea aristotélica de que las emociones purifiquen. Al Gaviero la desesperanza no le hace renunciar a la voluntad de vivir, ni lo conduce a la autodestrucción. Al contrario, él posee una voluntad de afirmación a través de la estética y del movimiento que traspone la rutina decadente. El propio Mutis confesaba tener un sentimiento trágico de la vida:

Yo creo que nos jodimos. (…) Es que yo considero que no se puede tener ningún otro sentimiento. El sólo hecho de que nos vamos a morir y de que nos estamos muriendo, me parece tan terrible ante la belleza del mundo que va a seguir viviendo (…) es la sustancia de la cual se nutre toda poesía y, guardadas todas las proporciones, la mía también.

Para el Gaviero, como para Nietzsche, «la humanidad no avanza, ni siquiera existe. El aspecto general es el de un enorme taller de experimentos en que se consigue algo muy de tarde en tarde y son indecibles los fracasos; donde todo orden, toda lógica, toda relación y cohesión faltan». Mutis es un poeta de la desesperanza, lo cual lo emparenta con Joseph Conrad, quien escribió sobre los trópicos malayo y latinoamericano, Fernando Pessoa, Drieu la Rochelle, Malraux, cuyo escenario en algunas de sus obras es también esa latitud y, claro, con García Márquez: pensemos en El coronel no tiene quien le escriba o en El general en su laberinto. Como decía Mutis, «existe una relación directa entre la desesperanza y ciertos aspectos del mundo tropical y la forma como el hombre los experimenta». La conciencia de transitoriedad, el estar listo para arriesgar siempre, el vivir el presente porque no hay ninguna esperanza de futuro y tampoco de pasado porque la historia ha sido distorsionada o destruida, son hechos que generan esa condición de vida tropical. El poeta se limita a presentar el deterioro sin carácter valorativo, más bien lo acepta como un movimiento del que no alcanza a ver su potencia renovadora, pero que se realiza como tal en la obra al hacer del desgaste su objeto estético.

Concluyo estas líneas que son hoy mi manera de celebrar, honrar y recordar al gran poeta Álvaro Mutis quien, contra todas sus desesperanzadas proyecciones, ya tiene un puesto privilegiado en la poesía y a él volverán, sin duda, otras generaciones de jóvenes más sabios.

Consuelo Hernández

American University

Washington, 22 de agosto 2023