Por SÉVANA KARALÉKIAN
Alumbra la luminosidad de la poesía de Eugenio Montejo incluso a altas horas de la noche. Las formas que sus versos recogen están “sedientas de luz”, de claridad, de brillo; brillo como el del ropaje del tordo negro, claridad como la que se busca en la voz fragmentaria de un árbol, luz del foco insomne de la poesía, “aquella que no duerme”, escribía Claude Esteban.
En el paisaje de la ciudad: animales, insectos, árboles; en él, al igual que el tordo negro, ahora “pájaro urbano”, el poeta también tuvo que establecerse. Los árboles “se juntan en los parques” y el canto del gallo “no cuenta con patios ni verdores”. Eugenio Montejo (1938-2008) es testigo de esa transformación y escribe acerca de su ciudad natal, Caracas: “Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi infancia” (Terredad, 1978).
Pero el poema sigue en la naturaleza y la naturaleza, aún desencarnada, continúa por la ciudad: “Canto sin gallo que no requiere plumas, / ni terrestre alimento para su forma”. Es más: la materia verbal está en el aire, suspendida –como en “Alta noche”– y el poeta sale a su encuentro, le presta el oído y, a tientas quizás, procura ponerlo en la página, un trabajo vivo que a veces queda en vilo. Así en “Los árboles”, poema inquietante y precioso en que el grito –que no el canto– del pájaro que anuncia su muerte próxima se confunde con la voz de un árbol ante la llegada del invierno: “No sé qué hacer con ese grito, / no sé cómo anotarlo”. Esto lo escribe en Algunas palabras (1976). Veinte años después, el tordo negro sigue habitando el poema como un intermediario, un intérprete: con él se hacía sonoro el pensamiento de uno de los árboles; ahora, en “Un tordo”, a este pájaro hecho un maestro le preocupa “la última traducción de Heráclito / a su alfabeto alado” y a su nido lleva “algún papiro aún indescifrable”. Más que el sueño, la esperanza –y la labor– de hallar la piedra de Rosetta para leer cada alfabeto, también el frondoso, indescifrables aún.
No hay poesía sin traducción. Los poemas escogidos aquí abarcan este sentido, estos sentidos: tanto el que se acerca quizás al abuso de lenguaje, en que cada poema es la traducción de un texto no escrito, como el lingüístico, el paso de un idioma a otro. Los tomos como una invitación, pues algunos textos piden ser traducidos, a la que espero responder dignamente, también para volver a leer, o descubrir, a Montejo, cuya obra, “incluyendo sus ensayos, terminaría por ser una de las más variadas, ricas y significativas de nuestra literatura contemporánea”, según afirmó Guillermo Sucre.
Hace pocas semanas todavía no conocía la poesía de Montejo. Juan Carlos Chirinos y David Noria me llevaron a sus versos extraordinarios. Estas traducciones son mis agradecimientos para ellos. Ojalá quede en esas algo de la generosidad de ambos y el lector también pueda recibirla.
Los árboles
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
Les arbres
Ils parlent peu, les arbres, on le sait.
Ils passent leur vie entière à méditer
et à bouger leurs branches.
Il suffit de les regarder l’automne
lorsqu’ils se rassemblent dans les parcs :
il n’y a que les plus vieux qui conversent,
ceux qui partagent les nuages et les oiseaux,
mais leur voix se perd parmi les feuillages,
et très peu nous parvient, presque rien.
C’est difficile de remplir un petit livre
avec des pensées d’arbres.
Tout en eux est vague, fragmentaire.
Aujourd’hui, par exemple, en écoutant le cri
d’un merle noir, sur le chemin du retour,
le cri final de celui qui n’attend plus d’été,
je compris qu’un arbre parlait dans sa voix,
un arbre parmi tant d’autres,
mais je ne sais pas quoi faire de ce cri,
je ne sais pas comment le noter.
Algunas palabras, Caracas, Monte Ávila, 1976.
Un tordo
a Leopoldo Iribarren
Sobre el pretil de un patio un tordo,
un tordo negro.
Pájaro urbano, serio, a quien preocupa,
más que las migas de este noviembre,
más que el bullicio de tantos tertuliantes,
la última traducción de Heráclito
a su alfabeto alado. –Y en ello piensa,
en ello
ahora
está pensando…
Devoto de su cátedra,
con su sonoro griego monosilábico,
llenas de tiza sus plumas de maestro,
tan taciturno en esta hora de la tierra,
medita absorto desde su muro.
Pájaro que no lleva pajuelas a su nido
ni ramillas salvajes,
sino finos hexámetros,
algún papiro aún indescifrable
y las visiones del sueño presocrático.
Un merle
à Leopoldo Iribarren
Sur le muret d’une cour, un merle,
un merle noir.
Oiseau urbain, sérieux, qui s’inquiète,
plus que des miettes de ce mois de novembre,
plus que du tumulte de tant de discussions,
de la dernière traduction d’Héraclite
dans son alphabet ailé. – C’est à cela qu’il pense,
à cela
maintenant
qu’il réfléchit…
Dévot de sa chaire,
avec son grec sonore et monosyllabique,
ses plumes de maître pleines de craie,
si taciturne à cette heure de la terre,
il médite, absorbé, depuis son mur.
Oiseau qui ne porte pas de paille à son nid,
pas de brindilles sauvages,
mais de fins hexamètres,
quelque papyrus encore indéchiffrable
et les visions du rêve présocratique.
Partitura de la cigarra, Valencia, Pre-Textos, 1999.
Canto sin gallo
Canto sin gallo, pero que se oye,
canto solo, sin plumas ni animal que lo fabrique,
canto de un gallo muerto en otro siglo
que fue dicho una vez y sobrevive
sin que sepamos dónde ni hasta cuándo.
No hay campos cerca, sino edificios, ruidos [urbanos,
la religión del dinero con sus máquinas…
¿Dónde se esconde el eco de ese canto
que se quedó sin gallo,
que no cuenta con patios ni verdores?
Canto sin gallo que no requiere plumas
ni terrestre alimento para su forma,
que no necesita estrellas para expandirse.
Canto puro, cortante, con su grito
venido de más allá del gallo,
canto que atravesó su cuerpo,
se valió de su noche, su garganta,
y con su furia se quedó en la tierra
emparedado dentro de sus ecos.
Chant sans coq
Chant sans coq, mais qu’on entend,
chant seul, sans plumes, sans animal qui le fabrique,
chant d’un coq mort quelque autre siècle
qui fut dit une fois et qui survit
sans qu’on sache où, jusqu’à quand.
Pas de champs alentour, mais des immeubles, des [bruits urbains,
la religion de l’argent avec ses machines…
Où se cache-t-il, l’écho de ce chant
qui se retrouva sans coq,
qui ne dispose pas de verdures, de cours ?
Chant de coq qui ne requiert pas de plumes,
pas d’aliment terrestre pour sa forme,
qui n’a pas besoin d’étoiles pour se répandre.
Chant pur, coupant, avec son cri
venu d’au-delà du coq,
chant qui traversa son corps,
qui se servit de sa nuit, de sa gorge,
et fut emmuré avec son courroux
sur terre, à l’intérieur de ses échos.
Partitura de la cigarra, Valencia, Pre-Textos, 1999.
Alta noche
a Adolfo Castañón
Ya la alta noche cae sobre mi lámpara
desde el silencio redondo de la tierra.
Vibra un sordo aletear y no es de insectos:
alrededor del halo que me alumbra
miro llegar revoloteantes letras,
vocales, consonantes, puntos, cifras,
un alfabeto y su ávida colmena,
formas que vuelan solas en o diptongos
y sedientas de luz baten las alas…
Hacia el insomne foco aquí a mi lado
confluye el curso de los nocturnos vuelos
y en su redor se afanan y persisten
vueltos fosforescentes chispas de oro,
asteroides vestidos de luciérnagas,
aquí y allá girando, gravitando,
hasta caer, hasta quemarse en vida, en muerte,
como si en cada signo palpitara el soplo
de un Verbo nuevo que tarda en revelarse.
Nuit profonde
à Adolfo Castañón
La nuit profonde tombe sur ma lampe
depuis le silence rond de la terre.
Un sourd battement d’ailes, sans insectes, vibre :
autour de l’auréole qui m’éclaire
je vois venir, voletantes, des lettres,
des voyelles, des consonnes, des points, des chiffres,
un alphabet avec sa ruche avide ;
des formes volant seules ou en diphtongues,
assoiffées de lumière, papillonnent…
Vers l’ampoule qui veille près de moi
converge le cours des vols nocturnes ;
autour de lui se démènent, persistent,
devenus brillants, des pépites d’or,
des astéroïdes vêtus de lucioles,
ici et là virevoltant, gravitant,
jusqu’à tomber, jusqu’à brûler vifs, morts,
comme si dans chaque signe battait le souffle,
d’un Verbe nouveau qui tarde à se dévoiler.
Partitura de la cigarra, Valencia, Pre-Textos, 1999.
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