Por LULÚ GIMÉNEZ SALDIVIA
En las calurosas tardes de agosto, después de la cena tempranera, no había mucho que hacer. Entonces le pedíamos a la tía Angélica que nos contara cuentos, y ella encantada nos traía de regreso su infancia en el pueblo más recóndito de nuestra geografía, en la casa grande y azul de Mamamena, mi tatarabuela. Es un maravilloso privilegio haber tenido una tía abuela cuentacuentos, que nos ponía en línea directa con los bisabuelos, los tatarabuelos y el mundo de generales forjados en las montoneras de las últimas décadas del siglo XIX.
Gracias a estas tertulias, particularmente provechosas durante las vacaciones, mis hermanos y yo, aunque rendíamos culto a Jimi Hendrix, Janis Joplin y cantábamos contra la guerra como lo mandaban Bob Dylan y Country Joe and The Fish, vivíamos enredados en un mundo macondiano mientras Gabriel García Márquez escribía por su cuenta Cien años de soledad. En el centro de este Macondo se levantaba Doña Filomena como una pieza sólida templada al fuego, cuyo cariñoso apelativo de Mamamena no la hacía débil o remilgada. Ella pasó por la vida de la familia ganando todas las batallas que dejó pendientes la interminable guerra; educación, hogar, lenguaje, hacienda y costumbres fueron obra de Mamamena y sus amigas, de las tías tejedoras y de Úrsula Iguarán.
De aquellas guerras que marcaron historia en mi familia no sabíamos mucho, ni nos interesaban quiénes eran azules, quiénes amarillos o de cualquier otro color, pero sabiamente intuíamos que si los malos gritaban centralismo nosotros gritábamos federación, y si ellos gritaban federación nosotros gritaríamos centralismo, porque así era la vida en las narraciones de la tía Angélica, y los malos eran los que entraban dando gritos y zaperoqueaban la casa de Mamamena buscando a los generales.
Mamamena no se dejaba intimidar, ni por los malos ni por nadie. En su casa había paredes dobles, dejando entre ellas un hueco, donde se escondían los hombres cuando venían a buscarlos los enemigos. En cada oportunidad, Mamamena se plantaba a insultar a los intrusos, impidiéndoles el paso a las habitaciones y conminándolos a que dejaran todo ordenado y se fueran con su suciedad a otra parte.
Entre pilar el maíz, moler el café, instruir al batallón de mujeres que siempre estaban en la casa, organizar las cosechas y negociar las ventas en los mercados, tanto de los frutos de la tierra como de las obras de las tías tejedoras, pintoras, alfareras, que hablaban varios idiomas, que escribían poemas en las páginas literarias de la prensa modernista, Mamamena cuidaba a sus nietos, pues la madre de ellos había muerto de parto un 17 de diciembre, efemérides de la patria.
Por la tarde, se reunían las amigas en el porche, a comer almidoncitos y tomar chocolate o avena. Y así, como quien no quiere la cosa, entre merienda y merienda, estas mujeres no daban tregua y se dedicaban en todo momento a desafiar la autoridad; en particular, la autoridad de unos hombres acostumbrados a resolver las cosas a sangre y fuego.
—Vamos a ver si organizamos la Primera Comunión de los muchachos —dijo Mamamena—, aprovechando que los hombres andan por el monte.
—Sí, mija —sentenció Úrsula— como ellos ahora y que son liberales, no quieren nada con los curas y andan diciendo insolencias de la iglesia.
—Bueno, pero que sea rápido —intervino la señora a quien llamaban“mi Madrina La Grande”—, suficiente problema tenemos cuando regresen y vean que Remedios está embarazada, cómo les vamos a decir…
Todas callaron y se quedaron cavilando alguna idea de mentira —lo que ahora se llamaría fakenews—, mientras Remedios, la más bonita, la de pisada leve pues siempre andaba de puntillas, se metió corriendo a la casa de La Grande para evitar otra vez el mismo interrogatorio sobre el Coronel que andaba por allí de paso con su tropa y le dejó ese recuerdito.
Al final no tuvieron necesidad de decir nada. Los hombres regresaron, se dieron cuenta de que la niña linda no era la misma de antes y sin mediar palabra salió Giménez a buscar al Coronel por esos pueblos de Dios. Vino a encontrarlo en Escuque y a punta de fusil lo invitó a volver y casarse con Remedios.
Quizás hubo algo de drama en todo esto, pero no demasiado. Era un siglo de hombres en guerra y mujeres solas durante largas y pesarosas jornadas, apoyadas unas en otras para echar hacia adelante un país vuelto trizas. Seguro que en todos los árboles genealógicos de estas tierras, donde los hombres iban de un lado a otro con la marcha de las tropas, las mujeres dieron continuidad a los apellidos que se enseñorean; en estas tierras de “nulidades engreídas y reputaciones consagradas”, como las llamó Romerogarcía.
Por su parte, los niños hicieron la Primera Comunión y fueron instruidos en las grandes empresas de la historia sagrada. La familia siguió siendo muy católica hasta el sol de hoy, todos devotos de la Santísima Virgen María, y aunque aquí también hubo matrimonios de primos, gracias a esa devoción nadie nació con rabo de cochino. Tampoco llovió por esos años, a pesar del pesado clima político que suele suceder cada fin de siglo. Después sí llovió durante varios días, y el río creció tanto que arrasó con la casa grande y azul de Mamamena, convirtiéndola en ruinas, pero a estas alturas ya no importaba, porque años antes la familia se había cansado de Macondo y se había mudado a la gran ciudad, por razones propias de la modernidad.
Mamamena no conoció la ciudad ni el humo espeso del floreciente sector industrial, pues para la época de la mudanza ya había muerto en el pueblo, al igual que muchas de sus amigas hacedoras de país. Decía la tía Angélica que en sus últimos días Doña Filomena seguía preparando sus tostadas con suero y cochino frito, que a solas reía a carcajadas acordándose de sus inventos, y que hablaba bien de todo el mundo.