Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
I
Dos antologías esenciales del cuento venezolano se publican durante la primera mitad del siglo XX: la primera, Antología del cuento moderno venezolano, compilada por Arturo Uslar Pietri y Julián Padrón, corresponde a 1940; la segunda, Antología del cuento venezolano, que debemos a Guillermo Meneses, corresponde a 1950, aunque se haya reeditado en varias ocasiones. Estos asientos bibliográficos fueron muy significativos: sirvieron para colmar el hambre de ordenamiento y crítica alrededor de un género que, sobre todo de 1930 a 1940, alcanzó una robustez y un desarrollo nunca visto entre nosotros. Esto era aún más extraño cuando se sabe que, hacia las postrimerías del siglo XIX, pocos entendían las premisas que postulaba Edgar Allan Poe para “ese género de larga data” (Borges dixit): había llegado la hora de hablar de cuento moderno y al respecto sobraban los modelos: Chejov y Maupassant entre los maestros tutelares. Cómo llegó esa onda expansiva a nuestros predios es aún tema de discusión, pero téngase en cuenta, a modo de puntos de inflexión, que libros como Barrabás y otros relatos (1928), de Uslar Pietri, y Canícula (1930) de Carlos Eduardo Frías, claramente se apartaban de los últimos alientos tardo-modernistas, como también de cierta reacción criollista, siempre cerrada a cualquier tufillo modernizante. Un termómetro importante para medir la fiebre creadora en torno al género, a partir de 1946, nos lo da el Concurso de Cuentos de El Nacional, que en sus primeros pasos no se conformaba con un solo ganador, sino que también ofrecía segundos y terceros premios. Los nombres que se juntan durante la primera convocatoria ya dan para una biblioteca: como muy mayores, Díaz Sánchez, Picón Salas, el propio Uslar y nada menos que Alejo Carpentier; en la medianía, Meneses, Márquez Salas y un cuentista puro como Díaz Solís; y en la tercería, como pichón del patio, un tal Alfredo Armas Alfonzo, que a sus 25 años ya había escrito “Los cielos de la muerte”, uno de sus relatos más valorados. Justamente es esa misma pieza la que Meneses incluye en su antología, consciente de que ese escritor cuasi desconocido, antepenúltimo en su selección, es autor de un solo libro de ocho relatos que publica en 1949 bajo el título de su cuento ganador. Frente a un listado de autores muy consolidado, no hay duda de que Meneses tiraba una moneda al aire: su olfato era más de colega que de antólogo o crítico. Y sirva este episodio para postular una de las características más innatas del autor que en 2021 cumple cien años: su indiscutible precocidad.
II.
A primera vista, son dos las novedades que postula “Los cielos de la muerte”: en cuanto a los referentes, que era costumbre, no hablar ya de las luchas emancipadoras del siglo XIX (medulares en, por ejemplo, Las lanzas coloradas), sino de “aquellos soldados excluidos de la historia oficial” (Miliani dixit), esto es, de aquella heroicidad venida a menos, con su lastre de guerras civiles, caudillos de todos los colores y dictadorzuelos al mejor postor. Pero es en la técnica de la escritura donde el relato se crece: muy pronto, después de la escena inicial, estampas varias de bandidaje, la pieza se sumerge en un flujo de conciencia doble: por un lado, la del personaje Piquihuye, un adelantado a quien le han ordenado subir hasta el campanario para despertar a los pobladores, y por el otro, un tal Antonio, quien con sed de venganza rememora su vida y aspira a matar al intruso. La tensión llega a un nivel máximo cuando descubrimos que todo ocurre en el seno de una iglesia, con cambios de enfoque que incluyen todo lo que el lector pueda imaginar: vírgenes que lloran, ángeles extasiados, cristos sufrientes, tallas carcomidas por el comején, cirios que languidecen. Se diría un ámbito con luminosidad variable, poblado de sombras, donde las señas de realidad vacilan: ambiente propicio para una gran dosis de sinestesia, que termina por envolverlo todo, hasta fundir los monólogos encontrados en uno solo stream of consciousness. En síntesis, triunfo de la subjetividad sobre la trama, que es lo que también Cervantes se propuso para coronar la novela de caballería y, a la vez, acabar con el género, pues es precisamente la subjetividad lo que, en literatura, nos hace modernos. En este relato, si bien Armas Alfonzo reproduce una escenografía, más valen, en palabras de Domingo Miliani, la “síntesis mágica transmutada en escritura” o el “anecdotario absorbido en un narrar incesante”.
III.
De la mucha bibliografía que se podría consultar en torno a la obra del maestro, al paso de los años destacan “El Adán triste”, introducción de Julio Miranda al primer tomo de la Obra Completa que viene publicando la Fundación Armas Alfonzo, y “Los fuegos de la imaginación”, prólogo de Domingo Miliani para el tomo El osario de Dios y otros textos de la Biblioteca Ayacucho. En el primero, con su inteligencia habitual, Miranda propone los cinco nódulos que caracterizan su ars narrativa: “La naturaleza como exceso polar”, “personajes a su vez excesivos, que enloquecen con inusitada frecuencia, desembocando en la muerte”, “un erotismo poderoso y turbio, asociado a la transgresión y también a la muerte”, “el registro crítico de lo religioso” y “la violencia, tanto de esas mismas muertes y de la naturaleza en sus manifestaciones extremas”. En el segundo, Miliani hace señalamientos que mantienen una admirable vigencia: la transmigración de sus personajes, que pasan de un relato a otro o que se renombran siendo los mismos; el trasfondo de humor o ironía que se mantiene en sus descripciones; la humildad o elementalidad de sus personajes, envueltos siempre en una magia discusiva; la narración en primera persona (el narrador como testigo); y por último este curioso hallazgo: “La simbología celeste como un gran lienzo donde se leen los presagios”.
IV.
Los libros que siguen a Los cielos de la muerte (1949) son La cresta del cangrejo (1951), Tramojo (1953) y Los lamederos del diablo (1956), una tetralogía que consolida su vocación como cuentista. Al cabo de esa década, se pueden enumerar las siguientes constantes: la predilección por los formatos breves, la convicción de hallar en el cuento moderno su medio expresivo por excelencia (no le hacía falta nada más), su apego a los referentes terrestres (donde se mezclaban historias regionales, cultura popular, relatos orales, historias familiares), su estilo de frases largas sin quiebres (como quien emula a los hablantes de una conversación), un recurrente narrador que no se sobrepone a los personajes, sino que pudiera ser uno de ellos (calzando con el mandamiento del famoso decálogo de Horacio Quiroga). Más difícil resulta sondear el variado campo de sus influencias, porque en esto el maestro solía ser muy reservado. Al respecto, sin embargo, Miliani asoma algunas pesquisas: no pudo haber sido ajeno, por ejemplo, a la obra de Faulkner, porque en los 40 ya se le traducía en el ámbito suramericano (recordemos la versión de Las palmeras salvajes acometida por un jovenzuelo de apellido Borges); tuvo que familiarizarse con el surrealismo del grupo Viernes, cuyas construcciones metafóricas no distaban de las suyas propias; del uruguayo Horacio Quiroga y del argentino Enrique Amorín sí llego a reconocer un legado; se animó a publicar en la revista Contrapunto, tribuna desde la que autores como Mariño Palacio, Márquez Salas y Luz Machado defendían una suerte de “regionalismo no criollista”, con ansia de universalidad; tampoco ha podido ser indiferente a las tesis del realismo mágico, que tanto Uslar Pietri como Carpentier implantaban en suelo americano después de sus estancias europeas. Pero hasta allí esta indagación improbable, cuya suma es insuficiente para justificar esa prosa entre oral y poética, entre andarina y sincopada, entre hiperrealista y mortuoria. Dicho esto, no hay prosa como la de Armas Alfonzo: se trata de un estilo único, reconocible a leguas, entre arcaico y bíblico, entre anacrónico y quijotesco. No es un yo el que narra, y menos impostado, sino un nosotros que halla una voz única, pero siempre coral.
V.
La década del 60, que culmina con El osario de Dios (1969), para muchos su libro más significativo, no es de expansión, sino más bien de concisión. Es decir, Armas Alfonzo va abandonando los relatos largos y abrazando paulatinamente la microficción. Los referentes asociados a la “historia menor”, que no oficial, se mantienen, pero el tratamiento, el abordaje, es otro. Muchos han querido leer El osario como una novela fragmentada, en la que múltiples personajes cuentan algo o lo padecen, pero más plausible sería admitir la fragmentariedad como un factor constitutivo de la propuesta. El autor se sirve de múltiples voces, que pueden asumirse como narradores o como personajes-testigos, pero a la vez podría pensarse en una voz omnisciente camaleónica, que va cambiando de piel según las necesidades del relato. Otro factor característico, que a diferencia de sus libros anteriores ya pierde contención, es ese léxico sobreabundante, vernáculo, que literalmente tapiza la prosa de términos animales, vegetales, religiosos, habituales, nunca oídos o leídos. En este sentido, asistimos a una especie de resurrección idiomática que, a la vez, deja emerger un universo simbólico sumergido en una especie de inconsciente colectivo. Subyace en la poética alfoncina, o quizás más allá, en la catadura ética de nuestro autor, una especie de mandato: ser el último testigo de su especie, ser el último de los sobrevivientes, porque ese mundo del que habla, o al que se refiere obsesivamente, está muerto, ya se despidió del todo, y la única manera de dar cuenta de él está en el propio esfuerzo literario, en la propia escritura, la única piel, la única trama, en la que el amanuense Alfredo, heraldo único, recupera a sus mayores. La soledad de Armas Alfonzo, me temo, fue extrema, porque el peso del pasado siempre fue mayor que el del presente. De allí su reserva ante la novedad, incluso ante las modas literarias. En este sentido, siempre fue un clásico, incluso cuando innovaba. Difícil encontrar entre nosotros a un autor cuyos referentes se hayan convertido, precisamente, en un osario: la muerte del viejo país, del que se resiste a modernizarse, se le hacía inaceptable, y para ir en contra inventaba su literatura como el último recurso testamentario. En El osario es impresionante reconocer cómo el autor se abre a todo, se entrega por completo: no le importa que los personajes muten, que sean reales o ficticios, que hayan vivido lo que se cuenta o no, que no se entiendan los nombres y los apodos, que no se digieran las anécdotas. Quizás porque el impulso que lo lleva a escribir responde a una verdad profunda, a una honestidad a toda prueba: soy el último testigo de este paraíso perdido, y en consecuencia expreso lo que he sentido o visto. Libro abierto y críptico, libro rememorador y cifrado, libro de los inventarios y de las naturalezas muertas, libro del origen y de la pérdida, libro adánico y también diabólico: todo esta allí, como una biblia que se hubiera escrito en el valle de Unare.
VI.
En la obra de Armas Alfonzo, como también afirma Miliani, la muerte siempre merodea. Ya sea como referente, como alter ego, como circunstancia casual, como desenlace, como personaje, como presencia viva, nada ni nadie se salva de su imposición. Es tan visible, que uno llega a tocarla con las manos. En un mundo ya extraviado, que todo el tiempo se evoca, los que vienen a representarlo son los habitantes del cementerio. La muerte llega a ser tan vivaz, que construye otra vida: la de los desalmados que, en vez de flotar, caminan. Se impone, pues, una cotidianidad mortuoria, con la que debemos convivir. En El osario, obra de madurez, ya deja de ser alteridad, sino normalidad pura y simple, al punto de convertir a los verdaderamente vivos en la extrañeza, en la sinrazón. Al igual que los obituarios de Spoon River, concebidos por Edgar Lee Masters, pionero universal de la microficción, las viñetas de Armas Alfonzo también son las de un camposanto.
VII.
A partir de El osario de Dios, Armas Alfonzo llega a la mayoría de edad como escritor, y así se mantiene hasta el fin de sus días. Como bien lo apunta Miliani, “aquella suerte de complejo de localismo, generado por la imposición de cierta universalidad no muy bien definida, ya no preocupa al escritor”. Pero así como el maestro, en su fuero interno, se sentía a sus anchas, el trasunto de la recepción de su obra iba por otros derroteros. A partir de 1958, cuando la recuperación democrática trajo consigo la eclosión de nuevas agrupaciones literarias (Sardio, Techo de la Ballena o Tabla Redonda), la renovación narrativa tiende a bifurcarse: por un lado, están los que, como innovadores, comienzan a explotar los referentes urbanos, esto es, la ciudad como nuevo escenario del sentido: es el caso de Garmendia, González León, Lerner y, en un segundo momento, Balza, Noguera, Liendo o De Stefano. La otra vertiente, más de Armas Alfonzo, es la que sigue fiel a los referentes no urbanos, al vasto país que se ha quedado al margen de la urbanización. Estos senderos, sin embargo, no necesariamente mantienen sus cauces, pues en muchos casos veremos que las aguas se cruzan, incluso en autores posteriores, aún imantados por los referentes tradicionales: el síndrome “la niña vegetal”, para recordar un emblemático relato de Guaramato, también ha llegado para quedarse. En este mapa con fronteras, ¿dónde ubicar a Armas Alfonzo? Vienen a mi auxilio estas esclarecedoras palabras de Julio Miranda: “Nuestro autor superó las inercias de un modelo indiscutiblemente agotado no huyendo de lo rural sino profundizándolo y trascendiéndolo desde dentro: de una región hizo un mundo (…). La descalificación de lo rural en sí y su arrumbamiento en el desván de los trastos viejos no es más que una verdad a medias o, quizás, una tontería programática”.
VIII.
Si de una región hizo un mundo, no deberían quedar dudas sobre la perdurabilidad de su obra, y sin embargo no creo que hoy existan suficientes lectores para abordarla y digerirla. ¿Fue Armas Alfonzo un escritor que iba contra sí mismo? ¿Acaso su cosmovisión mostraba más cerrazón que apertura? ¿Se hace necesario un código cifrado para atravesar su bosque de palabras? La literatura venezolana, cuando ha dado saltos hacia adelante, también ha generado reacciones contrarias, generalmente conservadoras. El cosmopolitismo de Ramos Sucre o el afrancesamiento del grupo Viernes fue contestado por poetas hispanizantes, ansiosos de volver a la rima: eran los últimos exponentes de un Modernismo ya desdibujado o de un criollismo trasnochado. El auge novelístico de los años 60 también tuvo sus detractores, que añorando viejas arcadias se fosilizaron en un museo de cera. Pero no creo que Armas Alfonzo haya caído en esa dinámica de acción y reacción, sobre todo al ver sus inicios como escritor, cuando echando mano de referentes tradicionales innovaba en los procedimientos como nunca antes se había visto. Me parece más bien que su modelo fue cervantino, es decir, que se montó en el Rocinante de la narrativa criollista para renovarla a un punto tal que ya después no quedó narrativa criollista: él fue el enterrador de un género, de su género, a punta de procedimientos técnicos que eran totalmente modernos, y al hacerlo abría un nuevo campo: el de la contemporaneidad narrativa. Ya después de Armas Alfonzo, todo lo que se hiciera en nuestra particular gesta de caballería era puro simulacro. ¿Fue él consciente de su hazaña? No lo sabría decir, porque la humildad y el recato eran sus estandartes. Pero está en nosotros ubicarlo como lo merece: y es en el terreno de la recepción donde su obra más que original se debate. Porque seguirlo admitiendo como un escritor arcaico es una falsa premisa. En otro país, en otra historia, en otras circunstancias, en otros sistemas de valoración, Armas Alfonzo hubiese sido nuestro Faulkner particular, es decir, la bisagra que unía los viejos inventarios históricos con los desafíos del porvenir: él agotó el pasado (lo consumió) para que sus herederos no tuvieran que volver atrás, salvo para releer sus fábulas, esas reliquias donde nos podemos reconocer porque de allí (de esos ancestros) provenimos. Si convenimos en que nuestra literatura se hizo moderna, entonces Armas Alfonzo puso los primeros ladrillos, quizás para que no tuviéramos que volver al museo, que él ya había condensado con sus propias piezas. Su obra nos resumió el camino para dar el salto, agotando todos los referentes de la tradición con técnicas novedosas. No sé si el maestro vivió esa circunstancia tal como la exponemos, no sé si fue consciente de la importancia de su obra, pero conviene imaginar que la suya hubiese sido otra modernidad si otros hubiesen sido los tiempos.
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