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Alejandro Otero y las pequeñas cosas

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Por JOSÉ BALZA

Tres grandes exposiciones se han realizado en Caracas para conmemorar los cien años del nacimiento de Mercedes Pardo (1921/2005) y Alejandro Otero (1921/1990). La más reciente, El encanto secreto de las pequeñas cosas, dedicada a la obra gráfica de este artista, estuvo abierta en la Sala TAC hasta el 10 de septiembre.

El encanto secreto de las pequeñas cosas ha mostrado 76 piezas de Alejandro Otero, creadas entre mediados de los años 60 y los 80, según el fascinante, sobrio montaje realizado por Rafael Santana. La aérea y elegante disposición de ámbitos en la Sala TAC contó para eso con el préstamo de obras, el apoyo instrumental y la dedicada presencia de la Fundación Otero-Pardo.

Tenemos pruebas de su condición de gran dibujante, de paisajista con angulaciones y tonalidades muy personales, así como de sus dotes de escritor. Durante toda su vida Otero practicó el impulso y la firmeza de un incesante pensamiento analítico simultáneo, como lo demuestran sus textos.

Iniciemos nuestro recorrido por el encanto de estas pequeñas cosas, ya que no estamos ante la estatura de Coloritmos y Tablones ni ante la dimensión espectacular de las esculturas ni de las proposiciones electrónicas (Saludo al siglo XXI).

Cuando entre 1972 y 1983, Otero acude a la serigrafía, dieciocho de las cuales aparecen en esta exposición bajo la denominación de Rejillas, el llameante colorido de los Coloritmos parece aplacado y estas no poseer antecedentes en la expresión de Otero.

Esta muestra, por su carácter, por su denominación, no recoge Coloritmos o “estudios” para ellos; sin embargo, su acento circula en todas las salas. Puede resultar inadecuado sugerir esto, cuando estamos hablando de materia plástica: realizable, perceptible por su condición visual, pero lo extraordinario es que, precisamente por poseer condición óptica de óptima fuerza, los Coloritmos han pasado de ser un estímulo inmediato para convertirse también en sustancia memorable. Quienes conocieron los primeros ya no existen; museos, coleccionistas guardan en sus ámbitos piezas originales; revistas, catálogos, programas escolares, libros sobre arte los reproducen, destacada o discretamente. Nuevas generaciones los han visto con encontradas impresiones. Su estructura: alargada, barras densas tras las cuales los colores vibran y asumen movimientos; estructura elemental para inestabilidades complejas de forma y color, pareciera que ha logrado permear la naturalidad (la conciencia) perceptiva para colocarse en nuevas dimensiones de la psique interesada (o no) en temas estéticos. Alguien diría que, con ellos, Otero supo tocar cierta fluidez arquetípica, una rara simbología anónima.

Así que, en esta muestra, los Coloritmos no figuran directamente. Pero sí cuatro bocetos para Tablones. Entre 1955 y 1960 se podría ubicar la invención y ejecución de unos 75 Coloritmos; es el periodo de extremo esplendor para su creación. (Ya hemos apuntado en otro lugar la coincidencia de un admirable magma creador en la Venezuela de esos años: Guillermo Meneses, Gustavo Díaz Solís, Antonio Estévez, Juan Bautista Plaza, Sonia Sanoja, etc).

Los Tablones, expuestos por primera vez en 1974, guardan diversas cercanías con los Coloritmos, aunque son muy diferentes. En principio, su condición de rectángulos verticales, la trama con movimientos laterales, el rítmico colorido primario, pudiera acercarlos; pero imponen su condición de síntesis. ¿Por qué Otero regresó a esa forma? ¿Por qué necesita un fondo blanco en el cual las dimensiones sugeridas por el color parecen aplanarse?  ¿Vuelve a sentir la gravitación del borrar? ¿Esta práctica de la síntesis es una tachadura, como en la novela de Meneses, una sustitución sonora en el Concierto de Estévez o, como ocurrió en la metamorfosis de sus propias Cafeteras, un ir hacia la línea desnuda? Lo insólito es que el monumental libro Alejandro Otero: catálogo razonado (Editorial Exlibris, Caracas, 2018) de Juan Ignacio Parra y Rafael Romero trae como portada los danzantes vestigios en color (de un Coloritmo) sobre la inmensidad blanca; y como contraportada el núcleo saturado de esa misma obra. ¿Otra síntesis, externa esta vez, de Coloritmo/Tablón?

Prosigamos con las 18 Rejillas aquí exhibidas. Están concebidas como cuadrados y son fieles a la búsqueda del movimiento, característica de Coloritmos, Tablones, esculturas. Cinco bandas con trazos verticales sirven al artista para modulares tonos, mientras los fondos parecen quedar fijos o aumentar de intensidad. Vistas individualmente despliegan una exigente gradación cromática; vistas en conjunto, celebran el cuadrado, atraen por su persuasivo colorido.

Gradualmente ofrecen su diálogo entre colores, sus oposiciones. Tras lo cual sorprendemos la naturalidad con que el primer plano conduce a profundidades, a transparencias.

Contemplándolas no puedo evitar percibir en ellas un rumor milenario: se trata de aquellas líneas, de aquellos cursos gráficos presentes en las superficies de tiestos, cacharros que antiguos estilos indígenas (Cruxent-Rouse: Arqueología cronológica de Venezuela, 1982) escribieran en las riberas del Orinoco y en otras grandes zonas: el estilo Dabajuro, el Punta Arenas, el Betijoque, el Mirinday, el Memo: sobre todo estos dos últimos.

Una sorprendente y grata experiencia es suscitada aquí mediante las siete matrices o planchas creadas por el artista en el taller TAGA, el famoso centro de la Nena Palacios, hacia 1971. En ellas están las pruebas para papel de autorretratos del artista. ¿Con qué quedarnos ante este doble espejo? Por un lado, tenemos las superficies buriladas por la punta seca, de directa firmeza en su trazo; por otro, desde el papel llegan el sortilegio del azar y lo inevitable: tintas, esfumados, claridad y sombra. Quizá solo en sus dibujos iniciales encontremos correspondencia para un recurso estilístico aplicado en estos autorretratos: el trabajo con la línea curva y el rayado.

Hay allí un autorretrato de líneas puras, límpido, que parece esconder, tras el rostro del artista, un sesgo cervantino. Recordemos que en sus dibujos futuros, de diciembre de 1977, nuestro artista estuvo magnéticamente conectado con la escritura de Cervantes. 21 dibujos fueron realizados aquel día 5. El último proyecto de la serie (del 8 de ese diciembre) parece sintetizar el homenaje de Otero al Quijote; está inspirado en el capítulo VIII de la novela.

El capítulo concluye con gran suspenso, porque no hay nada más escrito acerca de su trama; pero Cervantes calcula que su “segundo autor” no iba a permitir que la disolvieran “las leyes del olvido”, así que buscará hasta hallar un desenlace para esa historia (para la obra). ¿Un desenlace dibujado y cumplido siglos después por las “máquinas” de Otero, por su propia escritura?

Las cuatro serigrafías Horizontales activas de 1986 tienen referencia y origen, a mi ver, en el lejano duco sobre madera de 1954. Diversas razones pudo tener Otero para tal regreso. Entre ellas, sin duda, la combinación de líneas para un cuaderno imposible o para una invisible partitura; también el cuarteto espacial de rectángulos que se agitan como una escultura. Y finalmente el goce de colores apagados que parecen replicar al verde y el canela originales, en síntesis de grises, limón, azul, movidos por trazos oscuros.

Las dos serigrafías de Cafeteras (1987-1989), que Otero no ejecutó pero a cuya realización atendió, fieles a sus originales, son lecciones de ritmo y construcción. Y exacta muestra del distanciamiento colorístico al cual hemos aludido.

Si pasamos a Intaglios (1966-1971), dos rasgos resaltan en estas catorce piezas: todas se centran en la silueta de una simple herramienta, un serrucho (nada extraño en las búsquedas de Otero, que ennoblecen escobas, bisagras, tornillos, palas, etc.), pero percibido como hondo motivo de reflexión plástica. El espectro ambiental que rodea a la herramienta, que va de sutiles matices celestes a azules e índigos; del tenue ocre a tierras amarillas, hace olvidar que el tema central refiere a la agresión, a lo hiriente, al corte y, en ocasiones, al relieve. Pero no olvidemos que los orfebres medievales ejercitan esta técnica en sus obras.

En 1968, Otero, Luisa Palacios y Humberto Jaimes Sánchez, quizá como un juego de exigente calibre intelectual (pensemos en las barajas concebidas filosóficamente por el fraile Juan Antonio Navarrete, como un juego, en nuestro siglo XVIII), hicieron las estampas para el libro Humilis Herba, sobre vegetales comunes. Son monotipos de exquisita belleza. En esta sala se exhiben 18 piezas de Otero: hojas, flores, tallos, asomos de bambú: un excitante canto al trazo de la miniatura y a Humboldt, un asombroso mínimo tratado de sobrias armonías.

En esta exposición, aunque por momentos los colores saltan con la vivacidad típica de Otero (el rojo en la flor de una hierba, vertiginosos azules y oros de las rejillas, un serrucho violáceo y otro naranja), deliberadamente, o no, la selección insiste en imágenes que parecen estar a la sordina, en moverse tras veladuras, en despertar un timbre nostálgico. Podríamos estar viendo el estallido del presente, cuya fuerza es tan intensa que quiere alejar. Por instantes, ocurre como si la exposición nos volteara, colocara nuestra percepción justo en el momento en que el artista está haciendo. (Reverón, tan amado por Otero, mucho sabía de esto).

Estas notas solo han pretendido seguir el nombre dado a esta exposición. La obra de Alejandro Otero parece inabarcable: como si no hubiera dejado de trabajar nunca (joyas, dibujo, grabado, collages, sistema gráfico de computación, pintura, escultura, etc.). Y dentro de esa realización expresiva sus pequeñas cosas surgen tan ambiciosas y completas como las grandes. Cierto que el tamaño y los singulares momentos del color propuestos por el artista pudieran otorgarle una condición de secreto, pero paradójicamente al contemplarlas mientras disminuye la iluminación que las sigue, como en un raro teatro renacentista, crece el atractivo de su perfección, por sus sugerencias, su punzante futuro.

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