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Alejandro Otero: el tránsito hacia la contemporaneidad venezolana

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Por FEDERICO PACANINS

En su larga y fructífera carrera artística Alejandro Otero desarrolló capacidades creativas que raramente se juntan: las del artista creador y las del crítico conceptual.

 En él sus modos de expresión plástica convivieron armoniosamente con la expresión escrita, observando un curioso equilibrio compositivo propio de las mejores obras de arte. De allí que, por obligación o por fortuna, escribir acerca de Otero casi siempre obligue a escribir con Otero. A citarlo profusamente. A integrarlo al texto de forma tal que sea evidente su coautoría. Lo contrario llevaría a desconocer su propia condición y, tal vez, a plantearse un reto absurdo.

F.P.

20 de febrero de 2020.

I

En marzo de 1957 Alejandro Otero Rodríguez, el pintor, le dirige por la prensa nacional una carta pública a Miguel Otero Silva, el escritor, invitándolo a una confrontación conceptual en torno al arte:

Creo que las controversias resultan siempre provechosas o cuando menos divertidas. En principio sirven para remover el ambiente –a Caracas le hacen falta aunque solo sea de tiempo en tiempo– y por más que no vayan muy lejos sirven para que nos definamos, cosa que raramente ocurre en estos tiempos entre nosotros. Por mi parte creo que esto último no me será difícil. Aquí en mi país, donde me gusta vivir y donde he querido hacer algo de utilidad, he echado al viento todas mis creencias de hombre y de pintor y he aceptado el riesgo que el hacerlo implica. Al hacer mi obra tengo también conciencia de ese riesgo y nunca me he asustado de los aldeanos revuelos que ella pudiera suscitar. Mal podría enojarme por ello, seguro de obedecer a mis profundas necesidades de artista (…)

La invitación a debatir ideas también proponía a Venezuela como el sitio escogido para el desarrollo de su vida y obra, a pesar del riesgo que el país suponía. Un riesgo traducido en una posible carrera truncada debido a las poquísimas posibilidades de desarrollo por las condiciones minusválidas del artista en un medio sin apertura real hacia las nuevas ideas. Tal vez proponerse como artista en Venezuela era encerrarse, negarse a la posibilidad de conquistar el mundo; sacrificar una posible trascendencia universal por algún puesto en el pequeño panfleto de la Historia Patria de las Artes Plásticas de aquel tiempo. Y no más.

El joven pintor profesional volvía de Europa lleno de ideas contemporáneas, listo para la confrontación y el riesgo; dispuesto a polemizar para sacudir y abrir caminos. Aquel 1957 atestiguaba una Venezuela con ambiente de polémicas. Polémica causaba el otorgamiento de nuevas concesiones petroleras. Polémica traía la conformación del sistema socio-político del país y su aparente falta de proyección como plataforma de desarrollo adecuada para el venezolano del futuro; y de este ambiente no se escapaba la porción cultural de la nación. Sin embargo, una polémica artística era un hecho curioso e infrecuente para nuestro acontecer.

A pesar de la enorme huella que significaba para las artes la reciente inauguración de la Ciudad Universitaria como magnífica sede de la Universidad Central de Venezuela, las manifestaciones artísticas eran socialmente asumidas como actividades dirigidas a distraer, a divertir en el sentido más banal de la palabra. Salvo la opinión de los pocos críticos existentes en la época, el común de los venezolanos no le concedía mayor importancia a la cuestión cultural, de allí que discutir acerca de arte conllevara también el riesgo de caer en el ridículo de perder el tiempo con un asunto que no interesaba a casi nadie. Curiosidad ante algo raro era, quizás, la expectativa posible.

Por primera vez un artista se enfrentaba a un intelectual en el terreno de este: escribiendo, no pintando. Dos Oteros frente a frente. La pluma de Miguel contra el pensamiento de Alejandro. Coraje del artista de querer pintar sus cuadros con los medios del escritor.

Miguel tomó partido por el arte realista, con todo el sentido de asumir un compromiso con la realidad social latinoamericana.  Alejandro, por su parte,  tomó la defensa del Arte Abstracto como expresión contemporánea y elevada que, a su decir, nos abría las puertas de la cultura occidental del siglo XX, acabando así con nuestro espíritu provinciano. Misivas públicas fueron y vinieron de parte y parte. Cada quien hizo su gesto y desarrolló en su favor conceptos artísticos, filosóficos y hasta chismosos.

La esencia de la polémica consistía en establecer la distinción entre el arte abstracto y el arte figurativo para precisar la validez de una u otra tendencia dentro de nuestro país. Conscientes los contrincantes del desconocimiento general respecto al tema, trataron como primera medida de explicar los conceptos básicos para la comprensión del  asunto. Entonces ilustraba Alejandro:

Se ha convenido en llamar arte abstracto a una concepción artística surgida en Europa alrededor de 1910. Esta concepción excluye toda representación de personas, símbolos de personas, objetos y toda idea de representación naturalista. Por contraste se ha llamado figurativa a toda obra que, de algún modo, así sea el más encubierto, recurra a una representación imitativa de esos mismos seres y cosas de la naturaleza. Esta distinción surgió con el nacimiento del arte abstracto para poder referirse a un fenómeno que es diferente a todo cuanto había sido el arte tradicional (…)

El arte abstracto es precisamente eso: un nuevo lenguaje para expresar una nueva realidad. ¿No son al fin y al cabo realidad y lenguaje equivalentes cuando se trata de expresión? En el arte abstracto esto se cumple con más eficacia que en ninguna otra forma de arte anterior. En la pintura o la escultura figurativas una imagen podía ser interpretada de muy diversos modos  porque los símbolos son imprecisos.  En la pintura o en la escultura abstracta la forma es directamente lo que es y no otra cosa, porque se ha llegado a identificar forma y verdad. Porque para cada problema expresivo el artista encuentra la forma o la relación de formas que lo expresa sin tener que recurrir a la imitación o al símbolo. Por eso no hay en él artimañas de oficio, por eso su estructura es desnuda y la materia y el color directos. El artista no se propone con ello llegar a ninguna parte porque no es alusivo sino que lo que hay en él es lo que se da pura y simplemente.

Relaciones y tensiones son expresión de fuerza vital; vibración de color es vida activa; la materia con la que se pinta es expresión de lo concreto; el ritmo que se imprime a una composición es a la vez su movimiento y el  movimiento mismo de lo que no es lo puramente pictórico.

Una composición abstracta se abre y se limita, porque el mundo mismo se nos aparece ahora como abierto e ilimitado. Y cada vez se crean nuevos ritmos y se acude a nuevas formas que surgen casi por sí solas, porque estamos atravesando por una fase de descubrimiento y de sorpresas en todo sentido. Insistimos en el color y este nos parece siempre indescubierto, porque hay mucho todavía del mundo que falta por revelar. Y tenemos entusiasmo por él y concentramos en él nuestra fe, así como lo hacemos con un hijo nuestro, porque para nosotros el color es como un recién nacido que queremos que crezca y viva, por él mismo y por los demás. Cultivamos nuestra pintura y nos cultivamos a nosotros mismos, porque la respetamos como nos respetamos a nosotros mismos, porque la pintura tiene derecho a ser y a crecer y a existir en este mundo nuevo que estamos descubriendo.

Ante la esclarecedora e idealista definición de abstracción presentada por el pintor, Miguel, el Otero crítico, proponía con vehemencia la sinrazón del arte abstracto y su falta de validez en nuestro entorno:

Los abstractos pretenden dividir el arte moderno, e inclusive el arte de todos los tiempos, en dos grandes corrientes antagónicas: la abstracta y la figurativa. Sostenemos que tal división peca de sofística, es errónea desde el punto de vista plástico y constituye una expresión cabal de la exagerada opinión que los abstractos se han formado de sí mismos y de su escuela.

En efecto, el abstraccionismo propiamente dicho es apenas uno de los tantos raudales de la pintura moderna inspirado en los fauves por el lado de Kandinsky, en los neoimpresionistas por el lado de Delaunay y en los cubistas por el lado de Mondrian. De esas mismas ramas, y del tronco tutelar de Cezanne, han nacido otras escuelas vigentes,  tan representables como la abstracta. Con la diferencia de que ninguna ha pretendido, como la abstracta, convertirse desde sus pasos iniciales cuando apenas es un núcleo en evolución, en la “mitad” del arte universal. Ni mucho menos resolver por su cuenta el riesgo que la “mitad” adversaria esté formando por todas las otras escuelas que ha creado el hombre durante siglos, antes y después del abstraccionismo, desde los primeros balbuceos de la pintura hasta las tendencias actuales que ya han superado a los abstractos por considerarlos académicos. Es algo así como si la cabeza de un alfiler dijera: “El universo se divide en dos partes: la cabeza de un alfiler y el resto y el resto (…)”.

El arte abstracto, tanto como actitud estética, es una posición filosófica. Su signo es la evasión. Su procedimiento, el escaparse de la realidad para refugiarse en el mundo subjetivo, esotérico del artista. Es la vieja teoría del arte por el arte, del arte incontaminado, que aparece en la historia de la humanidad con diversos ropajes y que en el siglo veinte, a raíz de ambas guerras mundiales, ha pretendido refugiarse en la fórmula del “arte abstracto”. Es una fórmula comprensible apenas por un cenáculo iniciado y minoritario, que niega al hombre y a la tierra, que no quiere saber nada del pueblo ni de sus angustias, que pretende sustituir la emoción artística por la apreciación cerebral de la obra. Es explicable que en un país de cultura decadente o “faisandé”, agobiado por el escepticismo y la falta de fe en el  hombre, se le otorgue el premio nacional de pintura a un cuadro abstracto. Pero nunca en estas naciones americanas que están levantando su destino con arcilla humana y que reclaman de sus artistas una obra que contribuya al logro cabal de ese destino (…)

Dentro de esa pintura rigurosa y rígida, dentro de esos cánones matemáticos y conceptuales, usando tiralíneas y compases por pinceles, se ha encerrado a piedra y lodo un grupo de jóvenes venezolanos, algunos de ellos provistos de indudable talento. De espaldas a su tierra y a su pueblo,  decorando edificios y paredes, van hundiéndose cada día más en un formalismo uniforme y académico. Tarea difícil pero noble sería la de rescatarlos para la pintura, la de arrancarlos de la férula utilitarista de los arquitectos (…)

Por último, lo más lamentable de todo este embrollo es, a mi juicio, la ya larga permanencia de Alejandro Otero Rodríguez en el campo abstraccionista. Se trata de un pintor de extraordinario talento, de prodigiosa vocación artística, en el cual la pintura venezolana tiene derecho a cifrar sus más firmes esperanzas. Duele verlo debatirse año tras año en medio de una corriente estética estéril y sectaria, secando su genio creador bajo el peso de un dogma que en nombre del “arte nuevo” pretende convertir la pintura en un oficio secundario y decorativo, auxiliar de la arquitectura. ¡Qué gran obra habría de realizar si abandonara las paralelas y las tiralíneas y empuñara de nuevo el pincel para enfrentarse sin prejuicios a la tierra venezolana y al hombre venezolano (…)

El tono de lance personal no era gratuito. Alejandro había denunciado el otorgamiento del Premio Nacional de Escultura del año 1957 a un escultor figurativo (Eduardo Gregorio) como la ofensa, o tal vez la excusa para iniciar el lance literario. En este sentido, el diario El Universal reseñaba como inicio de la polémica el siguiente incidente:

El pintor Alejandro Otero, como portavoz del grupo de jóvenes pintores no-figurativos venezolanos, se mostró ayer inconforme con el fallo del jurado que otorgó los premios nacionales en el XVIII Salón Oficial de Arte Venezolano, expresándose en los siguientes términos:

“Con un jurado como ese, desequilibrado hasta el punto de que uno solo de sus miembros podía ser favorable al arte abstracto, contra seis inclinados a la tendencia contraria, teníamos que salir los artistas no-figurativos completamente eliminados del concurso nacional (…) Quisiéramos también dar una prueba de que estamos por encima de las discriminaciones de tendencias, cosa que no han cambiado quienes juzgan el concurso. El Jurado de este año ha llegado al extremo de golpear el esfuerzo artístico nacional al preferir a Eduardo Gregorio antes de  Víctor Valera o a Omar Carreño.

Gregorio, con todos sus méritos, que no me parecen superiores a los de esos dos escultores nuestros, ha podido esperar. Se le ha podido dejar aclimatarse un poco más al medio nuestro, donde apenas acaba de llegar. Pero, ya lo sabíamos, el coco es el Arte Abstracto y hay que darle duro, aún cometiendo la más clara injusticia”.

Luego de varios meses ocupando centimetraje en la prensa nacional, mediante más de cinco largos artículos con réplicas, profundizaciones y contrarréplicas, el Otero escritor dio por terminada la polémica porque, a su decir, no había forma de comunicarse con el otro:

“Hablamos un lenguaje diferente, no obstante expresarnos todos en castellano. Cuando digo HUMANIDAD ellos entienden INDIVIDUALISMO, cuando digo NATURALEZA ellos entienden IMITACIÓN, cuando digo MEMORIA ellos entienden PUEBLO o cuando digo HOMBRE ellos entienden GEOMETRÍA. Es imposible dejar de recordar, al escucharlos, la letra de la vieja canción rescatada por el maestro Sojo:

Al perro galgo llama tortuga

Y a la lechuza tontoronjil

Y al aguacate llama caimito

 Y al queso frito le dice añil.

Ninguno ganó la polémica; así lo ha dicho nuestra evolución plástica y así lo reconocieron en vida los mismos duelistas. El paso de los años quitó valor a la diferencia entre abstracción y figuración, borrando el lindero entre ellas y dándole plena cabida a ambas tendencias. Pero algo bueno quedó.

Al margen de los folclorismos utilizados por los protagonistas, definiciones e ideas fueron propuestas con el matiz de asuntos importantes. El escritor afirmó la presencia de una crítica activa y beligerante. El artista confirmó la existencia de un bagaje cultural que apoyaba sus pinceles: ya la labor del pintor no estaba únicamente sostenida por el puro arte de los pinceles.

La polémica marcaba oficialmente la entrada de Venezuela dentro del devenir plástico contemporáneo. Pero era solo un discurso de  inicio que requería la presencia del brazo ejecutor, y ninguno mejor o más virtuoso que el del propio artista protagonista de la polémica.

Luego del inesperado revuelo causado por la polémica, aparecía otra vez la necesidad de asumir el liderazgo apostado en las ideas novedosas, liderazgo que, por cierto, no le era desconocido al Otero artista, a quien desde sus inicios en la Escuela de Artes Plásticas, sus maestros y compañeros le reconocían como individuo especialmente esclarecido dentro de su generación. Desde allí también había polemizado sacudiendo las estructuras de la Escuela y, por supuesto, a sus profesores. Después en París, a finales de la década, de nuevo se convertiría en el principal vocero del grupo que proponía disidencia en contra del atraso de nuestras instituciones culturales.

Parece que algún afán de búsqueda, por demás muy propio de los verdaderos creadores, siempre lo llevaba a rebelarse contra cualquier sistema que constriñera la búsqueda de la contemporaneidad y sus novedosas tendencias. También parece que de su espíritu rebelde surgía la necesidad de conmover la opinión pública para así explorar e imponer nuevas ideas. Y acaso conseguir el espacio para sus búsquedas, sus logros, y, de paso, para los logros de los demás compañeros de generación. Algo así como querer quitar la aridez de todos los suelos para poder sembrar un pequeño pedazo tan propio como suficiente para otros; cosa de atender a la necesidad de adecuar al país, porque de lo contrario no tendría ambiente para desarrollar; o no podría desarrollarse en ese ambiente, ni le sería posible darse a conocer… o el Otero artista verdaderamente se había propuesto llevar a Venezuela al siglo veinte, aún a costa de perder la posibilidad de  internacionalizar sus propios logros.

II

“Más que convencer prefiero poner a prueba”

Con esta idea Otero prologa el catálogo de su exposición retrospectiva del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, en febrero de 1985. Allí se realiza un inventario expositivo de su evolución personal, con esclarecedoras explicaciones de las diversas etapas que el mismo artista se empeña en definir.

Entonces muestra y habla:

En la etapa escolar, revisaba lenguajes, concepciones, ponía a prueba mis propias posibilidades (…).

Cuando llegué a París en 1945, me asombré de que nadie hablara de Gaugin, de Monet o Manet, personajes que hasta entonces eran parte de mi preocupación cotidiana (…) El punto de partida del cubismo fue la realidad. Las Cafeteras partieron del hecho cubista (mezcladas con muchos otros de prestigio histórico).

Lo que pudiera considerar como el final de las cafeteras fue una especie de telas que denominé Líneas coloreadas sobre fondo blanco. Las cafeteras, a través del último tema que abordé: cafetera rosa, habían alcanzado un esquematismo extremo, derivado de planteamientos de espacio de tipo analítico y retiniano. Todo eso provenía de la observación acuciosa del objeto inmerso en el espacio real. Solamente retenía algunas manchas de color características, y unas cuantas líneas que se me imponían como significativas.

Cuando pinté esas telas trabajaba sin modelo (lo que no fue nunca el caso durante el período anterior). El apoyo estaba en aquellos cuadros esquemáticos y simples (casi presencia del espacio en sí), en la dinámica direccional de las pocas líneas con las que podía contar. Ese momento fue uno de los más dramáticos que haya vivido como pintor, ya que era cuestión de expresarse con nada, o de expresar la nada en que había quedado luego del agotamiento o la desaparición de aquel modo de aproximarse a lo real (…)

Los “collages ortogonales” surgen de Mondrian, su referencia inmediata, pero no de su estilo o de un momento particular de su pintura. Vienen de su concepción general de espacio cuyo asiento era el plano y su alfabeto de formas, bandas estructurales entrecruzadas en posición horizontal vertical (…) lo que me llevó a planteamientos de espacio liberados de la  bidimensionalidad de la superficie, y me hicieron pensar, precisamente, en los espacios arquitectónicos y urbanos. De allí mi renovado interés por la arquitectura y mi predisposición al encuentro con los arquitectos (particularmente con Villanueva).

Estaba naciendo la Ciudad Universitaria, Carlos Raúl Villanueva, el maestro, hablaba de la posibilidad de una integración entre las artes a través de la  arquitectura. La Plaza Cubierta, más que otras soluciones, ilustró las ideas del arquitecto; una suerte de museo ambiental, con obras de carácter contemporáneo, atendiendo a la escala y ubicación de ellas dentro del ámbito arquitectónico (murales de Vasarely, Léger, Navarro, Manaure;  esculturas de Laurens, Pevsner, Arp). Excepciones  dentro de este contexto fueron los “platillos” de Calder en el Aula Magna, y mis propias policromías y murales (…)  En cuanto a mis Policromías, Fachadas y Murales, dejaron de ser obras en sí para asociarse al espacio y ritmo de los edificios, completándolos y subrayando su expresividad (…)

Las Horizontales Activas (únicamente dos obras) son parte de mis preocupaciones formales de los años cincuenta (…) Diría que fue en estas obras que llevé más lejos una cierta dinámica de tipo visual contenida de algún modo en los “collages ortogonales”. Confieso que me detuve aterrado. Rigurosas y todo, me excluían (por lo menos esa otra parte visceral y orgánica de mí mismo que me ha importado mucho profundizar y explorar). Los Coloritmos, ni más ni menos, sintetizan ese tipo de inquietudes dirigidas a expresarme como un todo.

Los Coloritmos resultaron de un corto pero intenso tránsito por la arquitectura, propuesta como sede para una síntesis o integración de las artes. Las referencias a un espacio preciso determinado por elementos rigurosos en relaciones mutuas, activas, vivientes, estaban allí. Solo que en una dimensión escrita, virtual. Pero hubo más: Los Coloritmos desbordaron el plano, se hicieron al espacio arquitectónico… lo abrazaron.

Los Coloritmos fueron deshaciéndose, diluyéndose. De allí en adelante no hubo ya nada. La superficie de los rectángulos era cubierta por una especie de escritura de manchas apenas visible, hasta llegar a una tela prácticamente blanca (aunque en el fondo muy trabajada). Luego se fueron tornando casi ejercicios de texturas, o aproximaciones a la materia plástica, y nada más (…)

Circunstancias de carácter local me forzaron a irme a Francia a mediados de 1960, en plena producción de los Coloritmos (…) influyeron las corrientes  creadoras que se daban en Francia en ese momento, en particular un movimiento que se denominó “nuevo realismo”: obras resueltas con desechos, ajenas a todo rigor constructivo, en las que la expresividad directa se planteaba como un problema en sí (…)

Estos objetos colgados, estas formas blancas aplanadas sobre blanco, estas cartas de otro tiempo encoladas sobre soportes descubiertos por azar, no van dirigidas a nadie ni contra nadie, son temas de un discurso personal, íntimo, un diálogo con el arte, con las cosas que me fascinan, un modo de librarme y continuar siendo. Son respuestas, mis respuestas, a estímulos que de lo exterior a lo interior, o viceversa, me hicieron descubrir otro yo mismo, provocaron en mí un comportamiento diferente(…)

Mi obra gráfica, exceptuando las serigrafías que pueden situarse dentro de la temática general de mi trabajo: dinamismo a través del módulo, cambio permanente, espacio y energía, desborda el curso de cuanto me concierne con estricto rigor. Se plantea como un ejercicio refrescante de libertad, de acercamiento a las pequeñas cosas, a su encanto secreto.  Láminas de serrucho, hojas disecadas, flores, desfilaron bajo la presión tierna de los cilindros de  imprimir. Y mi propia cara, en una aproximación sin cara, en una aproximación sin tiempo, rememora pasiones de mis años juveniles (…)

En diciembre de 1974 expuse unos nuevos Tablones en duco. Son algo como un desarrollo de las Líneas de color sobre fondo blanco, de 1951, o como obras preparatorias para los coloritmos, pero más “especiales” que estos y en “puro color”. El color como virtuales condensaciones de energía que una nada podría hacer estallar o desplazar en fugas imprevistas. Se trata, quizá, de otro modo de decir lo mismo con medios diferentes, o también, otra cosa por el hecho de usar un mismo elemento en forma distinta. Me refiero a algo de lo que he venido haciendo a través de las esculturas: el espacio como dimensión activa y transitable. En las esculturas dinámicas y espacio y la sensación de poderlo asir, se dan a través de una sintaxis determinada y la actividad propia del color aparecen, pero escritos (…)

Al principio fue el espacio virtual de la pintura. Luego el espacio habitable de la arquitectura. Después fue el espacio real, perceptible, practicable de mis esculturas. (Trasunto de la noción de espacio que veo como señal de estos tiempos).

La arquitectura, a través de las proposiciones de integración de las artes defendida por Villanueva, fue el trampolín de esa aventura.

Me hizo sentir la dimensión estricta de un ámbito habitable (desde el punto de vista expresivo), su relación con el número, la situación inequívoca de los elementos que la determinan y definen, entre sí.

En este sentido, mis esculturas son por esencia arquitectura.

Se niegan a transformarse en máquinas imposibles, en juegos de la imaginación pura. Cuando saltan, tejen, elaboran el espacio que  contienen, contradicen la propia escultura; se vuelven noción (o alusión metafórica), concepto, idea (…)

Si mi obra de más de cuarenta años está aún por revelar, es porque se ha dado a solas, al margen de lo contingente, sin llamado hacia allí. Su ámbito ha sido esa discreta zona propicia a la reflexión, al necesario hallazgo de preferencias y raíces, como si no hubiese más nada que buscar. En eso está cuando he podido esclarecer, que es como un decir, porque sólo hay la sensación de haber palpado algo que me concierne hondamente y me lleva a las cosas próximas que amo: destellos, vislumbres, señales (¿lo habré soñado?, ¿realmente lo he entrevisto?). 

Me anima cuánto puede crecer y ensancharse y ser, desde sí nueva cosa (o cosa distinta de igual naturaleza) a partir de realidades (o indicios de realidades) que las ciñan y sustenten y se conjuguen con ellas. Crecer y sobrepasarse según nuevos, mayores desafíos. El arte, como cualquier obra humana, lo permite. Este es precisamente el siglo en que las utopías, los retos más altos, realizándose, se tornan hechos de lo cotidiano.

Así ya maduro y cercano a su muerte —ocurrida en Caracas el 13 de agosto de 1990—, vuelve la pluma a tomar un puesto principal para convertirlo en el mejor intérprete de su trabajo como artista plástico.

Las obras son expuestas con el mismo rigor de los textos. Pinturas escolares, Cafeteras, Líneas Coloreadas, Collages ortogonales, Policromías, Coloritmos, Objetos, Papeles coloreados, Tablones, Gráficas y Esculturas son títulos y también categorías conceptuales.

El tránsito de la figuración a la abstracción está ampliamente exhibido y justificado. Queda así demostrada la búsqueda espacial que tanto refiere como ideal conceptual; pensamiento y resultados se conjugan para enseñar al artista. El inventario es completo y la retrospectiva lo pone en su sitio.

Con casi cincuenta años de trabajo, reseña y enseña un prolífico recorrido en el camino del arte del siglo XX de forma coherente, mediante pasos que avanzan y se concretan en obras y conceptos;  bien asentado, con todo el apoyo de un intelectual en ejercicio del arte. Algunas veces con demasiado intelecto y siempre con la sensibilidad propia del diestro superdotado.

Solo se equivoca cuando refiere el poco conocimiento general de su obra. La retrospectiva nuevamente evidencia el liderazgo, ahora manifestado con otro sentido distinto a la jefatura de polémicas y grupos ocurrida en el pasado. Así como había propuesto ideas en confrontaciones y discursos, también había exhibido e impuesto una obra artística de intensa búsqueda creativa. Y mucho de esa obra había sido absolutamente pionero en nuestro país.

La obra iba marcando pautas en la medida en que se proponía. El efecto de asombro se imponía a los críticos y conocedores del medio. Pero más importante aún era la clara aceptación del público que aprecia y da su visto bueno no pretendiendo conocimiento, pero sí tolerando las estéticas propuestas; conviviendo con ellas, aceptándolas como parte del entorno que lo rodea.  La manifestación abstracta, con Otero como principal promotor, había ganado espacio trascendiendo los propios cuadros, esculturas y objetos que la sustentaban. Parques, universidades, jardines, plazas y edificios a lo largo y ancho de la nación reflejaban ese carácter geométrico espacial reflejado en su obra. La integración con la arquitectura de algún modo se había realizado (quizás más por vía de influencia conceptual, que por vía de la integración del objeto artístico a la arquitectura).

La inmensa mayoría de sus coterráneos, que no van a museos ni entienden de criterios artísticos, se acostumbró a sentir en su entorno urbano natural un producto típico del presente siglo: la abstracción con sus diversos modos.

La proyección del artista ni estaba sola, ni quedaba desconocida.

III

“Nosotros que conocíamos el contenido de la exposición  De Manet a nuestros días que debía circular por algunos países de la América del Sur, y aunque conscientes de sus sensibles lagunas, nos entusiasmamos de que fuera mostrada en Caracas; hasta entonces ningún conjunto de pinturas de esa calidad había sido visto entre nosotros, y pensábamos para quienes esta exposición vendría a ilustrar buena parte de los problemas del arte moderno (…)

Yo agregaría para ir más adelante y fijar el punto desde el que estamos hablando, que sólo una realidad tiene acción primordial sobre nosotros, y esta es la realidad del tiempo en el que estamos inscritos; en esa realidad hemos de buscar y revisar hasta encontrar los estrictos perfiles de nuestro presente. La verdadera información sobre la realidad pasada, durante el período de formación, nadie tiene derecho a escamoteárnosla. Nosotros la reclamamos allá y aquí, y preferimos el lugar y aquellos en quienes esa realidad se nos aparezca más clara, completa e inmediata (…)”

La cita proviene del artículo inicial del primer número de la revista Los Disidentes, publicada en París en marzo de 1950. Un editorial de la revista, podríamos decir, proveniente del ingenio expresado por un equipo con su reconocible capitán.

Varios distinguidos jóvenes artistas venezolanos, gracias a becas gubernamentales, viajan a París desde mediados de los años cuarenta del siglo XX para complementar la formación recibida en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas. Allá descubren las tendencias contemporáneas; entre ellas el radical arte abstracto presto a liberarlos como creadores, pero también útil como instrumento para arremeter contra sus maestros, rechazar su propia formación y proclamar al abstraccionismo en tono de credo.

Surge así el grupo “Los Disidentes” con Otero como cabeza visible,  legitimado por su grado de estudiante premiado y primer becario enviado hacia “el verdadero conocimiento” del París de aquel entonces.

Pascual Navarro, Mateo Manaure, Narciso Debourg, Carlos González Bogen, Luis Guevara Moreno, Omar Carreño, entre otros, también conforman esta unión de renegados que se reunían, declaraban y publicaban:

“Nosotros no vinimos a París a seguir cursos de diplomacia, ni a adquirir una ‘cultura’ con fines de comodidad personal.

Vinimos a enfrentarnos a los problemas, a luchar con ellos, a aprender a llamar las cosas por su nombre, y por ello mismo no podemos mantenernos indiferentes ante el clima de falsedad que constituye la realidad cultural de Venezuela. A su mejoramiento creemos contribuir atacando sus defectos con la mayor crudeza, haciendo recaer las culpas sobre los verdaderos responsables o quienes les apoyan.

Buena parte de la tarea que emprendemos no nos corresponde, pero ante la indiferencia de aquellos a quienes le incumbe, no hemos vacilado en hacerla nuestra, puntualizando también todo cuanto podamos.

Somos venezolanos (y continuamos siéndolo) y hemos sido las primeras víctimas de ese estado lamentable de cosas. Hoy nos rebelamos contra ellas, y hablamos alto porque es necesario.

Vamos contra lo que nos parece regresivo o estacionario, contra lo que tiene una falsa función. Hemos sido resultado y testigos de mucho absurdo, y mal andaríamos si no pudiéramos decir lo que pensamos, en la forma en que creemos necesario decirlo.

Hemos querido decir NO ahora y después de ‘Los Disidentes’. NO es la tradición que queremos instaurar. El NO venezolano que nos cuesta tanto decir. NO a los falsos Salones de Arte Oficial. NO a ese anacrónico archivo de anacronismos que se llama Museo de Bellas Artes.

NO a la Escuela de Artes Plásticas y sus promociones de falsos impresionistas.

NO a las exposiciones de mercaderes nacionales y extranjeros que se cuentan por cientos cada año en el Museo.

NO a los falsos críticos de arte.

NO a los falsos músicos folkloristas.

NO a los periódicos que apoyan tanto absurdo, y al público que va todos los días dócilmente al matadero.

Decimos NO de una vez para todas; al consumatum est venezolano con el que no seremos nunca sino una ruina.

(Artículo Editorial de la Revista de los Disidentes. Nº 5. Septiembre de 1950).

Aquellos “NO” apuntaban a la toma de conciencia del estado de atraso del país con respecto a la condición cultural de la Europa de postguerra.

Había en Venezuela tradición, pero, según el entender disidente, muy pobre. Los Salones oficiales premiaban en relación con lo que ciertamente existía: arte académico, pintura pseudo “impresionista”, “realismo” trasnochado proveniente de la escuela “Barbizón Francesa” del siglo XIX, y cierto “nacionalismo” inspirado en el ejemplo de los muralistas mexicanos. Con esos fundamentos y ciertas honrosas excepciones —decían— alguna buena pintura se hacía y hasta se reconocía con acierto. Los museos nacionales eran tan anacrónicos como lo que en ellos se exhibía .

Una postura no disidente del tiempo señalaba que críticos, músicos, poetas, escritores, pintores, políticos, doctores, letrados y analfabetos del patio estaban todos sometidos a las mismas carencias conceptuales. Y no es que no se quisiera la transformación o dar aliento al arte propio del siglo; es que sencillamente en Venezuela NO se había propuesto otra cosa. NO había llegado al país la exhibición de la contemporaneidad europea. Lucía incorrecta, pues, la denuncia  vociferada por la disidencia parisina; mejor era tan solo denunciar un estado de ignorancia y uno de engaño, pues siempre ha sido de todos conocido que solo puede engañar quien conoce.

En aquel entonces, la gran parte de la pequeña porción cultural de la nación ni entendía la posición de radical disidencia de los jóvenes artistas, ni mucho menos la virulencia de sus ataques denunciando estafas o engaños que involucraban a maestros, galeristas, críticos y coleccionistas por igual. El resto de los ciudadanos, ni siquiera en una mínima proporción, había ido a París —menos aún con ánimo alguno de confrontación—; y como nadie había comparado, pues nadie se había convencido de cómo aquello era mejor que esto… o viceversa. Tampoco parecía correcta la conclusión de achacar responsabilidades, cuando asumir las carencias propias era una posición más apropiada y justa. No pedirle “peras al olmo”, siempre recitaron unos y otros, disidentes o no.

Tampoco a nivel mundial la corriente abstracta geométrica, bandera disidente,  se imponía como novedad absoluta  en los años cuarenta, ni seguirla daba garantías de vanguardia o de originalidad. Y ciertamente era esa tendencia  la desarrollada por nuestros jóvenes disidentes: una pintura no figurativa, fundamentada en formas geométricas y colores planos que, en sus mejores expresiones, pues para aquellos tiempos ya tenía cierto sabor a comienzos del siglo XX.  Salvo alguna excepción —la participación de Luis Guevara Moreno en el grupo “Madi”, por ejemplo— no hubo mayor interés en los disidentes para experimentar con otras formas de expresión también abstractas y ciertamente vanguardistas (expresionismo, tachismo, minimalismo, entre otros variados “ismos” del tiempo).

El grupo como tal se disolvió antes del fin del año 1950, no sin antes examinar, ensayar y producir, sobre las bases del arte abstracto geométrico que practicaban sus integrantes. Luego casi todos regresaron al país para encontrar en la Ciudad Universitaria, proyectada por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva, un recinto expositivo adecuado para crear de acuerdo con sus logros y conquistas. Después la consigna de llevar la abstracción a Venezuela tomó visos de revancha en contra de quienes la promovieron.

Con el transcurrir de los años, casi todos los disidentes retomaron la figuración. Sin embargo, fue por su conducto creativo como la abstracción llegó a Venezuela, cuajó en el ánimo de nuestra gente, invadió nuestros espacios y a mediano plazo produjo nuestros mejores representantes en las artes plásticas internacionales: Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez cual exponentes mundiales del cinetismo, realizando y exhibiendo su obra de madurez desde sus talleres parisinos.

Otero, por su parte, se mantuvo fiel a su promesa de continuar trabajando en el país. Había sido protagonista central de aquel movimiento disidente que, aun con un enfoque radical de ideas y propósitos, también había entregado una nueva e importantísima estética al país. Por efecto de la obra de aquellos disidentes, Venezuela encontraba en sus espacios públicos, museos y colecciones privadas, obras plásticas propias del siglo XX. Y no es que la abstracción constituyera la única corriente contemporánea válida, pero en el caso venezolano era una primera expresión del llamado “Arte contemporáneo” incorporada a un ambiente donde el realismo, el impresionismo y el nacionalismo muralista habían sido las corrientes inspiradoras de los maestros criollos de las primeras cuatro décadas del siglo.

IV

Estando Otero en París un poco antes de la llegada de los disidentes —mediados de los años cuarenta del siglo XX—, bien tuvo una reflexiva oportunidad de revisar los logros plásticos europeos y, al hacerlo, pues quedó motivado a ensayar creativamente el tránsito de la figuración a la abstracción. Así, tomó la excusa de representar cráneos humanos, potes y especialmente cafeteras para, a partir de aquellos objetos,  por vía de síntesis  llegar a la pintura de formas puras, de líneas y colores en el espacio. En el tránsito de esta experiencia se le hizo necesario el examen teórico y práctico de famosísimos “ismos” contemporáneos: Cezanne y sus estructuras pictóricas “arquitectónicas”, el “cubismo” de Picasso, Mondrian y su “geometría”, Kandinsky y su “abstracción lírica”, el “suprematismo” de Malevich, los “collages” de  Kurt Schwitters y todo un etcétera de tendencias que lo condujeron a revisar y crear obras propias basadas en las conquistas de los creadores norteamericanos y europeos de su propia generación.  Al final del proceso de indagación creativa, alcanzó las personales fórmulas abstractas que definieron su carrera, presentándolo como creador consciente y dotado que exhibía abstracción no por imposibilidad de hacer figuración u otra cosa, sino como consecuencia de su propio desarrollo.

De vuelta en Venezuela, luego de su primer viaje a París, se encontró con que dimensionar su figura como creador era una tarea de vital importancia para destacar a sus compatriotas que las “rayas y colores” de sus cuadros eran algo más que eso; y para acometer esta difícil tarea le resultó esencial su famosa polémica, las atrevidas exhibiciones de sus pinturas y el espíritu de movimiento artístico e intelectual, “disidente y coherente”.

Más temprano que tarde, como ya se dijo, vino una paulatina deserción de la abstracción por parte de los compañeros “disidentes”. Otero se quedó prácticamente solo —en compañía de su esposa, la también artista Mercedes Pardo— proponiendo arte abstracto de concepción geométrica desde Venezuela. Cierto era que Soto, Cruz-Diez, Carreño, Debourg y algunos otros, seguían avanzando firmes en la corriente —perfilarían el “cinetismo” en su exploración—, pero no estaban en el país. Las fórmulas expresionistas, hiperrealistas y de nueva figuración habían ganado campo y, de un modo absurdo en muchos casos, sus seguidores denigraban de la experiencia geométrica

En la década de los sesenta mucho se rechazó en Venezuela la abstracción geométrica, porque nuestros artistas descubrían, siempre con algún atraso, los “ismos” propios de finales de los años cincuenta. Se olvidaba que aquellos “cerebrales”, “fríos”, “inhumanos” —así los llamaron— productos geométricos habían sido no solo expresión de una corriente artística importantísima en el mundo, sino que en Venezuela habían constituido la tendencia que abrió el camino a las otras diversas propuestas plásticas contentivas de  conceptos y modos propios del siglo.

Aquella oposición “disidente de los disidentes” de los años sesenta, hizo a Otero volver a su antiguo ejercicio de examinar a fondo lo realizado internacionalmente por otros, para así afirmar su propio camino. Entonces, de 1960 a 1964, fijó residencia en París para reencontrarse con la parte artesanal de su creatividad y así realizar collages, objetos y pinturas con aquel ánimo de “…diálogo con el arte, con las cosas que me fascinan, un modo de liberarme y seguir siendo”.

Termina la estadía parisina y regresa al país para encontrar que su liderazgo continuaba manifestándose con la aceptación de su condición de líder cultural, requerido laboralmente por museos e instituciones —vicepresidente del Instituto Nacional de Cultura y de Bellas Artes de Venezuela de 1964 a 1966—, y siempre sostenido por la reputación de ser un incuestionable intelectual, creador de esenciales obras artísticas.

Cierto era que tendencias artísticas diferentes a las suyas habían tomado sitial en la preferencia del ya más amplio sector cultural del país; sin embargo, resultaba evidente su puesto como pionero del arte abstracto geométrico y, en consecuencia, del arte contemporáneo en Venezuela.

Solo que le quedaba convencer al resto del mundo de la profundidad y calidad de sus propuestas creativas.

V

Entiendo mis obras para la intemperie como una consecuencia de mi trabajo de pintor, particularmente de mis Coloritmos (1955-1960) y de una serie de collages ortogonales que realicé entre 1951 y 1952. En esas obras, los problemas de dinamismo visual y de un espacio palpable eran evidentes. Pero toda mi obra, observada “in intenso”, mi comportamiento como creador, están signados por la búsqueda de una dimensión que se corresponda con este tiempo que vivo. Esta ha sido mi verdadera temática (…)

Delta Solar en el Museo del Espacio es para mí un milagro que como tal, no era previsible. Lo que puedo decir, con profunda y sincera emoción, es que ninguna obra mía ha tenido más alto reconocimiento ni ha realizado más hondamente su destino.

El año de 1977 lo encuentra disfrutando un importante reconocimiento internacional como creador contemporáneo. Quizás la proyección universal desde el país era posible.

El Museo del Espacio en la capital de los Estados Unidos le da a su Delta Solar un lugar importante y permanente. Durante los años siguientes expone en Brasil, Colombia y Berlín. 1982 le depara el gusto de mostrar en la bienal de Venecia, con una escultura de carácter monumental, en la propia entrada de la sede principal.

Otra escultura —Estructura Solar— queda instalada en el Patio de Honor del Castello Sforzeco en Milán y permanece allí por tres años, de 1977 a 1980. Allí, en el mismo sitio donde Leonardo Da Vinci exhibió su mítico caballo, cree conseguir una dimensión importante a nivel mundial.

El reconocimiento en Venezuela le venía desde sus inicios: Premio como estudiante en los salones oficiales, Premio en el Salón Michelena (1945), el Premio Nacional de Pintura (1958) Premios de Artes aplicadas, Premios Latinoamericanos… pero las galería y los museos de mayor reputación de  Europa y Estados Unidos, a pesar de las instalaciones mencionadas, no le daban entrada por la puerta grande. En 1971 obtuvo la beca de la  Guggenheim Memorial Foundation para el Massachusetts Institute of Technology, que le permitió continuar con sus investigaciones sobre esculturas en espacios públicos, conocidas por críticos, galeristas y colegas internacionales dispuestos a reconocer sus cualidades, pero, aun así, poco se lograba en cuanto a su mercado expositivo. Eran Jesús Soto y Carlos Cruz-Diez quienes, a través de sus obras cinéticas, ganaban el reconocimiento, con todos los efectos socio-económicos que eso supone. Los creadores venezolanos de su generación predestinados a un sitial internacional eran otros.

No llegaba a Otero ese reconocimiento internacional que supuestamente supone una obra coherente, contemporánea, de excelente factura, sostenida por algún apoyo conceptual interesante y, sobre todo, con alguna propuesta novedosa. Tales condiciones parecían evidentes en su obra. Coherente había sido el desarrollo que lo llevó del básico ejercicio figurativo a la  sofisticada expresión abstracta; legítimos habían sido sus logros, siempre soportados por una auténtica búsqueda de contemporaneidad; la excelencia de factura  era incuestionable, así como su condición de virtuoso dibujante, grabador y pintor. El discurso espacial, que tanto pregonaba y articulaba, contenía un tema contemporáneo plenamente expresado, que había conseguido mediante la exploración pictórica y escultórica del espacio, hilo conductor conceptual mismo del tránsito desde sus obras iniciales hasta las esculturas cívicas:

La verdad es que no tengo ninguna idea de lo que es el espacio, por lo menos en términos científicos. Se dice que es la parte del universo que está en medio y probablemente más allá de los cuerpos celestes. Los pintores siempre se han referido al espacio como una dimensión sensible que media entre los cuerpos. Algunos lo han llamado atmósfera. Esto en lo que la noción de espacio tiene de más elemental y directa, para mí es una temática propia de nuestra época. Un medio concreto, aunque imponderable, que el hombre comienza a practicar. Mi problema consiste en referirme a esa dimensión haciéndola palpable a los sentidos. Pero no desde el plano como lo hace generalmente la pintura, sino en el ámbito de lo real-habitable (…)

El pasaje entre la pintura (como expresión del espacio a través del plano) y la escultura (como encuentro del espacio de manera real; fue lo más por necesidad del espacio mismo, que de dinámica.  Solo que el concepto de espacio que pedía mi pintura, implicaba el de dinamismo y energía, y ese concepto solamente podía ser abordado a través de dimensiones concretas como la de la escultura. En el caso de mi pintura, había ruptura del plano por compartimentación, por estallido de la forma (Coloritmo); en el de mi escultura, ruptura del volumen por la multiplicación modular de la forma en movimiento. Pero aún aquí, no es el movimiento lo más decisivo sino este en conjunción con la vibración visual de las formas, por los reflejos. Estructura y forma reflejantes en movimiento, debía dar por resultado una suerte de espacio virtual tangible, metáfora del espacio entendido como manifestación de energía.

(Declaración publicada en Alejandro Otero de José Balza, Editorial Arrmitano. Caracas, 1977).

El interés en el espacio y sus implicaciones, tan bien apuntado por el artista como tema propio y vinculador de la totalidad de su obra, producía interés contemporáneo. En las décadas del sesenta y del setenta la palabra espacio había causado sensación en el mundo cultural. No en vano  todavía se cita la llegada del hombre a la luna, acontecimiento absolutamente espacial, como una de las hazañas cumbres de la Historia Universal.

Tanto era el apego del artista hacia la idea de espacio, que muchas veces prefería minimizar y hasta ignorar en sus comentarios, los valores de forma, estructura y color, que también se expresan sólidamente en sus mejores pinturas. De hecho, le encantaba explicar cómo era que no existía ninguna diferencia temática entre sus pinturas y sus esculturas, aunque esa diferencia, siempre aderezada por la gracia del intelecto y del verbo, no fuese bien entendida en oportunidades donde críticos y coleccionistas valoraban al virtuoso Otero pintor, muy por encima del Otero escultor.

Sucedía también que sus auténticos logros como creador se veían afectados por demasiadas obras de tránsito o exploración, pioneras tal vez para el país y para sí mismo, pero carentes de ese cariz de “novedad” que muchas veces pide la crítica internacional. Las Cafeteras le habían justificado su llegada a la abstracción; los objetos, collages, obras gráficas y figurativas, presentaban demostraciones de corrientes de su siglo y la fuerza emotiva de un verdadero artista, pero contenían fuertes trazas de aquello ya transitado por otros.

Quedaban sus Coloritmos, Tablones y Esculturas como los productos provenientes de sus conquistas espaciales, posiblemente novedosos, pero quizás demasiado entreverados con otras obras suyas, o con su novedosa condición de escultor, tal vez tan inmiscuido dentro de una proyección como artista líder en su país, que el sitial internacional no terminaba de aparecer.

Una vez más Venezuela constituía el gran receptáculo de sus conceptos y obras. El país donde promovía, opinaba y dirigía. Donde se había convertido en un “factotum” cultural: director de grupos, museos y escuelas; expositor, hombre de opinión y, sobre todo, artista de capital importancia para la vanguardia de un país donde su obra era siempre pionera y maestra. Donde no iba detrás de nadie; al contrario, quizás, del parecer de la crítica de Europa o de la América del Norte.

VI

La Guayana venezolana es el escenario de una de las más portentosas construcciones nacionales. Queda allí instalada una represa de imponentes proporciones —Guri— que armoniza con el fuerte caudal del Río Caroní. También Guayana es el asiento de los pueblos de infancia y juventud del artista.

Nace en el pueblo Guayanés de El Manteco el 7 de marzo de 1921. Luego, siendo todavía niño, su familia se traslada a Ciudad Bolívar, donde permanece hasta que cumple los 17 años. Las carencias económicas y culturales le signan la etapa inicial de su vida, hasta que por fin en 1938 cambia el provincialismo Guayanés por el provincialismo caraqueño. Después, por fuerza de quien sabe qué impulso secreto, concreta la resolución de ser artista plástico e iniciar el camino con una exitosa etapa formativa, desarrollada en los años cuarenta en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, antes de su disidente viaje a París a mediados de esa década. Luego escoge Caracas y sus alrededores como su domicilio habitual, con ciertos intervalos de estancias en Estados Unidos y Europa.

Sin embargo, es la geografía amazónica de su infancia con su imponente represa la que finalmente le ofrece su mejor sala expositiva. En ese principalísimo escenario al aire libre es donde Otero consigue su máxima proyección: una escultura cívica de escala monumental colocada en el punto central del paisaje.

Los años finales de la década de los ochenta, coincidentes con el final de su vida, por intermedio de aquella escultura le deparan los máximos honores.

Los resultados de sus exploraciones plásticas de una madurez plena, que no consiguen la ubicación por él deseada fuera de nuestras fronteras, encuentran en su Guayana natal el mejor lugar posible. La búsqueda espacial, la integración con la naturaleza y sus elementos —los colores del arco iris— se ven manifestados en la monumental obra. La celebración y el aplauso unánime del país le hacen sentir cierto tono de celebración histórica. Hasta le asignan su nombre a un museo, para con ello testimoniarle trascendencia en los momentos finales de una vida que bien pudiera resumirse, en sus propias palabras, desde el artista consumado que, ya por despedirse, confirmaba con su obra lo referido por sus palabras…

Solo una realidad tiene acción primordial sobre nosotros, y esta es la realidad del tiempo en el que estamos inscritos; en esa realidad hemos de buscar y revisar hasta  encontrar los estrictos perfiles de  nuestro presente (…)

Si mi obra de más de cuarenta años está aún por revelar, es porque se ha dado a solas, al margen de lo contingente, sin llamado hacia allí. Su ámbito ha sido esa discreta zona propicia a la reflexión, al necesario hallazgo de preferencias y raíces, como si no hubiese más nada que buscar. En eso está cuanto he podido esclarecer, que es como un decir, porque solo hay la sensación de haber palpado algo que me concierne hondamente y me lleva a las cosas próximas que amo: destellos, vislumbres, señales (¿lo habré soñado?, ¿realmente lo he visto?).

Otero ofreció, pues, la consistencia de quien solo tiene por meta el arte, aún a expensas de quienes no sean capaces de comprenderlo. Por ello se hace necesario centrar su obra como la de un artista interesado en trascenderse para lograr lo que ningún contemporáneo se había atrevido a lograr quedándose en el país: alcanzar la contemporaneidad plena desde un sitio que, antes de su llegada ni la tenía, ni la entendía. De allí que su esfuerzo sistemático en búsqueda de los signos de su siglo y  de su influencia local  —su obra en sí misma—, atestigüen en su favor al momento de recordar aquella temprana promesa existencial de fuerza premonitoria, cuando en la célebre polémica con el otro Otero, sentenció:

Aquí en mi país, donde me gusta vivir y donde he querido hacer algo

de utilidad, he echado al viento todas mis creencias de hombre y de pintor y he aceptado el riesgo que hacerlo implica.

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