Papel Literario

Alegrías y dolores a mediados del siglo XX

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Por ALICIA ÁLAMO BARTOLOMÉ

No terminaron en Venezuela los malestares de esos años difíciles a finales de los años 40 y principios de los 50 del siglo pasado. El 13 de noviembre de 1950 hubo el primero y único magnicidio en el país: asesinaron a Carlos Delgado Chalbaud, a la cabeza de la junta de gobierno que derrocó a Rómulo Gallegos. ¿Quién? ¿Quiénes? Una historia muy confusa. Sabemos que Rafael Simón Urbina fue el encargado de la operación del secuestro, pero se le fue de las manos y uno de sus secuaces, tal vez borracho, le disparó por detrás en la quinta donde lo tenían en Las Mercedes. Luego Urbina también fue rematado. ¿Para que no hablara? Seguramente. Rumores corrieron: que si fue Pérez Jiménez, que si fueron los adecos en venganza. No sé, pienso que no pudo ser el dictadorzuelo, porque cuando Kennedy lo repatrió a Venezuela y se lo entregó a Betancourt, estuvo preso, pero salió pronto y se fue a un exilio dorado en Europa.

En mis recuerdos, intercalo los míos con los del país, como he venido haciendo. Los últimos años de mis estudios me resultaron abrumadores, ya conté lo de aquel examen final de Composición y mi inusitado éxito al reparar. Yo estaba cansada y desilusionada. Descuidaba las materias que poca gracia me hacían. Mi hermano Antonio daba una peluda en Ingeniería: Mecánica Racional. Era un profesor tan excelente como exigente, sus alumnos se dividían en dos bandos: los que lo amaban y los que lo odiaban. Por la característica que tenemos los Álamo Bartolomé de párpados caídos, incapaces de pelar los ojos, lo llamaban León Dormido. Por su porte distinguido, le decían también el Conde, pero en realidad era una abreviatura de condenado. Cuando yo entraba  al cafetín de Ingeniería, que compartíamos los de Arquitectura, el gran bullicio se convertía en silencio sepulcral: estaban hablando mal de Antonio. En aquella época todavía se respetaba a las damas. Menos mal que los sanitarios eran separados, en el de los varones proliferaban los letreros soeces contra  León Dormido. Entre sus hazañas se contaba el asombro de un profesor al verlo tranquilo en el cafetín cuando sus alumnos estaban solos en el aula durante un examen. Le preguntó intrigado y el condenado contestó: ¡Bah!, el problema que les puse no lo resuelve ninguno.

Cursé Mecánica Racional con un profesor exalumno de Antonio, en esos últimos años de carrera cuando arrastraba mi desgano. Sin embargo, no estaba tan mal como algunos compañeros míos que eran nulos en Matemáticas, pero ellos pasaron con 10 el examen final y en cambio el profesor bajó las escaleras triunfante, sonriente, esgrimiendo mi examen en la mano y gritando a voz en cuello: ¡Raspé a la hermana de Antonio  Álamo! Pasé en reparación.

Otro episodio simpático. Nos daba Instalaciones Sanitarias el Dr. Luis Wannoni, a quien llamábamos Cielito lindo porque tenía un lunar junto a la boca. Tuvo que viajar y nos dejó un sustituto que nos dio tres o cuatro clases de Aire Acondicionado. Al poco tiempo fue el examen final y yo, con esa abulia que tenía, dije a mis compañeros: no voy estudiar lo del Aire Acondicionado, Wannoni no va poner todas las preguntas sobre eso y yo tengo buen promedio. ¡Todas fueron sobre el bendito Aire! Algo preguntaría porque el profesor pidió que me sentara en primera fila. Firmé mi hoja en blanco y me fui. A los pocos días pasé por la Secretaría de la Escuela para preguntar la fecha de mi examen de reparación. La secretaria me informó: Pero tú no estás raspada, pasaste con 10. Nunca hubiera creído que mi firma valiera tanto. Supongo que Cielito Lindo, que no me tenía por mala alumna, pensó que yo me había ofendido porque me cambió de lugar. Nunca se lo pregunté. El Dr. Wannoni estaba casado con Dilia Doupuy, hija de Pedro Agustín, quien siempre acompañó como Tesorero a papá en todos sus cargos públicos.

Llegó el fin de la carrera. El país había estado agitado con huelgas universitarias. A los futuros arquitectos no nos importaba mucho la política y, como éramos pocos, seguíamos con nuestras clases sin que nadie se enterara. Con el tiempo, los agitadores de izquierda llamaron a la Facultad de Arquitectura, Guantánamo. En etapa de tesis, empezaron los rumores de que iban a cerrar la UCV, donde profesores y alumnos se enfrentaban al gobierno. Nos recomendaron graduarnos lo antes posible, a fines de septiembre, al menos. Me convenció Tomás José Sanabria hacer de tesis la gran casa estilo colonial de un hacienda de tabaco. Acepté la idea y me puse a trabajar. Después supe que a algún profesor no le pareció un tema apropiado. Tuvimos que apresurarnos a terminar el trabajo, la graduación sería el 29 de septiembre. En las oficinas donde ejercíamos como estudiantes, futuros arquitectos, buscamos dibujantes para la presentación que debía incluir los planos de construcción.  Trabajaba en la Dirección de Urbanismo del Ministerio de Obras Públicas (MOP), pero llegué tarde al reparto y me buscaron un dibujante emergente. Resultó muy malo, hasta árboles me puso en los planos de construcción. Me equivoqué al seguir adelante, ansiosa de graduación. Fue un desastre: me rechazaron la tesis. El 29 de septiembre de 1951, me limité  asistir al acto de graduación de mis compañeros en el Paraninfo de la UCV —no había aún Aula Magna— y a la fiesta nocturna, enfundada en el traje largo que me había hecho para la ocasión. A los pocos días cerraron la UCV y nombraron nuevo rector. Papá me hizo reaccionar: Ahora volverás a hacer tu tesis, porque tienes que graduarte de colega de Dios. Se refería al lema de los masones: A la gloria de Dios, el gran arquitecto del universo. Me fajé con la misma tesis, esta vez, absolutamente dibujada por mí. Tardé dos meses. El 18 de diciembre, en la Secretaría de la UCV,  Bolsa a San Francisco, a puerta cerrada con sólo siete personas por familia como acompañantes, a Tubal Farías —el otro a quien le habían rechazado la tesis— y a mí nos impuso la medalla de graduación el nuevo rector: el médico Dr. García Álvarez. Mi sueño de toga y birrete había quedado truncado.

A finales de 1952, después de un viaje de trabajo con mis compañeras Carmen Méndez Arocha y Rosaura Pardo, por Mérida, Valera y Boconó, llegamos a  Caracas a pocos días de las elecciones presidenciales que ganó Jóvito Villalba con los votos de Acción Democrática, partido inhabilitado. El resultado fue desconocido, se alzó con el poder Marcos Pérez Jiménez y empezó su entrenamiento como dictador, a manos de Laureano Vallenilla Lanz jr.

Había comenzado mi vida profesional en la Dirección de Urbanismo del MOP, donde ya trabajaba desde estudiante. No recuerdo mi fecha de entrada a esta dirección, lo que sí recuerdo es que fue por una recomendación de un amigo de papá, porque cuando intenté por mí misma entrar en otra dirección del MOP y estaba presentando una prueba de dibujo, uno de los empleados me dijo por lo bajo: Es inútil que haga esa prueba, a usted no la van a emplear. No me distinguía como buena dibujante, no iba a impresionar bien y, con esa advertencia, abandoné el intento. Este es un país de recomendaciones, se valga o no. También entraron mis compañeras Carmen Méndez y Rosaura Pardo.

Otra promoción que me hizo papá, aunque yo no quería pero lo complací, fue sacar en El Universal una foto mía con la medalla de graduación. Bien fea quedé en la foto de estudio, quizás expresaba mi desgano. Mi primo hermano Luis Álamo Guánchez y su esposa Alwine, que se enteraron por ésta de mi grado que había pasado por debajo de la mesa, quisieron hacerme un domingo, en su casa de campo de El Junquito, el agasajo que me había faltado e invitaron a todos los familiares. El almuerzo se trataba de unos ñoquis, pero en los Álamo Guánchez la bebida era más importante que la comida y, como había mucha gente, ¡a mí no me llegaron los ñoquis!  Me quedó, hasta hoy, un ansia de comerlos.

En ese mismo año se casaron, con diferencia de 10 días, dos de mis hermanos, los primeros: el 30 de abril Cecilia, con el francés Jean Baptiste Zune y el 10 de mayo Antonio, con la ex Miss Venezuela Myriam Cupello Menda. La familia empezaba a  dispersarse. Cecilia se casó sin boato una mañana en la Iglesia de San Juan, a cuya parroquia pertenece El Paraíso, al templo le estaban haciendo reparaciones. La celebración fue en la Qta. Berenice y tuvo un detalle humorístico. Antonio, con un poco de alcohol, era extrovertido y simpático, lo contrario a su personalidad; estaba muy alegre, se oponía a la marcha de los invitados y atravesó un sofá en la salida hacia el zaguán. Por esa hosquedad suya, pasó malos momentos en su boda.

Todas las Cupello, de padre italiano, don Salvador Cupello, las casaba el Nuncio en la capilla de la Nunciatura. Myriam era la menor y cerraría la costumbre, pero Antonio no quiso. Lo consideró ostentación. Le salió el tiro por la culata, porque don Salvador quería un gran boda para su benjamina y no era posible en la iglesia parroquial que les correspondía también, San Juan —los Cupello Menda vivían a la entrada de El Pinar— porque había andamios en la nave central. El matrimonio fue en Altagracia, en el centro de Caracas, el pueblo abarrotó el templo. Myriam era demasiado famosa por su reciente reinado. Había gente montada en los bancos. En la Nunciatura, por sus dimensiones, hubiera sido una boda mucho más discreta. Al terminar la ceremonia, cuando los novios abordaron la limosina, Antonio hizo apagar las luces y hubo exclamaciones de indignación tales como: ¡Claro, como él es tan feo! Lo cual no era cierto, pero ante una miss tampoco era Mr. Venezuela. La limosina llevaba adelante la mosca para indicar el camino y el conductor de ésta tuvo la feliz idea —infeliz para Antonio— de hacer un recorrido por el centro de Caracas, vuelta a la Plaza Bolívar incluida, antes de enrumbarse hacia la quinta de los Cupello, en El Pinar, donde sería la celebración.

En realidad Antonio, por su carácter huraño, era lo más inapropiado para enamorarse de una celebridad. Recuerdo con risas una corrida de toros en Maracay, donde llegaron Antonio y Myriam, poco antes de su matrimonio. Al aparecer ella en las gradas, la plaza se vino abajo en colosal ovación y Antonio no hallaba dónde esconderse.

Mis primeros trabajos profesionales, continuación de los que venía haciendo como estudiante, fueron, por supuesto, de urbanismo. De cierta relevancia los que se hicieron en Caracas, como el primer trazado de la avenida Libertador, que estuvo en mis manos, pero no los del interior. En la capital se hacía caso a los estudios y proyectos de la Dirección de Urbanismo y de la Comisión de Urbanismo que estaba por encima. Tan es así que Maurice Rotival hizo lo suyo: dividir la ciudad por la mitad con la avenida Bolívar. En los estados, gobernadores y alcaldes hacían más o menos lo que les daba la gana. Haber trabajado en planos reguladores como el de Ciudad Bolívar, Los Teques y otros estudios sueltos por allí fue arar en el mar. Mi opinión para San Félix y Puerto Ordaz no tuvo eco. Decía que para la avalancha de obreros que vendría por la electrificación del Caroní, había que preparar el trazado urbanístico, sin construcción de viviendas, lo que se tardaría, sino simplemente para que los ranchos se levantaran ya en parcelas, bien colocados para luego dotarlos fácilmente de los servicios de calles asfaltadas, electricidad, agua, cloacas y esos ranchos se irían transformando en casas. Los puristas quisieron hacerlo todo perfecto desde el principio. Años después, ya trabajando en la Fundación de la Vivienda Popular que hacía una urbanización en Puerto Ordaz, el ingeniero encargado me contó que lo llamaron de una vivienda, ya habitada, porque no podían vaciar el W.C.: no sabían que había que darle a la palanca, creían que debía funcionar como una letrina. Y así otras historias.

Otra de mis tesis, dada la emergencia de construir viviendas para las clases marginales, escandalizaba a  una trabajadora social. Yo decía que lo primero era construir un espacio con paredes exteriores, techo y el núcleo sanitario de baño-cocina-fregadero, los habitantes irían haciendo después los tabiques de las habitaciones. No, porque debía haber separación de sexos y de la alcoba “matrimonial“. Era una posición moral, que en los ranchos no la había, acostumbraban a vivir y dormir en un espacio común. Para mí, en estos casos, más urgente que la moral era la cuestión sanitaria. No sé si desvariaba.

A principios de 1953 fui a Barquisimeto a comprar y traer mi primer vehículo personal: una camioneta Dodge. Hasta entonces compartía con mis hermanas —salvo Berenice, que nunca quiso aprender a manejar— un Hilman. Esta adquisición se la debíamos a mamá. Ella quería que las “niñas” tuvieran carro pero papá no quería comprarlo. Entonces doña Iginia dijo que vendería su diamante solitario y lo pagaría. Santo remedio, ella esgrimía esta joya cada vez que le convenía. La repartición del Hilman entre cuatro mujeres tuvo algún inconveniente. Una mañana tenía que salir apurada para la Ciudad Universitaria con Iginia, ya estudiante de Ingeniería, pero ella, siempre parsimoniosa sin importarle prisa alguna, no salía. Me fui y la dejé. No contaba con su furia. Berenice se despertó al oír un chasquido: Iginia  cortaba con tijeras una de las bellas fotos que yo tenía de Antonio Bienvenida, menos mal que no le llegó a la donde estaba más guapo. La paró en seco la autoridad de su hermana mayor y madrina.

A principios de 1953 mamá estaba en Barquisimeto porque un nieto de su hermana Eloísa, primer hijo de su hija Ángela Rovati de Liporaci, de escaso año de nacido, se estaba muriendo de leucemia. El padre, laboratorista, se la había descubierto. Quiso acompañarlos unos días y se regresó conmigo en mi flamante camioneta azul gris claro. La compré allí porque el agente, amigo de una prima, me la vendió por cuotas en condiciones muy aceptables. Sobre todo para el vendedor, porque yo, que soy pésima en cuestiones económicas y no me gusta tener deudas, cuando podía, me adelantaba pagándole varias cuotas; él manifestó su agrado de tener clientes así. La camioneta era nueva, despaciosamente la conduje por la carretera trasandina con doña Iginia a bordo. En la capital nos esperaban acontecimientos contrastantes.

A los pocos días de regresar, el 25 de febrero, nació Myriam Mercedes Álamo Cupello, primera nieta y primera sobrina de los Álamo Bartolomé. El regocijo familiar fue enorme, sobre todo para mis padres, cuyo primer hijo varón les daba el título de abuelos. Papá la conoció en la clínica, la única vez que la vio. A los 8 días, 5 de marzo, falleció de un infarto masivo. Para mí, murió de alegría. Cuando salía para mi trabajo esa mañana, lo dejé en el hall leyendo la prensa. Las últimas palabras que crucé con él fueron sobre la inminente muerte de Joseph Stalin. Finalmente, murieron el mismo día, lo registró en primera página la prensa del 6 de marzo.

Como presidente de la Academia Nacional de la Historia, el entierro de Antonio Álamo Dávila salió del Palacio de las Academias. Fue velado en la Qta. Berenice y en la mañana trasladado al Paraninfo. Una multitud de personas, de todos los niveles, estuvo allí y en el Cementerio General del Sur. Ahí oí decir algo al ministro de Educación, el Dr. Becerra, que me hizo sentir la muerte de papá como un alivio: Marcos Pérez Jiménez, recién usurpador del gobierno al desconocer las elecciones de diciembre, quería nombrar a papá presidente del Congreso Nacional. Me espanté. No sé si hubiera aceptado, desde su figuración con Gómez, nunca más tuvo nada que ver con política, tenía ya 79 años, pero… detestaba hasta la palabra democracia. Cuando dos meses antes manifesté mi rechazo a lo sucedido con Jóvito Villalba, se disgustó un poco conmigo. Además, para mi hermano Antonio, que adoraba a papá, hubiera sido algo terrible. Él fue después uno los principales conspiradores, como profesor de la UCV, contra la dictadura. No figuró en la Junta de Gobierno presidida por Larrazábal, porque se escondió, entonces nombraron a Blas Lamberti. La muerte fue la gran liberadora.