Por CLAUDIA CAVALLIN
La escritura de Alberto Barrera Tyszka se ha mudado siempre, más allá de lo geográfico, al campo abierto de las palabras, desde la narrativa hasta la no-ficción, pasando por el punto intermedio de las telenovelas. En su más reciente libro, El fin de la tristeza (Penguin, 2024), podemos leer cómo el sufrimiento puede ser cada vez más individual cuando nos acercamos a la muerte, o un sentimiento colectivo que va más allá de las vivencias de sus personajes, quienes viajan a la memoria de los lectores y se unen más allá de la diáspora.
Claudia Cavallin: Partiendo de La enfermedad (Anagrama, 2006), cuando la muerte de un sistema opaca la certeza de quienes habitan en tus obras, como en un simulacro de Baudrillard, ¿crees que tu forma de narrarlo todo consiste en destacar en apariencias lo que realmente se enmascara en las ausencias de la realidad venezolana ante el resto del mundo?
Alberto Barrera Tyszka: Siempre me ha interesado esa condición sentimental —por llamarla de algún modo— de la literatura, su capacidad de conmover. La lectura nos permite conocer, experimentar el lenguaje de otra manera, desear y cumplir deseos; y también nos ofrece la posibilidad de sentir y vivir de otra forma. Creo que lo que escribo busca siempre explorar esa conexión. Me interesa lo incompleto, lo que está herido, lo que no se entiende, lo que duele. Es probable que, por ello, la enfermedad —es sus muy distintas dimensiones— esté siempre presente en mi escritura.
En El fin de la tristeza trabajo de manera mucho más directa, evidente, la relación entre el sufrimiento individual y la dinámica social: la intimidad sometida al poder político, la fragilidad personal bajo el autoritarismo, bajo una moderna tiranía. Y en ese sentido, como lo mencionas, aquello que llamamos “realidad” aparece siempre como un permanente simulacro. Gabriel Medina, el protagonista de la historia, comienza dudando, sospechando, de las autoridades, de los cuerpos policiales, de los noticieros, de las redes sociales, de todo cuanto le rodea, y termina sospechando de sí mismo, dudando de su propia capacidad de percibir la realidad, de leer a los demás, de entender lo que está pasando.
Yo llevo muchos años pensando en este tema, en esta dimensión de los sentidos de locura y de normalidad en una sociedad como la nuestra, donde el poder está constantemente haciéndole gaslighting a los ciudadanos y busca imponer el absurdo como un orden natural.
C.C.: En El fin de la tristeza, la palabra “pienso” abre un párrafo que resalta que “no hay que desesperarse buscando explicaciones que quizás no existen. La lógica es sólo ficción”. Volviendo al juego de las apariencias ¿Podríamos crear un silogismo en lo que allí sucede como una forma de acercarnos a los archivos de la memoria? ¿Toda memoria es simplemente ficción? ¿Toda identidad es solo una manera de pensar?
A.B.T.: De manera recurrente, en la novela, el narrador en primera persona de pronto se detiene y dice “pienso” y de inmediato aparecen los dos puntos y algunas frases. Es una forma de establecer una distancia entre lo que narra y lo que trata de discernir, entre lo que sucede y lo que percibe e intenta elaborar o concluir. No sólo se trata de una pausa epistemológica, es también una pausa en el lenguaje, un cambio, una mudanza —para usar tus términos— en el ritmo y las formas que usa el narrador.
Por eso mismo, Gabriel Medina siempre está pensando en el lenguaje. Se obsesiona con las comillas, las ve dibujadas en el aire, necesita desesperadamente saber qué implican, qué sentido —qué peligro o qué amenaza— pueden darle a cada palabra. Es un narrador en primera persona tratando de contar, en clave policial, una historia que va muy rápido y que no está seguro de entender muy bien. Necesita detenerse cada cierto tiempo y respirar, escribir “pienso” y tratar de ordenar lo que ocurre en su cabeza.
Al final, de alguna manera, o al menos eso es lo que yo pretendo, el lector termina también contagiado, contaminado, con las mismas dudas del narrador, preguntándose si lo que ha vivido (leído) es real o imaginario, si su identidad y su memoria sólo son una ficción.
C.C.: En El fin de la tristeza, la “Doctora Suicidio” es detenida y su paciente vuelve a contactar lo que sucede en el país. Medina retorna al encandilamiento frente a la computadora, a la búsqueda de las declaraciones y videos, al fluir desbandado de los múltiples datos que chocan en las redes. ¿Crees que esa manera de volver a la realidad desde la información online es una pérdida?
A.B.T.: En lo personal, en mi vida cotidiana, no me siento cómodo con las redes sociales. Sólo tengo una (X) y la uso de manera bastante errática. Pero su presencia es avasalladora e indetenible, es un hecho fáctico, están aquí y están cambiando, de manera importante y en casi todos los sentidos, nuestra existencia y nuestras relaciones. Creo que las redes sociales ofrecen ilusiones potentes y tentadoras: la ilusión de estar informado, de saber qué pasa; la de ser reconocido, incluso famoso, de no estar solo; de tener algún poder. Me gusta cómo lo dice Beatriz Sarlo: “Cuanto más complicadas son las situaciones, más sencillas aparecen en las redes”. Pareciera que, en general, las redes no toleran la complejidad.
En la novela, todo esto está trabajado en un contexto particular, en una sociedad autoritaria, con un control de los medios y con niveles importantes de censura y de autocensura. En contextos así, los ciudadanos estamos obligados, o más bien condenados, a sospechar de cualquier información. Somos más vulnerables, somos víctimas permanentes de un caos organizado a nuestro alrededor, de un sistema de versiones ininterrumpidas que nos acosan, frente a las cuales nunca es fácil discernir qué es verdad y qué es mentira. Lo que acaba de ocurrir con las elecciones del 28 de julio podría ser un ejemplo perfecto. La reacción del gobierno, su inmediata y desordenada producción de versiones sobre lo real (desde el hackeo macedónico hasta la conspiración satánica, pasando los entrenamientos mercenarios en Perú y Chile) desnuda no sólo una maquinaria rápida sino un modo, una ética, un sistema diseñado para confundir. Y justamente lo único que pone en jaque a ese sistema es una operación “guerrillera” capaz de demostrar lo que en verdad ocurrió; una épica clandestina que sorprende —al poder y al mundo— con pruebas irrefutables. En el fondo, lo que está en juego es el tema de la verdad, el tema de lo que es o no es real.
C.C.: ¿Y puede haber otros juegos? Cuando describes a la mujer que habita en la memoria de Medina, observo cierta coincidencia con el idealismo de un espacio llamado ciudad. Hay cierta candidez y dulzura en algunos lugares que describes. ¿Crees que salir a transitar la ciudad es un acto de deseo similar al que un hombre puede sentir ante la figura anhelada de una mujer en las calles?
A.B.T.: No había pensado en esto que dices. Tampoco sé bien, al menos ahora, cuáles son los espacios públicos que describo con “candidez y dulzura” en la novela. En cualquier caso, no se trata de algo deliberado, no hubo ninguna intencionalidad —antes o mientras escribía— de establecer esa relación. La asociación, la apropiación de una ciudad y el deseo y/o los sentimientos por una mujer nunca me han llamado la atención. Es cierto, lo pienso en este momento, que la novela transcurre mucho en el exterior, en una ciudad que —por momentos— es también una amenaza (pueden esconder espías camuflados en cualquier espacio). Y también es cierto que la génesis de la historia se da en una calle alterna, pequeña, casi escondida, donde Gabriel Medina se cruza por casualidad con una desconocida. Pero, como te digo, nada de esto responde a un propósito creativo. Forma parte, más bien, del misterio involuntario de la lectura.
C.C.: En la novela, un número ascendente de delitos graves supera las “carencias menores” como las del agua. Ante tantas penurias, dudamos de las razones de un suicidio, que es un acto personal, pues pareciera tener coincidencias con un inmenso temor compartido. ¿Justifica un profundo dolor humano el uso de las decisiones más íntimas —como la “inducción al suicidio”— para demostrar que existe un dolor colectivo, para algunos “necesario”?
A.B.T.: El suicidio es un tema muy complejo, delicado. He intentado tocarlo con respeto, sin ningún tipo de estridencia, sin pretender tampoco editorializarlo o moralizarlo. Dentro de la estrategia narrativa de la novela, funciona como vínculo, como una bisagra en un relato que desea constantemente estar viajando entre lo íntimo y lo público, lo personal y lo social.
Un suicidio siempre es una noticia incómoda, una pérdida muy difícil de manejar, desde cualquier punto de vista. También desde el poder. Sobre todo, para las pretensiones simbólicas de una “revolución” que pregonaba curiosas estadísticas de plenitud donde siempre Venezuela estaba en los primeros lugares. Creo que en la novela hay una representación del poder como un sistema que se vende como la utopía de la felicidad mientras, en realidad, está diseñado para producir desesperanza y desasosiego. Desde esta perspectiva, un suicida puede ser un indicador molesto, delata la farsa.
C.C.: En El fin de la tristeza, las razones por las que el protagonista decide ir a terapia coinciden con la conjugación de los verbos que preceden la desolación más profunda: “Yo no tenía tristeza. No. Empecé a sentir más bien que yo era triste”. ¿Crees que ser triste en Venezuela ya es una forma de existencia común como la identidad de lo que somos todos los venezolanos en este momento?
A.B.T.: Creo que la tristeza es una experiencia bastante compartida entre todos nosotros, afuera y adentro de nuestro mapa. El país también vive, está, ahora afuera. Creo que la experiencia de la diáspora nos ha movido y nos sigue moviendo a todos inmensamente. Estamos ante una ruptura cultural inmensa, que probablemente ahora mismo no podemos medir bien. Creo que el epígrafe de Alejandra Pizarnik (“Y nada será tuyo salvo un ir hacia donde no hay dónde”) apunta un poco por ese camino. Todos compartimos un poco esa falta de rumbo, ese destino impreciso. Por supuesto que tenemos angustias y dificultades comunes, pero creo que ahora también nos une esa rara tristeza caribeña, una melancolía que no conocíamos, la experiencia del desarraigo que aún no sabemos si tiene un final. Visto así, todos estamos más solos, más separados; todos somos más tristes.
C.C.: Esa manera de ser queda grabada de múltiples formas. Haciendo referencias históricas sobre Earl Zinn o Carl Rogers, en la novela narras cómo la doctora Villalba utilizaba el audio como memoria o cómo su paciente pensaba que el peor escenario en nuestras mentes tranquiliza. ¿Podemos los lectores trasladar nuestros temores a las páginas de tus libros?
A.B.T.: Quienes escribimos sólo queremos contar historias, jugar y trabajar con las palabras de otra manera para contar un relato. Lo que pasa después es otra cosa. Lichtenberg dice que “un libro es un espejo”. Lo que encuentran los lectores en cada libro tiene que ver con lo que escribimos, pero, más aún, con lo que cada lector es.
Creo que ahora hay una literatura venezolana muy potente, muy diversa, que se escribe y dentro y fuera del país, y que a veces —lamentablemente— ni siquiera logra publicarse; pero en todos los géneros se está escribiendo este raro y disímil país que estamos siendo. Puedes leer lo que escribe Juan Carlos Méndez Guédez en Madrid, Kelia Vall de la Ville en Nueva York, Gustavo Valle en Buenos Aires; a las jóvenes narradoras que están en la antología Feroces, o Luis Alejandro Indriago y su Poética tuky dentro de Venezuela. Hablo de gente que ha publicado recientemente, pero la lista es enorme y fabulosa. En todos ellos hay una experiencia nueva, una posibilidad distinta, una nueva oportunidad para leer eso que llamas “nuestra realidad”; una nueva oportunidad para mirarnos.
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