Por ALEXIS ROMERO
Dice Seamus Heaney: Escribir es cavar. No en la tierra, sino en uno mismo. También alude a que debemos, si ya emprendimos el viaje de excavación, porque ya no hay marcha atrás —distinta a la renuncia— estar preparados afectiva y espiritualmente para lo que vamos a hallar, que no es más que el origen de lo que tanto nos cuesta llegar a ser. Fenomenológicamente, escribir y cavar contienen y nos demandan lo mismo: descenso y lentitud, hallazgo y silencio, verdad y memoria, comprensión y tradición, esfuerzo y cansancio, brevedad y negación, larvas y duración, incendio y flujo, cicatriz y duelo ancestral, vigilia y hastío… A veces coinciden en el asco. A veces, en hablar con alguien. A veces en lo brusco, en lo repentino, en las rodillas hincadas que renuncian a testamentos y herencias.
Jacqueline Goldberg nos avisa: saber es cartografiar.
Cuando ella escribe, se cartografía. Con una sintaxis cercana a la del silencio, nos deja en el papel lo que las palabras le permiten dejar: sus heridas, su temblor, su asco por la normalidad, la bajeza de un país, su incansable guerra contra la heredada decadencia del cuerpo, su cuerpo. Uno de sus versos singulariza uno de sus latidos: los duelos sueltos. El temblor de su cuerpo es una analogía de los temblores de su poesía: tiembla la página, tiembla el lenguaje, tiemblan las formas elegidas, tiemblan los ritmos, tiemblan sus lectores. No hay rastros de piedad en los verbos elegidos, no hay rastros de humedad en los adjetivos elegidos; las preposiciones no conectan sentidos, sino arrases, derrumbes, pérdidas, reclamos a la belleza. La metáfora no propicia asombro ni elegancia verbal, sí la bestia de la vida, el antiguo juego de la sombra en las lesiones del cuerpo. El poema es un testimonio contra la tiranía de la enfermedad.
Al otro lado del clima. Antología personal 2021-1986 es un libro —aunque antológico, un libro en sí mismo, un nuevo libro— que no confirma la continuidad de la vida, sino la llegada de la nieve a la sangre y los órganos, diría Yasunari Kawabata. Aquel empuja el cuerpo no a mirar, sino a oír lo que susurra el espejo que, siguiendo a Natalia Ginzburg, nos advierte que escribir no alivia ningún dolor. Es un aviso: detente, mira cuántos peldaños has descendido, atiende tu descenso, atiende tus caídas inesperadas, desoye los oficios del dolor, oye los oficios curativos, propios del poema. Es un mandato de la sangre para las arbitrariedades naturales del cuerpo. Es el lenguaje entre líneas que ha sido desoído, echado a un lado, descartado y hundido por lo circunstancial. La poeta lo ha sabido siempre:
debí contar una historia
la mía con mi cuerpo
la de mi cuerpo conmigo
…
el cuerpo es estorbo
el cuerpo mancilla
vitupera
el cuerpo no se entiende
Trozos de poemas que trazan la anticipada poética dictada desde los inicios por un testamento ancestral. Desde uno de sus poemarios inaugurales, Luba, Goldberg ha venido descendiendo los peldaños de la sangre y el cuerpo, de la salud y la enfermedad. Siempre ha confirmado a esta, para que ocurra aquella. La ha combatido nombrándola. Sabe que negar confirma. La gramática ha sido su gran testigo.
Se nos hacen necesarios, pertinentes, por iluminadores, los versos de la poeta finlandesa Edith Södergran: Cada poema será el desgarramiento de un poema, / no poema, sino huellas de garras para contemplar y sentir el filo y las marcas vibrátiles del universo roto de la imaginación y las emociones goldbergnianas. Nada ni nadie existe completo, todo y todos están agrietados, quebrados, fracturados, a punto de estallar. Nada está insuflado o dotado de las ilusiones de la eternidad, de la permanencia definitiva. Lo único que permanece es la decadencia, la caducidad genética, la penumbra secreta de la piel. Así las huellas, los desgarramientos del tiempo en las cuerdas vocales, el vestíbulo y el plexo solar. Esos lugares que desde el útero visibilizan las formas y los ritmos del equilibrio y el desequilibrio.
Leer a Goldberg es danzar sin atención, sin conciencia, sin notarlo al son de una armonía brusca, perturbadora de la inercia sagrada y de los aposentos del lenguaje. Se degradan los significados, los troncos se pudren, las ramas padecen el desorden del día, los utensilios se vacían de utilidad y sonoridad, los viajes no salvan… La culpa dicta y borra los horizontes imaginativos y creativos; la culpa deja hambre donde debe erguirse la saciedad; la culpa y su gemela, la ira, dan estructura al poema, disfrazándolo de lamentación antigua, primigenia. De allí la lesión en la lengua, la destrucción de la posibilidad de pájaro, el hundimiento de la virtud de la rama, la gramática del desierto inalcanzable, la vocación de cuestionar y juzgar lo que inalterablemente es y será lo sagrado, la reprochable noche, la insuficiencia del día, la pobreza de la muerte, la sed de una isla matrioshka.
Quien desciende en sí mismo ha abandonado las persecuciones. Ha desistido de lo que cansa, desgasta y paraliza hasta el oficio de respirar. Ahora importa el tiempo y lo que hacemos con él y dentro de él. Hemos entrado en la duración, incluso sin tener un dios. Esto es el vislumbre de los paisajes de Al otro lado del clima. Vislumbrar, intuir, presentir, oír el habla de los poros. Es un viaje, una mudanza espiritual, una visita inesperada para contemplar, sin habla, sin ganas de decir, la vida de los árboles y sus conversaciones con los animales inadvertidos. La poeta da fe a los oficios del vestíbulo, escoge lo que este traduce y sugiere como posibilidad de pájaro. El vestíbulo conmociona, se estremece ante la gramática y sintaxis del temblor. Pero confía en lo que recibe. Dicta donde vislumbra salvación, verdad, piedad.
En nosotros nace la vocación de amortajar. Lo sabemos cuando nos llega un lugar que nunca notamos que invocábamos, convocábamos. De esto el incendio, la combustión inesperada y sus consecuencias en el lenguaje y emociones. Eso ha hecho el temblor, ha impuesto su autoridad y poder de monarca. Alguien pareciera habernos dicho:
En el principio existía el Temblor
el Temblor estaba junto al Misterio
y el Temblor era el Misterio.
El Temblor estaba en el principio junto al Misterio.
Todo se hizo por el Temblor,
Y sin él nada se hizo.
Lo que se hizo en él era la vida,
y la vida era la luz de los hombres…
Y eso es la certeza de este libro. Escribo, porque tiemblo. No era la Palabra, sino el Temblor. Fue este el que dictó desde el Principio Las Palabras. Fue este el que estuvo desde el Principio al lado del Misterio, Al otro lado del clima. Fue el Temblor, no la Palabra, lo que impuso a Goldberg la poética de sus obsesiones escriturales. Primero fue el Temblor y este se hizo verbo. Primero fue el Temblor y este se hizo mundo y realidad. Primero fue el Temblor, luego las tierras, las aguas. Primero fue el Temblor, luego las violencias del cuerpo y la intimidad. Primero fue él, luego vino el deslave, la tragedia de la lengua frente a la luz de las luciérnagas.
La poeta dice lo que la lesiona, lo que impresiona su calma. Registra lo que la conmociona y aniquila su indiferencia sanguínea. Lo escrito es un viaje en busca de la herencia, de la tragedia de la memoria, de los archivos donde están registrados los desastres pasados, presentes y futuros del cuerpo, su cuerpo. Es una indagación, casi suicida, de la historia de los declives y disfuncionalidades de los órganos vitales de la humanidad. Es una excavación en las cuevas secretas de sus extremidades.
En su voz, la adquirida, la buscada y recibida sin saberlo; la ejercida, la acatada —porque la desobediencia no está contemplada— desde los inicios del desierto, la piedra y la posibilidad de un pozo, Dios no está, ni cerca ni distante. Se ha elegido no nombrarlo para que no exista, para que no se manifieste, para que no se compadezca. Y esto es parte de la herencia espiritual que la poeta arrastra; no que carga consigo, sino que arrastra como algo incómodo, intolerable. Esto lo presenciamos en el hartazgo de sus preguntas, en el asco de sus afirmaciones y negaciones, en la destrucción de la abundancia y la pobreza; en la ira permanente en los quiebres de sus versos, en las conjugaciones y adjetivaciones de las realidades. También ocurre en el uso de los adverbios, indicadores de desolaciones y devastaciones.
Su cuerpo no busca ni se asoma al perdón. Aspira respuestas incompletas, pero reales; vacías de alivios o espejismos celestiales. Pide alivios, no salvaciones; no reclama tierras prometidas, pueblos elegidos. A lo sumo islas, cuyas razones atraviesan toda su obra temblorosa. Goldberg, como el poeta israelí Yehuda Amijai, contempla la belleza del mundo donde gobierna el mal. Una contemplación desde la impotencia, desde la muerte de la esperanza, desde la muerte del tiempo. Estamos en presencia de una Persona, citando a Edith Stein, que ha labrado y forjado desde los inicios una delicada y refinada poética de la desesperación. Igual que en Amijai, es una filosofía del pesimismo, perforada y atravesada por la flecha del ansia de vivir. Es una poesía sin alabanzas, con las estructuras y extensiones de salmos impregnados del brillo que inquieta, aturde, incendia, en lugar de apaciguar, serenar. Pareciera la labor de una voluntad que nos grita la inutilidad de lo que nos ha hecho feliz. Todo está condenado por la brevedad. Paz y tranquilidad son sinagogas imposibles en estos poemas. Los Templos son los hogares del autoengaño, de la estafa del cielo.
La poesía como un diario ininterrumpido, donde se recogen las reacciones suscitadas por el mundo. La herencia, la memoria de las lesiones y desgastes, el recuerdo, el olvido, constituyen las fuentes, la roca —nos insinúa Wallace Stevens—. ¿Qué de la vida merece salvación, ser recordado? ¿Qué debemos olvidar? ¿Escribimos para compadecernos de nosotros mismos o de los demás? Te leemos, Jacqueline Goldberg, y deseamos rezar, orar, danzar y llorar con y para los dioses. O con y para el Dios de tu pueblo heredado. Te leemos, hija adoptiva de los desiertos, y nos vemos obligados a conversar con los silencios y temores de las manos. Deseamos descifrar el gesto suspendido, el sentimiento del cuerpo arrojado por el mar a la resignación de las piedras. Tememos haber pedido algunas palabras dictadas por los farallones como lugares para una serenidad contra la fuerza de las lluvias.
La poeta viaja para dar continuidad al regreso muerto, involuntario, impuesto por la costumbre. Volver sin el amor de volver. Vacía de ansias de retorno. Vuelve la porosa, la que grita y escribe sobre la resignación que subyace en las cosas y experiencias muertas. Nos arroja a escuchar asombros donde gobierna lo larvario y lo descompuesto, lo muerto y lo a punto de morir. De lo que se trata es del desarrollo del poema sin literatura; el poema del coágulo, de la deformación memorial, de las emociones del testamento, de la oscura claridad de las lecturas desesperadas. La poesía iracunda, de la impotente, de quien vive a punto de estallido. No hay mentiras, hay verdades dictadas a quien recorre su casa buscando una salida, un escape ajeno a las rutinas y obligaciones culturales impuestas a eso que podríamos llamar Espíritu. En esa búsqueda es creada la canción amorosa del luto y el duelo ancestrales. Y son inevitables las débiles plantas del desconsuelo.
Quienes nos asomamos a esta personal antología, elegida por su autora para que diga lo que ella anhela decirnos, que ha armado en forma retrospectiva tal como lee y se ve a sí misma —desde el presente y, por eso, en su climaterio—, nos es imposible no pensar, en honor a Carlos Monsiváis, en los vínculos familiares con Incurable, de David Huerta; Muerte sin fin, de José Gorostiza; Cuerpo, de María Auxiliadora Álvarez; Canto ajeno, de Blanca Varela; Cosas del cuerpo, de José Watanabe; Diario de una enfermera, de Isla Correyero; Los hábitos del astillero, de Luisa Castro. Además, sus filiaciones con la lucidez destructiva y reconstructiva de Anne Carson, con la religiosa frialdad de Louise Glück y con el desolado optimismo de Piedad Bonnet son innegables.
Hemos de suponer que detrás de las cortinas no hubo una niña atónita, perpleja, sorprendida ante la lumbre, sino una pupila que registró: Una luz que preguntaba por nadie.
Primo Levi trajo consigo la vigilia del sentenciado, no a muerte, sino a presentir que morirá cuando más ame vivir. De allí la relación con sus bienes, libros, utensilios, fotografías y palabras comunes. Por ello el arcón para resguardar el Atlas, la infancia, ese objeto del lenguaje inicial, fundador e inaugurador de los viajes, la soledad y los seres amados. Esa especie de manual de la vida que contiene tus islas y las islas en ellas contenidas: nacidas, construidas o destruidas. Las habitadas o desoladas. Las capitales geográficas del cuerpo y el alma, si tenemos que acudir a Platón, San Agustín y Pierre Hadot. Un Atlas para que se garantice tu estancia y permanencia. Un Atlas para aprender a viajar, a pesar de los regresos despreciados.
Hay algo terrible en las poéticas de Goldberg: la desnuda velocidad de los deseos humanos. De allí la labor incesante de la impaciencia que gobierna la visión del mundo que recibimos, apenas leemos desde la dinastía del temblor. Su insistencia en el poema responde y corresponde a la incertidumbre de tararear en voz baja el credo de la soledad: ser una mujer perseguida por las raíces del aislamiento, por los bosques de árboles que se parten temprano. Su narrativa del dolor asombrado o hastiado no aguarda milagros, mandamientos en las piedras, zarzas encendidas, metamorfosis circulares. De antemano se padece que, en los jardines reales, las oraciones son oficios del miedo. Ella, la poeta, la escritora, se reconoce vacía de todo y de sí. Vacía: apta para recibir. La palabra no llena nada, porque también está desgastada y cercana a la fetidez del poema, del texto y el testamento que glorifica el optimismo mágico de la vida. Ausencia de quietud en el lenguaje, sostiene Simone Weil, pensadora cercana a la alumbrada intimidad de Goldberg. Anhela caminar sin dolor. El mismo deseo de Robert Walser y Marguerite Duras. Caminar desde el anhelo del alivio. Caminar para toparse con la blancura del Misterio. Caminar como los bienaventurados de María Zambrano. Caminar para que el cuerpo intuya la desnudez de lo real. El cuerpo es su tirano, no su confirmación sagrada. Es un estorbo, un lastre, un pedazo de carne, un saco vacío que pesa demasiado. El cuerpo es un engaño, una estafa. Un volumen que no celebra la llegada de las luciérnagas, pero sí su muerte, cuando ya no alumbran. Cuando intentamos comprender los hilos terrenales y celestiales de los poemas, nos convertimos en impaciencia, como la poeta, la mujer que tiembla y perturba la luz de las estrellas que iluminan las noches del lenguaje. Noches agradecidas por San Juan de la Cruz.
Ella parece decirnos que la función del lenguaje, su lenguaje, es anunciar, no salvar. Los afectos del cautiverio terminan siendo los hábitos del cautivo. Éste es un cuerpo que escribe para aspirar y respirar libertad. Pero nunca libre: el lenguaje solo les permite huir, huir, huir. Es el coro de los huesos. El oficio: cavar. La obra: túneles. Y de éstos, los trozos de luz, animales de convivencia, animales de sentidos ajenos a la memoria. Esto es la desesperación: el hambre de duración. El dolor del tiempo, en palabras de Marina Tsvetáyeva. Y he aquí la única y trascendental justificación de la poesía de Jacqueline Goldberg: la ira contra la duración.
Aquí la abundancia es un árbol del primer grito. Con Cioran y Beckett, un manantial de la sed. Aquí el tiempo llora, porque nadie espera. Apenas queda un susurro, el orificio de la bendición venidera. De una línea a otra, de una página a otra, de un libro a otro, el eco de una angustia que reza nos acaricia los pómulos. Pensamos en Job, el eterno interpelador. Sentimos la bendición y el trabajo del misterio en esta escritura, pero no sabemos aún presenciarlo. Y solo nos queda agradecer la furiosa labor de la poeta.
Poemas de Jacqueline Goldberg
(inéditos hasta la publicación de la antología Al otro lado del clima)
Poética reciente
escribe un poema
sobre umbrales vegetales
escribe sobre la enredadera
que crece en los asteriscos de tus axilas
di que los hongos son mundo aparte
que sabes todo sobre su sacrificio
di que planeas mudarte al mar
que tendrás por fin una casa rozando el mar
y allí un jarrón con piedras negras
sé obediente
anda
escribe
viaja fuera de tu calor
escríbete
bebe manzanilla
islas
hay razones
para pensar en islas
pensar es estar a solas
aislarse entrar al mundo
pienso en Isla de Nueva Siberia
con juncos tundras misiles
pienso en islas dispersas
coralinas
bienaventuradas
pienso en islas de mi cuerpo
una región llamada ínsula
avistada en lo profundo del cerebro
así remonto al oyente
me hago mordacidad
inconclusión de isla
pelambre de isla
isla
Ginecólogo
¿para qué te sirve ese útero?
así nos convenció
de deshacernos de la casita
amueblada para el segundo hijo
—ya entonces no queríamos otro hijo—
igual era mi útero
pude habérmelo quedado unos años más
pude llegar entera al bochorno
sin la cicatriz que a veces arde y pica
sin orgasmos desplazados
duelos sueltos
Blanco
Erik Satie
solo ingería alimentos blancos
huevos
azúcar
huesos rallados
grasa de animales muertos
sal
coco
pollo cocido en agua blanca
moho de frutas
arroz
nabos
embutidos alcanforados
ciertos peces sin piel
Nelly y Gilbert nos llevaron
a la casa en la que nació Satie
el más bello museo del mundo
en Honfleur
almorzamos en el muelle
mariscos de colores
frutos de colores
volvimos a París
pensando en el piano de Satie
en lo blanco
Travesías en seco
hablamos
de irnos
acordamos
llevar la mecedora
los diccionarios
el álbum de las primeras fotos
aprender desapego
vimos nacer un dolor
tuvo espuelas
colmillos
pelambre de furia
dejamos de hablar
dejamos de hablarnos
nos fuimos a pedazos
sin irnos
en travesías insignificantes
nada anticipa el remordimiento
el pacto
así vivimos
otros años
sin misericordia
sin arrullo
sabiendo que ya nunca nos iríamos
la silla de caoba
los libros
las fotos
siguen en su lugar
mi sangre
en su lugar
el país caníbal
en su lugar
incumbe una grieta
una última desesperación.
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