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Al otro lado de la puerta, febrero 26, 2023

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Por NELSON RIVERA

Recibió el premio Right Livelihood (el que llaman el Nobel alternativo) en septiembre de 2022. Semanas después, a comienzos de diciembre, se le concedió la honra del Premio Nobel de la Paz. Oleksandra Matviichuk, abogada especialista en la Defensa de Derechos Humanos, directora del Centro para la Libertades Civiles, en Kiev, oenegé fundada en 2007: en los nueve primeros meses de la guerra, el número de casos documentados de violaciones a los Derechos Humanos superaba los 26 mil. Un mes más tarde superaban los 31 mil. Durante una entrevista concedida a Guillermo Altares, el periodista le pregunta: “¿Rusia está usando la violación como un arma de guerra?”. Matviichuk: “Forma claramente parte de una táctica militar (…) Para ellos la violación es un arma especialmente eficaz, es un crimen que provoca vergüenza no solo en la víctima, sino en toda la comunidad. Es un crimen que usan para romper el lazo dentro de las comunidades”.

La violación como componente del arsenal militar. Como uso militar. Política de Estado.

El dirigido por Putin: el Estado violador.

Despacho desde Mogadiscio

Decir la-peor-sequía-en-Somalia, a-lo-largo-del-último-medio-siglo, es enunciar que el agua se volatilizó donde no la había. Que lo seco se ha resecado. Y que lo reseco está en camino de pasar a otra condición, la de un estado de lo natural —porque de naturaleza ya no es posible hablar— donde ha desaparecido hasta de las moléculas. La sed como principio unificador de los reinos.

No solo Somalia: buena parte del Cuerno de África ha terminado por secarse. Donde había paisaje ahora hay polvo. Y polvaredas. Hasta las más diminutas semillas han sido devoradas. Las familias, en el límite de sus fuerzas, ven derrumbarse a las cabras, a las vacas, a los camellos. Se quedan allí horas observando el lento final de la esperanza.

La familia asediada por el hambre y la sed no tiene elección: debe partir rumbo al campamento más próximo. Algunas entregan a sus hijas menores en casamiento a cambio de una dote que no tarda en evaporarse. Deben huir antes de que regresen las milicias de Al Qaeda a cobrar lo que ya está más allá de la capacidad humana: el impuesto, la extorsión. En la Somalia polvorienta y arrasada, el único ente intacto es la alcabala. La alcabala y los cobardes que despojan a los indefensos mientras los apuntan con el dedo en el gatillo.

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Somalia tiene un poco más de 17 millones de habitantes. Casi 8 millones en los límites de la vida: sin agua, sin alimentos, bajo el dominio o asediados por el yihadismo. Entre ellos, 1,4 millones de niños. Tal la demografía del polvo y la bala.

Paul Auster: la bala viene en camino

Paul Auster | Archivo

Tomen nota: hay 393 millones de armas (en un país que tiene un poco más de 330 millones de habitantes). Unos 40 mil estadounidenses mueren al año por heridas de bala. De ellos, más de la mitad son suicidios. Al día: más de 100 muertes, más de 200 heridos. Paul Auster: por qué esta especificidad. Qué pasa en Estados Unidos. Qué vínculo hay, en el océano vasto y profundo de la sociedad estadounidense, con las armas. Y abre la puerta a una comparación: “Automóviles y armas de fuego son los pilares de nuestra mitología nacional más profunda”. Y pregunta: ¿si han logrado controlarse los riesgos que representan los coches, porque no ha sido posible con las armas de fuego? “El inmenso problema al que nos enfrentamos como país es probable que no se resuelva promulgando nuevas leyes, anulando leyes anteriores o imponiendo innovadoras medidas de seguridad”.

Y es aquí donde, con el fuste de la mente inquieta, Auster regresa al origen, a la prehistoria de la nación —que tuvo una duración de 180 años—, “cuando Norteamérica no era más que una serie escasamente poblada de asentamientos blancos dispersos por trece lejanas avanzadillas del Imperio británico”, avanzadillas que vivieron en permanente conflicto armado, propietarios de la convicción de que eran poseedores de un derecho divino de ocupar el Nuevo Mundo, y desplazar como fuera, a los que ya estaban allí cuando llegaron. Y así, Auster alcanza el nudo fáctico de la cuestión: los colonos crearon milicias a las que pertenecían todos los hombres mayores de 16 años. Tener un arma y usarla se revistió del carácter de una obligación moral, familiar, de instintiva protección de la propia vida. Los colonos y sus familias vivían con miedo. “Miedo unido con violencia, con las balas como recurso principal. Es una combinación que recorre todos los capítulos de nuestra historia y hoy sigue siendo un hecho esencial de la vida en Estados Unidos”. A continuación, la esclavitud. La creación de las patrullas esclavistas, “primer cuerpo policial de Norteamérica”.

Auster recuerda que el prohibicionismo generó una respuesta social contraria: más bebida, más destilerías ilegales, más contrabando, lo cual parece señalar que el camino de la prohibición es apenas prometedor.

En su cuarta sección, el ensayo asume sus colores más dramáticos: las matanzas. Promedio: una al día. “Nuevo ritual estadounidense”. El recorrido que hace el autor es durísimo: jóvenes u hombres de mediana edad. Solitarios, agraviados, consumidos por el odio. Algún ex. Casi nunca mujeres. Todos estos son comprensibles. Pero luego están los que escapan a cualquier método de lectura. Los que arrasan a un grupo a balazos por placer. Al azar. Y está la planificación. Y la ejecución con precisión maquinal. Y el deseo de encabezar el ranking de mortalidad. Competencia. “Es el último regalo de Estados Unidos al mundo, una nota psicópata a pie de página de previas maravillas como la bombilla incandescente, el teléfono, el baloncesto, el jazz yla vacuna contra el polio”.

No he mencionado en esta ficha que Un país bañado en sangre, como cualquier ensayo de Auster, tiene el magnetismo del anecdotario y el sello de la paradoja personal; tampoco que el libro tiene a un coautor, Spencer Ostrander, quien ha viajado por el territorio, después de las matanzas, después que la sangre ha desaparecido de la escena, y ha fotografiado calles, plazas, supermercados, colegios, aulas, canchas deportivas, iglesias, hoteles y negocios, donde algún día, cualquiera, a cualquier hora, un hombre con un sofisticado fusil, seguramente con una o dos armas de repuesto, abundante munición, casi siempre con una gorra, ha quitado el seguro, apuntado y comenzado a disparar.

Un país bañado en sangre. Paul Auster y Spenser Ostrander. Editorial Seix Barral. España, 2023.

ETA: mejor bomba que tiro en la nuca

Precisa Mikel Buesa: aunque se repitió que ETA eran “los del tiro en la nuca”, el recuento de los hechos demuestra que siete de cada diez de sus mortíferos ataques fueron con explosivos. ¿Cuál es el balance de su gestión? 4 mil 121 ataques terroristas. 27% de ellos con victoria total: muertos, sangre en la calles. ¿Qué significa ese 27%? 885 asesinados. ¿Y qué más pueden exhibir estas criaturas? 68% de acciones con explosivos. 29,3% con balas. Eficacia con explosivos: 86%. Eficacia con armas de fuego: 75%. 221 atracos. 118 secuestros. Entre sus proezas, el caso de José Antonio Ortega Lara, funcionario de prisiones, al que tuvieron encerrado 532 días. Se lo llevaron del garaje de su vivienda en Burgos, el 17 de enero de 1996. Lo metieron en la maleta de un vehículo. El lugar donde permaneció: un hueco húmedo, bajo una enorme máquina. El tapón metálico que impedía el acceso pesaba más de 1000 kilos. En el instante de su liberación, Ortega Lara pensaba que eran los de ETA que habían regresado. Cuando el tapón fue levantado, alcanzó a decir: “Matadme de una puta vez”.

Leonardo Sciascia y Aldo Moro

La tragedia de Aldo Moro | La Stampa

Once balas en el corazón tenía Aldo Moro (1916-1978). Dicen las estadísticas que la policía italiana hizo entonces más de 40 mil registros domiciliarios y unas 75 mil inspecciones de vehículos y documentos en carreteras. Ni un detenido. Una llamada telefónica a un asistente de Moro, el 9 de mayo de 1978, le indicó donde estaba “el cuerpo de su señoría Aldo Moro”. Cumplía el autor de la llamada, miembro de Las Brigadas Rojas, con la última voluntad de su víctima: “Que se comunique a su familia dónde pueden recuperar su cuerpo”.

Todavía no se había apaciguado en la Italia perpleja, el eco de la ejecución, cuando Leonardo Sciascia (1921-1989) escribió El caso Moro, en agosto de 1978. Entonces el periodista, editor y escritor era diputado, y había formado parte de la comisión parlamentaria que investigó el asesinato y la acción del Estado. Un año más tarde, en 1979, El caso Moro ya había sido traducido al español. Desde entonces, cada tanto, en Argentina o España, se ha traducido este adictivo volumen, que acaba de regresar en edición de Tusquets (traducida por Juan Manuel Salmerón, 2023).

Mucho de lo que hay de espléndido en Sciascia está volcado en los escrupulosos avances de este texto de brillo inclasificable. Reportaje, acta lingüística, boceto histórico y sociológico, pulso con el falso acomodo de la prensa, rigor en la lectura de los hechos, ejercicio de revelación de las conductas y omisiones siniestras del poder, Sciascia se vale de prismas, de guías que toma de Pasolini y Borges para marcar el cauce por el que avanzará su análisis. Se concentra en las numerosas cartas que Moro envió desde su cautiverio, y en la reacción de los poderosos a las mismas. El poder se atrincheró en el argumento de que el bien superior del Estado debía ser defendido por encima de cualquier otra consideración y que, por lo tanto, la presión de Moro para que se aceptara el canje de presos con Las Brigadas Rojas era inaceptable.

Cuando Moro, que parece haber tenido siempre acceso a los diarios, entendió que el rechazo a la negociación se había impuesto, escribió cartas de asombrosa claridad, lucidez e intensa desesperación. Copio un párrafo de una de ellas —una extensa increpación— que circuló el 20 de abril de 1978: “Decid ya que no vais a dar una respuesta pronta y simple, una respuesta de muerte. Recordad, y que lo recuerden todas las fuerzas políticas, que la constitución republicana, como primera señal de novedad, suprimió la pena de muerte. Pero, queridos amigos, no hacer nada por impedirlo, seguir obrando con insensibilidad y respeto ciego de la razón de Estado, significaría ni más ni menos volver a introducir la pena de muerte en nuestro ordenamiento. Y yo, en la Italia democrática de 1978, en la Italia de Beccaria, sería, como otros en pasados siglos, condenado a muerte. De vosotros depende que la condena se ejecute. A vosotros pido la gracia del indulto”. Así, bajo esta lógica, la ejecución de Aldo Moro, además de un crimen terrorista, fue también un asesinato de Estado.

Pero sobre Moro todavía estaban por ocurrir abusos peores.

Desconociendo la que había sido una posición histórica del dirigente democristiano, un amplio grupo de sus más próximos amigos tomaron una iniciativa, en las lindes de lo aberrante: producir un documento, en el que afirmaban que ese Moro, el que proponía un canje de presos, no era el Moro estadista que ellos reconocían. Por lo tanto, las cartas solo podían haber sido escritas por un Moro drogado o coaccionado. Un Moro fuera de sí: un Moro que venía a romper el consenso de los poderes para no negociar con los terroristas, sin lograr tampoco una solución policial a la tragedia, hasta que aquel funesto 9 de mayo de 1978, once balas atravesaron el corazón del secuestrado.

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