Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS
Si de alguna manera las carencias del momento atentaban contra su proyecto intelectual, los años cuarenta también son el escenario natural en el cual Andrés Mariño Palacio debía adelantar sus exploraciones y experiencias de lo urbano. La ciudad está naciendo en su dimensión plenamente cosmopolita, pero sobre todo desde sus demandas psíquicas, el alejamiento definitivo de las nostalgias costumbristas. La identificación del país con su naturaleza y la tierra dominante y dolida es un hecho para el cual también la literatura ha resultado un instrumento apto de registro y exploración, pero resultaba ya insuficiente.
La precocidad de este autor representa un nudo de reflexión que hasta ahora no ha sido cabalmente encarado, ella nos da pistas para entender los ritmos del proceso creador en un medio donde las tradiciones disidentes se movilizan desde lo inercial y no impactan el escenario público en un grado modelador y menos aún orientador. Un lector como el adolescente que era el escritor debía abrirse paso entre el legado escolar, su ascendencia moral, y su propia intuición, esta lo llevaba directamente al desacuerdo, a la inconformidad. Debió devorar muy temprano todo cuanto estaba a su alcance, y del catálogo de lo nacional difundido incluso nombres más bien raros aparecen con frecuencia en sus ensayos breves y viñetas: Ramos Sucre, Julio Garmendia, o esa Dinorah Ramos que no llegó a ser (Siete mujeres en un balcón). Su reseña de la antología Cuentistas modernos (1945) es proverbial, en una colección distinguida por solitaria en un país sin editoriales (“exquisita”, así la llama) le parece inadmisible el descuido respecto a aquello que ampara, los autores rechazados están fuera de cualquier valoración, y para no entrar en polémicas tan solo da los nombres de los cuentos, aquellos no le merecen siquiera el honor mínimo de la letra de molde. “Quienes lean en Cuentistas modernos relatos tan mediocres y desajustados como ‘Se la compro por cien bolívares’, ‘Los Parias’, ‘Veranito’, ‘Polvenil’, se formarán un concepto bastante deprimente del cuento venezolano…”. La ausencia de perspectiva la sustituía por el criterio, pues algunos de los autores incluidos en aquella antología se estrenaban en igualdad de condiciones. De la literatura continental distingue figuras como Jorge Luis Borges y Eduardo Mallea. Uno se lo imagina hurgando constantemente en las librerías caraqueñas, ojo avizor para las novedades y cuanta edición exótica cayera por esos lados, como esa argentina de Los cantos de Maldoror, anotada al margen con letra grande y limpia, que una vez vi en poder de Argenis Rodríguez, obsequio de la madre del escritor, quien atesoró con fervor su biblioteca, y tras la larga enfermedad del hijo.
La Venezuela petrolera de esos años de modernización y puesta al día institucional es sobre todo nacionalista en materia de cultura y hábitos escolares. El trato con los símbolos del consumo modelaba otros pareceres de la ciudadanía ávida de posesión y acceso al bienestar material, y en ese sentido ese nacionalismo se resiente rápidamente. Curioso fenómeno: cerrarse sobre los símbolos locales de una identidad y simultáneamente echarse sin pudor en el arrebato de la adquisición y las modas que desplazan las maneras rutinarias de aquella identidad. Mariño Palacio confronta esos símbolos desde un universo ansioso de actualización, conciente de la nueva condición del escritor, de sus roles autonómicos. Ya esto lo observó oportunamente Oscar Rodríguez Ortiz en su Mariño Palacio, el moderno, la distancia aportada necesaria para el examen de la propia condición del escritor: “Mariño Palacio preanuncia también, en este terreno de la prosa de no-ficción, lo que después de los cincuenta será como natural: que el escritor hable más sobre el arte de escribir sin que sea catalogado de irresponsable o mal ciudadano”.
Su recensión de El camino del Dorado, la novela de Uslar, tiene la justa tensión de una mensura, pero resulta comedida en su irreverencia, no es el obligado desplante del enfant terrible, como tal vez ha podido verse en su momento. Hoy podemos entender mejor sus objeciones, estas apuntan no tanto a las posibilidades del novelista como a la debilidad que introducen las cesiones en medio de las exigencias del correlato. Exceso de historia y poca imaginación, el conflicto de país dominando los intereses del escritor, así el género tampoco podía avanzar. Era una apreciación no solo honesta, también útil. El resultado debía ser un juicio sobre la literatura nacional, sus anquilosados compromisos frenando el impulso no de la ruptura sino de la enmienda. Recordaba también cuál debía ser la función de la escritura en un tiempo de realidades emergentes, temía que los tipos del nuevo orden se rezagaran, no aparecieran junto con la alborada societaria, y esto en alguna medida ocurrió.
Sus ensayos, recogidos en libro al poco tiempo de su muerte, prueban de manera forense la existencia de un programa, ejecutado con disciplina por su autor. Extrañeza y ausencia de eco solo eran una prueba de su validez e inaplazable necesidad, y suele ocurrir que cuando la literatura supera las puras tareas de la comunicación y la información aquello es síntoma de subversión. Llevó su tributo a los extremos, debatió con entrega e imbuido de un credo, aunque tal vez en el aire, de todos modos para quien convertía en literatura todo cuanto tocaba, el debate podía situarse más allá de los interlocutores y esto no vulneraba su argumentación, estaba fundando en un espacio de insumos no de feligreses. La ciudad de su gestión no es ya la Caracas de 1946 que despide a Pedro Emilio Coll, se parece más bien a la de 1957 donde nacerán narradores como Israel Centeno o Antonio López Ortega. Presiente más que anticipar, forja desde la demanda de una ecología, pero sobre todo desde el escándalo de las pacaterías civiles. Una lección singular adelanta para los tiempos por venir, y es esa de perfilar el entorno del escritor, el reducto de su hábitat, su sociología, se bate desde la trinchera de la autonomía, fin y destino, categoría urbana del escritor. Cuando habla de “los doctorados inocuos” aclara para siempre esa recurrente confusión típica de las sociedades sin estatuto donde la alfabetización se asocia con civilidad y lo escolar se confunde con lo intelectual. Los doctores del foro confiscarán para sí la imagen del saber frente a las masas gimientes; los de récipe y bisturí desarrollarán, hasta hoy, su patanería de sabios envanecidos ante el campesino que les ofrenda su gallinita de corral.
Desde el rechazo del criollismo enquistado, hasta el horror por las “guarachas” (su denuncia del mal gusto lo lleva a ver la prolongación de lo popular venido del campo en cierta cultura de la rockola), y la abierta sospecha de la política arribista y los nuevos ricos ―inconvenientes mortales en la tarea de construir los nuevos patrones de la sociedad venezolana. Su sensibilidad beligerante es segura guía en la formulación de un modelo. La audacia de sus juicios se amparaba en sus maneras solventes de la experiencia citadina ―estar al día era para él la exigencia necesaria de su irreverencia―, y también en la franca denuncia de las carencias formativas, consecuencia de la defectuosa circulación de libros y revistas. Los argumentos del angustiado presionaban también desde la responsabilidad del hombre informado. “Como tenemos aceptada una invitación para ir a vespertina no podemos continuar escribiendo sobre Huidobro. Adiós”. ¿No resulta admirable este desenfado, como incorpora el ritmo de un tiempo venerado a la solemnidad de sus obsesiones? En ese “adiós” también debemos ver lo admonitorio, el tiempo se acaba para el paseante, acaparador de unas imágenes envolventes, lo agitan para proyectarlo a un futuro, el cual vive y ejecuta desde la novedad de unas emociones pero contra la moda y las eficacias prevalecientes.
Se me antoja que en la corta gestión de Mariño Palacio se reúnen tanto los esplendores como las frustraciones de la Venezuela de esos años cuarenta. Gusto por asambleas y parlamentos para los cuales todavía no hay actores cabales, la modernización institucional y la circulación de dinero traen un aire de maneras democráticas, aunque para ellas no haya más garantía que el decidido ruido de las calles alimentadas por la innovación petrolera ―la promesa del Estado de Derecho alienta en una ciudadanía recién venida, sin referencias a que apelar—. Todo semeja una donación. Carente de legados en torno a los cuales anclar las prácticas de asentamiento civil, los logros de una paz hedónica y la bonanza quedaban sin resguardo. Asimismo, parece ocurrir con los personajes y situaciones de las ficciones del narrador, motejados de exóticos o extravagantes, no encajaban en el plan de redención de una avanzada donde previamente se había diagnosticado un desfase en el cual las ideas estaban reducidas a una función instrumental: democracia digital y hospitales.
Tras la elección de Gallegos el optimismo se hace moneda de curso legal, las masas viven su apoteosis a escala, pero si alguien podía dudar ese era el mismo emisario de las buenas nuevas: el escritor que exige un escenario ad hoc para la gestión de lo civil ilustrado. Dieciocho años de edad no parecen suficientes ni siquiera para la democracia electoral, pero allí estaba, donación o tardada compensación, había que tomárselo con calma, pues. Su artículo sobre Rómulo Gallegos, el presidente (recogido por primera vez en este volumen), es sobre todo admonitorio, evita alimentar sus impresiones con arquetipos del imaginario del escritor y apunta a sus posibilidades como estadista, ya no el maestro sino el intelectual lidiando con el poder. La duda parece hacerse desencanto, y la notable conclusión es que Mariño Palacio augura para el presidente un tiempo de fracaso, pero su profecía está enteramente sacada de la imposibilidad de los personajes de sus propias ficciones (las de Mariño Palacio). El breve artículo está regado de advertencias, así dice: “… el comienzo de una de las pruebas más peligrosas que ha de atravesar un hombre acompañado de su pueblo”. En un sentido lato aquel temor no podía explicarse desde el recelo de las instituciones, pero sí desde la insegura ciudadanía y sus aún borrosos marcos de proyección. Los logros del hecho sufragista no le parecen seguros si se atan al puro proceso nacional, los condiciona a lo que llama gestiones “de superación y humano equilibrio”, insiste en la fragilidad de los electores para dotar aquella democracia de un conjuro contra el caos. No le resultan tan amenazantes la volubilidad y la traición de los ideales como la aptitud que las tolera. Ese “tiempo oscuro y amenazante” pertenece a algo soterrado en las referencias de su análisis, no se ahorra elogios para el hombre moral y algún tintineo de desesperación hay en tanta insistencia en las virtudes personales del mandatario, como si poco o nada más hubiera en el resto del elenco.
Obsesión por el modelo y la enmienda, pudiéramos decir de su constante exigencia de lo nuevo, la constitución moral de los tipos se retrasa y esto lo aturde. “Hace falta, en cambio, arquetipos rotundos, fuertes, definitivos, que enseñen a la masa, a la vulgaridad, la dura lección de los procesos interiores” ―difícilmente pudiera expresarles de manera más angustiosa una demanda de esta naturaleza, para él es una urgencia, y sin embargo las premuras del día condicionan toda previsión, la anticipación del futuro—. La administración pública encuentra a unos hombres que se descubren a sí mismos impávidos, con graves responsabilidades en medio de la bonanza fiscal y el fin de la era del caudillismo patriarcal. La caída de Medina Angarita, y más tarde la entronización de los coroneles, son tropiezos de unos acordados sin mayor arraigo en el culto de la herencia societaria, la modernización sin modernidad continúa, pero la indiferencia, y sus consecuencias se hará congénita; pronto será un obstáculo en la tarea de transformar el consumo en bienestar. Definitivas carencias, cuya enmienda no estaba en el horizonte de las instituciones pragmáticas, son el peso inercial de las trágicas asimilaciones de los momentos de orfandad. Como el colapso psíquico que sepulta a Mariño Palacio, la dinámica de unas fuerzas obrando en un escenario sin anclajes engendra la destrucción de las formas.
Si la economía y los negocios de Estado dominaban aquel florecimiento del intercambio, las observaciones del escritor convencido de los alcances más estable de la literatura apuntaban hacia un horizonte tal vez despoblado pero emergente: nuevos arquetipos y crítica radical del gusto. No eran otras sus graves diligencias. Escritura fragmentaria y cruzada de intereses y temas, y no podía ser de otra manera, la obra de Mariño Palacio se nos despliega hoy como la acción de un predicador tratando de inducir la máxima novedad en medio de la funcionalidad, esta reactiva, aquella subversiva. Y sin embargo que tremenda disciplina alentaba en quien sabía ordenar las horas del día dedicando el fragor diurno a las urgencias y lo noticioso, y la inmóvil noche a esas dos novelas, medidas y colmadas de conflictos de un previsible catálogo mariniano. Si Batalla hacia la aurora se hubiera publicado en su tiempo de escritura, es decir, diez años antes, hubiera alterado la periodización de la novela con toda seguridad.
Sus medios fueron la prensa diaria y el periodismo cultural, buena parte de sus textos están perdidos en publicaciones de poca circulación o efímeras (por eso mismo hoy poco accesibles), se ha salvado solo lo publicado en las revistas de gran alcance: Revista Nacional de Cultura, El Farol, en ellas hay un breve puñado de sus ensayos, siete de ellos recogidos por primera vez en la presente selección. (Los compiladores del volumen de ensayos de 1967 se limitaron a la revisión de periódicos.) Se sabe de cuatro artículos suyos un mismo día en distintos diarios de Caracas. Como él mismo lo dice, fue colaborador asiduo de El Nacional, llevado de la mano de Antonio Arráiz. De alguna manera el formato de estos medios determinó en él un estilo: conclusivo, incisivo, cargado de adjetivos declamatorios y personales, ruidosos algunas veces, pero nunca superfluos. Asimismo, esta manera de camisa de fuerza lo proveyó de un efectivo sentido de síntesis, pocos escritores ha habido en Venezuela, antagonistas de su tiempo, con esa capacidad aglutinadora de los intereses mentales de la sociedad en formación. Uno se pregunta qué nos hubiera dado en la era del sosiego académico y la investigación amparada por los recursos de una institución, quizás tratados limpios y personales, como un Semprum a medio camino entre la libertad universitaria y el individualismo de una Royal Society. Ciertamente, nada le era ajeno, logra, no obstante, filtrar la materia literaria en medio del aluvión. Cómo separar, por ejemplo, en esos años, la pura creación novelística o ensayística del núcleo de la educación, o incluso de la economía.
Un examen detenido del índice del tomo de ensayos publicado en 1967 nos revela la capacidad de asimilación de una vocación pura, devaneos y divagación le eran extraños, pero alienta en él un desconocido sentido de adscripción a la literatura en términos que diríamos profesionales. En qué tiempo leyó tanto, y sobre todo con el tino de la elección, parece no haberse demorado en lo adventicio, su perspectiva de valoración de la literatura europea se nos muestra como una sobrevisión, empinada por sobre los devaneos. Tiempo de sonámbulos (su ensayo de crítica literaria de mayor extensión conocido), por ejemplo, es una lectura de Hermann Broch nada diletante. La difusión de este autor en el ámbito de la lengua española es de mediados de los cuarenta, nuestro crítico está encarando un universo poco examinado, lo elige con total certidumbre, y piénsese que Broch llegó a ser parte del canon. También construyó sus propios “objetos”, como diríamos hoy, tarea considerada una carencia que la crítica y aun las ciencias sociales debieron enfrentar, para el escritor que ha hecho del instrumento un reino esto podría resultarle una cómoda exploración. Textos como Historia universal de la demagogia o Teoría de los gatos no salen en absoluto de días de ausencia de tema, representan, antes, la potencia de un evaluador para quien autores y libros subyacen en una dimensión de pensamiento puro.
Mariño Palacio es esa clase de escritores que podía convertir un tema en un conflicto, se liberaba con facilidad de ese fetichismo del objeto prestigioso cuya ascendencia mortifica al escritor desesperado por ser parte de los sucesos del día. Cuanta confianza en sus instrumentos, en el acopio y formación de sus breves veinte años, urgente o no el asunto, las primeras líneas nunca denunciaban el apuro del dato, antes una indicación muy personal, oblicua “divagación”, introduce la reflexión rápidamente dominada por el gusto del ecléctico que saca el máximo provecho de cada cosa. Véase, por ejemplo, ese texto Ocho meditaciones frutales (incluido por primera vez en esta selección), tiene todo el aspecto de ser una expresa solicitud de la redacción de la revista. Se entrega a figuraciones aromáticas, topográficas, morales, en asociación de la fruta con la vida sensible, al extremo de revelarnos una única continuidad de formas y emociones; extrapola, compara, identifica aquello con esto, en fin, introduce una cultura en lo inanimado llenándolo de emoción. Así dice que “hay en el agua de coco la refinada sensibilidad de los elementos marítimos. Quizás la arrolladora y dulce potencia de las olas concentradas o la mágica densidad del pleamar”. ¿No nos obliga esa determinación a buscar la correspondencia, a hacer la verificación?, propone la identidad y luego refuerza la cercanía de fruta y paisaje, y es obvio que está más interesado en persuadir que convencer. “Por otra parte, hay cierta majestad, cierto aire de inefable descubrimiento, cuando el filo veloz divide la fruta y aparece a la luz del sol, ante la fosforescencia marina, el rutilante corazón que posee duras actitudes de lirio”. ¿Actitudes de lirio?, aquí la metáfora casi se hace incestuosa, vegetales contrastando su personalidad como en un reino autónomo. O hace valoraciones directas, de un énfasis sin réplica, todo adjetivo se vuelve ya inútil, así la piña: “Rugosa, cuajada de cactus nonatos, es la fruta que exteriormente posee menos sex-appeal”. Puede instilar humor si asigna linaje a la fruta, lo demás queda a cuenta del estatuto de sus consumidores, pues la uva “siempre puede estar segura de ir a reposar en la fuente de más detallada orfebrería, o en la entraña de una lujosa frigidaire que no ha sido comprada ni adquirida a plazos”. En realidad Mariño Palacio aparece como un jugador novato que en todo acierta, no ensalzó autores nacionales olvidables, ponderó lo clásico con mesura y estuvo de acuerdo con la tradición asentada.
La amplitud de temas da cuenta de lo reciente y también de tendencias desde una afirmación intelectual, todo lo somete a ese criterio de verdad, es allí donde la elección se pierde o se salva, parece decirse, y esto lo pone a salvo de cualquier descuido o frivolidad. Si era un adelantado por informado e irreverente, suele pasarse por alto que Mariño Palacio hace frecuentísimas incursiones en los dogmas sociales, enjuicia los hábitos de la comunidad y si es irónico es para ahorrarse el sarcasmo: ha podido ser un sociólogo devastador. Pero si la irreverencia es una manera de critica de lo convencional entronizado, su anticonformismo parece un legado de más largo alcance, vemos tan solo al joven iracundo y se lo despacha como rebelde, que eso no era (denuncia el adocenamiento burgués con un desenfado pleno de ironía, señala la moral del empleado público desde una distancia que ya querría para sí un sociólogo entrenado). En cambio, cuán saludable es para una sociedad la insistencia de aquellos para quienes todo puede ser mejor, perfeccionista se le ha dicho en Venezuela a aquel que se niega a elegir entre el mal y el mal menor.
No estamos en presencia de un esteticista o “enfermo de literatura”, como lo llamó Juan Liscano, poseía la agudeza de un generalizador, sabía organizar saberes distintos desde la solidez de la visión ilustrada, y así estaba lejos de la pura opinión. Si las revueltas de los sesenta hubieran tenido algún sabor clásico seguramente lo habrían reivindicado, pero estos gestores de revolución solo parecían enaltecer la vida práctica de una política de receladores.
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