Decía Gonzalo Picón Febres en su célebre La literatura venezolana del siglo diez y nueve (1906) que aquella historia global, capaz de captar en toda su dimensión el desarrollo de la literatura nacional, estaba aún por escribirse. Muchas páginas se han escrito desde entonces para llenar esta carencia. Con todo, creo que, a la luz del proceso cultural vivido desde nuestro nacimiento como república independiente, las palabras de aquel intelectual podrían trasladarse hacia otros géneros para decir que la misma tarea estaba pendiente en el plano del ensayo. Por fortuna, dicha empresa también ha tenido sus pioneros y no cabe duda de que el nombre de Óscar Rodríguez Ortiz (1944-2019) es uno de los responsables de haber desbrozado ese camino.
Intelectualmente formado en las décadas de los sesenta y setenta en Venezuela y París, perteneció a una camada de estudiosos que, a diferencia de sus antecesores del siglo XIX y principios del XX, rechazó tanto la postura impresionista del acto de comprender los materiales literarios (amparada en los criterios del “buen gusto” y la inmortal figura de la auctoritas letrada) como las propuestas para el momento insuficientes de la estilística y la filología en favor de una mirada mucho más rigurosa donde, a través de teorías sobre el objeto de estudio, se iluminaban con rigurosidad las áreas inadvertidas por el común de los lectores. Se trataba, se sabe, de una generación nutrida en las aulas universitarias con un saber condensado y estructurado para explotar al máximo el conocimiento de aquellos objetos resultantes de la cultura.
Eran los tiempos de la publicación de sus Seis proposiciones en torno a Salvador Garmendia (1976), un estudio global que, junto al de exponentes como Julio E. Miranda (Proceso a la narrativa venezolana [1975]) o Ángel Rama (Salvador Garmendia y la narrativa informalista [1975]), conformaba la excepción de una constante avizorada por Juan Liscano en su Panorama de la literatura venezolana actual (1973), a saber: la abundancia de estudios críticos de obras particulares en disfavor de miradas de conjunto sobre lo producido hasta los momentos. Lo mismo cabe decir de algunos de sus trabajos de corte más latinoamericanista, como Sobre narradores y héroes (1980). No estaría de más destacar acá su voluntad de estudiar fenómenos artísticos del presente, en contraste con la tendencia de la crítica a enfocarse en los del pasado, a veces más con la intención de no salir de una zona segura de juicio que de estimular, ya sea por vía del cuestionamiento o de la reformulación, la actualización de ciertas tradiciones exegéticas.
Pero donde realmente su vocación intelectual tuvo mayor impacto fue en el estudio de algo para muchos impensable incluso hoy día: el ensayo. Como si se tratara de una versión personalísima de la Crítica de la crítica de Tzvetan Todorov, Rodríguez Ortiz fue uno de los primeros en tener esa consciencia metadiscursiva (tiempo después vendrá gente de la talla de Gabriel Jiménez Emán y Miguel Gomes a recoger su testigo) y se abocó tanto a estudiar como a antologar a los representantes nacionales de un género poco estudiado (incluso menos, me atrevería a decir, que el dramatúrgico). Así, las impresiones de libros como la Antología fundamental del ensayo venezolano (1984) o Paisaje del ensayo venezolano (1999) le brindaron, gracias a la confección de una cartografía por la cual comenzar a explorar esa galaxia de tinta y papel que ha corrido desde nuestros orígenes históricos, no solo una autoridad indiscutible en el objeto de estudio trazado, sino además un conocimiento profundo sobre los alcances y límites de palabras tan escurridizas en el vocabulario popular como “ensayo” y “crítica”.
Y es que para él ambas eran términos antinómicos. El ensayo, siempre aspirando a lo general, era la contraparte de la crítica, conocimiento especializado, avalado por instituciones universitarias. Como hijo de la academia, ejerció la segunda con fuerza en los primeros años de su vida intelectual. Lo interesante es que conforme pasaron los años su escritura cambió y de la posición crítica, esa que miraba rasgos compositivos predominantes y estructuras del artefacto lingüístico según criterios científicos, pasó progresivamente a la ensayística, aquella donde el sujeto ya nutrido de lecturas y una vasta experiencia analítica echaba a andar sus pensamientos sin apelar al recurso, siempre a medio caballo entre el escudo y el lazarillo, de la referencia probatoria. Ahí están, como testigos silentes para demostrarlo, las huellas escriturarias de Hacer tiempos (1995) y Los bordes de la continuidad (2006).
Ciertamente, Rodríguez Ortiz deja un legado crítico enriquecedor para los sectores habitualmente interesados en la literatura (estudiantes de Letras, escritores, periodistas culturales, etc.), aunque también uno ético. Durante más de treinta años puso su talento al servicio de instituciones fundamentales para la vida intelectual del país como la revista Zona Franca, las editoriales Monte Ávila Editores (en su momento de un prestigio tan colosal solamente comparable con el Fondo de Cultura Económica) y Biblioteca Ayacucho, sin mencionar su intensa actividad en la prensa mediante reseñas. Todo esto nos hablará siempre de un hombre consciente de la vitalidad que la cultura le brinda a las sociedades modernas y de la necesidad de comprometerse a mantenerla viva, dinámica, activa en la sociedad. Si algo de esto aún nos queda en esta nueva centuria se les debe a esas personas que, como él, hicieron y siguen haciendo posible su pervivencia en nuestro país.
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