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Acompañar la vida

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Por ALEJANDRO VARDERI 

“Acompañar la vida. Ese es el asunto”. Desde esta afirmación de Rafael Cadenas me gustaría partir para reflexionar acerca de lo que me sugiere escribir y que es, justamente, la vida: “acompañarla” con mi lenguaje. Una vida que me ha llevado por un periplo de países, lenguas y culturas. Barcelona, Caracas y Nueva York se constituyen en los vértices de un triángulo vital desde donde se generan las coordenadas de la escritura. Una escritura donde las traslaciones, extrañamientos y exilios ocupan un lugar preponderante.

En mi caso particular el exilio es una vocación y una herencia. Una herencia porque mi padre fue siempre un exiliado de su casa, de su familia y de su país; y una vocación porque se encuentra marcado por un desarraigo lingüístico previo al del inglés pues fue el catalán, antes que el castellano, la lengua con la cual empecé a forjar esa memoria que la novela Viaje de vuelta espejea, a partir de la historia de una familia catalana uno de cuyos miembros, en pleno “tiempo de silencio” durante la dictadura franquista, decide exilarse en Venezuela.

En Caracas además de constatar que bajo la luz del trópico los colores podían ser mucho más colores, y que allí cualquier proyecto emprendido quedaba por lo general inconcluso, aprendí a robar el tiempo para la literatura; primero para la lectura de los clásicos bajo una mata de mango a la hora de la educación física, después para la escritura: en el laboratorio de inglés, las clases de contabilidad social cuando estudiaba Economía, o entre un análisis financiero y otro mientras trabajaba en el departamento de fianzas de Seguros de la Metropolitana; tiempo hurtado y recuperado, motorizando la doble vida del autor, y que según Kafka tenía como única salida la locura.

Soy el producto de un taller literario; de la experiencia compartida de escritura automática, colectiva e individual, de un grupo, un laboratorio de literatura que entre 1976 y 1981 editó la revista La Gaveta Ilustrada y creyó, con Lautreamont, que “la poesía debe ser hecha por todos”. La poética que me atañe, es decir el discurso que se ocupa del hecho literario en sí, será también —como quería Todorov— un producto del puro lenguaje, contaminado por la historia personal, vivida o soñada pero lo suficientemente lejana ya para que haya dejado de pertenecerme como anécdota, y empiece a interesarme como materia transformable con la cual trabajar, a fin de recrear mi propio pasado o inventar otro. Escribo entonces seducido, no tanto por la fantasía del ser escritor, sino para consignar muchas cosas que hubiese querido tener y ser pero que nunca tendré ni seré; algo así como si la literatura fuese la prueba sensible de no haberlo perdido todo. A ese vacío me aferro, aún a sabiendas de ser yo quien poco puede ofrecerle, salvo este deslumbramiento ante la materia que la conforma y bajo cuyo cielo pretendo algún día alcanzar a reconocerme.

Alumbrados por tales desterritorializaciones se han ido reproduciendo los textos: en el esplendor cromático de algún jardín caraqueño, en un apartamento del East Village neoyorkino donde la claridad siempre era artificial, o en mi refugio actual en la parte norte de Manhattan frente al río Hudson, por donde mis recuerdos navegan hacia mar abierto.

Nueva York y su intemperie resulta ser la plaza seleccionada para probar y probarme. La ciudad entre cuyos rascacielos la escritura ha ido acompañándome la vida desde hace más de tres décadas. Una ciudad que ha ido cambiando como una inmensa vitrina donde la vida se exhibe y se retira a una velocidad vertiginosa. Por eso anotar fracciones de esa vorágine permite capturar instantes en el tiempo a fin de asegurarnos de que lo vivido no era solo un espejismo; especialmente cuando la ciudad se reconstruye cada vez más como la simulación de lo que una vez fue.

En tal sentido, caminar hoy por el mercado de la carne cerca del río Hudson y la calle 14, implica toparse con hordas de jóvenes veinteañeras entrando a las boutiques, restaurantes y hoteles de moda; arquitectura retro enmarcando los estilettos en minifalda sobre las piedras que, por décadas, solo toleraron el peso de los camiones frigoríficos, prostitutas, y el deseo de hombres en vía hacia los bares de cuero y clubs de sexo. Pasear por Times Square también se constituye en un ejercicio de simulaciones controladas donde el plástico y el neón de las cadenas comerciales han arrasado con la piedra y el mármol de los cines en que prácticamente se originó este arte. Aún los teatros han perdido el nombre de los actores que crearon allí personajes inolvidables, para enarbolar el logo de las corporaciones con cuyo dinero se han remodelado, con materiales baratos, lo real que muchas veces esas mismas corporaciones contribuyeron a destruir.

Esto es así pues lo que ha animado la vida de Nueva York, desde finales del siglo XX, es la vida de los suburbios. En el pasado, la gente escapaba de ellos para mudarse a la ciudad, hoy viene aquí para transformar la vida urbana y adaptarla a su forma de vivir suburbana. Y es que desde los años sesenta, esta y otras ciudades americanas entraron en un proceso de deterioro que no obstante atrajo a artistas, actores, escritores, entrepreneurs de la noche, y generaron —como el París y el Berlín de entreguerras— un tejido cultural de gran riqueza y diversidad, que el empuje de las cadenas comerciales ha destruido. Estaciones de metro, como la de la calle 72 y Broadway, cafeterías como E J´s lunchonette en Chelsea, nuevos lofts, en el West Village, o las calles del South Street Seaport buscan reproducir sintéticamente la piedra, el cobre y las maderas del pasado, a fin de vender a las nuevas generaciones una ilusión de tradición y autenticidad, pero deslastrada de lo que hace real una ciudad, es decir, la fricción humana e industrial con todo lo que ello conlleva. Se busca, para los neoyorkinos de hoy, el look urbano pero con la quietud y el carácter puramente residencial de los suburbios donde la mayoría de ellos crecieron. Por eso presionan a las autoridades para que acaben con todo aquello que produzca ruido, olores o tenga que ver con lo auténtico; y a veces hasta se destruyen detalles históricos en los edificios, como añadir balcones metálicos en fábricas reconvertidas, para que los inquilinos puedan disfrutar del suburbano entretenimiento de las parrilladas al aire libre.

Barrios de gran tradición cultural se ven invadidos por una identidad artificial, cónsona con la mentalidad corporativa, que acuña nuevos nombres como Nolita (North of Little Italy) para especular con el valor de las propiedades; o conservan el del pasado —Hell´s Kitchen— buscando contrastarlo con los nuevos hoteles y edificios de lujo, puestos a ampliar el abismo entre una minoría de ilimitado poder adquisitivo y una mayoría modesta que acaba siendo desplazada. Se borra entonces el carácter étnico de los vecindarios, y hoy en el Village, el Lower East Side, Soho, Tribeca la única diversidad racial está constituida por las nannies caribeñas o afroamericanas empujando carritos de rubios bebés, y por los asiáticos y mexicanos que en sus bicicletas llevan la comida china, el sushi y las pizzas hasta viviendas cuyos ocupantes parecen extraídos de los prados de Scarsdale o Westchester.

La sensibilidad suburbana que se ha apoderado de Manhattan ha convertido la isla en un gran centro comercial para turistas, al tiempo que museos y teatros montan espectáculos de entretenimiento masivo acompañados por la venta de mercancía tipo Disney. Asimismo, las enormes camionetas sustituyen a los elegantes autos del pasado, los retro-bars ocupan antiguos clubs populares, farmacias y ferreterías son suplantadas por CVS y Home Depot, ancianos y niños que se sentaban en los portales son borrados por parejas paseando a sus perros, y la ropa elegante da paso a la deportiva, con lo cual la ciudad parece un gigantesco suburbio. Además, el auge del internet aísla a los jóvenes en sus casas, impidiéndoles desarrollar sus habilidades para socializar, y públicamente exhiben hoy un comportamiento más torpe que el de los muchachos pueblerinos veinte años atrás. Todo ello siempre en aras del progreso, no es sino la excusa del poder económico para enriquecerse a costa de la gente que, forzada a actualizarse constantemente, ve cómo su café con leche a 50 centavos se ha transformado en el latte a 4 dólares de Starbucks, el popsicle a 10 céntimos es la dove bar de 3 dólares, los dungarees obreros a 10 son los Guess-jeans a 100 dólares, y la cafetería del barrio ha dado paso al espresso bar cuadruplicando en la metamorfosis sus precios.

A pesar de tantas mutaciones, Nueva York sigue siendo la ciudad más sola del mundo; la diferencia estriba en que esas soledades ni se drogan ni fuman ni beben ni tienen tanto sexo como antes. Manhattan es demasiado caro y complaciente. La gente que motorizaba la diversión más ingeniosa en los clubs y las extravagantes fiestas se ha esfumado. Es, sí, más segura; pero la ciudad que nunca dormía, por el estrés, la larguísima jornada laboral —sin lugar para los legendarios almuerzos del pasado— y el consumismo exacerbado, cae rendida antes de los postres. La música que colectivamente se disfrutaba en Studio 54, The World, Area o M K es hoy una cajita con audífonos colgando del cuello, y bailar no es más la promesa de un cuerpo robado al desenfreno de la noche.

Y es, pues, en esta ciudad donde he desarrollado gran parte del trabajo literario y crítico. Una ciudad que, pese a futuros desplazamientos, como para Kavafis Alejandría también irá en mí siempre; tal vez porque Nueva York es una ciudad de exilados, de soledades que sólo se cruzan fugazmente en el pasillo de un deli o en el apretujamiento de los vagones del metro. Cuando las presiones de afuera y de adentro me inmovilizan en un pasillo o en un vagón similares, pienso en si permanecer en la inclemencia de Manhattan o volver a mi pasado solo con la memoria es suficiente.

¿Debería regresar?

Cualquier regreso es una equivocación porque nunca se regresa. Ocupar el mismo espacio físico, el territorio que una vez nos resultó familiar es encontrar otro distinto, casi tan nuevo como aquel donde nos hemos abierto o cerrado caminos hasta que dicho espacio, con sus pequeños logros y sus grandes fracasos, ha llegado a hacerse tan familiar que lo ajeno es, paradójicamente, lo otro: aquello que dejamos al irnos y ahora intentamos retomar con la ilusión de volver al punto donde lo dejamos, de recuperar el tiempo perdido; pero ello únicamente es posible haciendo silencio y descendiendo dentro de uno mismo para que, como el narrador de Marcel Proust, podamos escuchar el tintineo de nuestra propia campanilla y recobrarlo.

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