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¿Acogerás al forastero?

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Por PAU VIDAL SAS

El hecho migratorio no es ni un problema ni una amenaza, es parte constitutiva de lo que somos como humanidad. El conocimiento arqueológico actual comúnmente acepta que hace aproximadamente un millón de años los primeros grupos de homínidos empezaron a explorar más allá del continente africano. Somos pues hijos e hijas de esta primera migración.

La Organización Internacional de la Migración (OIM) estima que en el año 2019 había más de 271 millones de personas que habían marchado lejos de sus tierras de origen. De estas, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados confirma más de 70 millones de personas desplazadas forzosas: refugiados, desplazados internos, apátridas. Unas cifras que revelan la magnitud del drama humano al que muchos se enfrentan y del que en otros momentos hemos sido también protagonistas. Este pasado invierno conmemorábamos con dolor los ochenta años del exilio de decenas de miles de ciudadanos españoles hacia Francia.

En estos meses, un pequeño virus ha puesto de relieve cómo de artificiosas son las fronteras. Ya no resulta tan fácil hablar en singular: yo, los míos, lo mío, los nuestros… olvidando o ignorando esta conciencia de ser una sola humanidad, una fraternidad global. Nuestra compartida condición mortal y frágil se ha puesto en evidencia y ha pillado por sorpresa a las sociedades occidentales entretenidas y adictas al consumo desaforado, al turismo irresponsable y a la vida de las celebrities.

El futuro es incierto. ¿Seremos capaces de reconstruir unas sociedades basadas en la hospitalidad y no en la hostilidad? ¿O nos replegaremos en nuestros espacios seguros y reforzaremos identidades, fronteras, muros y vallas? ¿El más que necesario freno a la globalización y la llamada a lo local y a lo cercano implicará también cerrarse al que viene de fuera?

El derecho a solicitar asilo y protección expresa un anhelo humano y tiene profundas raíces religiosas. De alguna forma, todas las tradiciones espirituales tienen la hospitalidad al extranjero y al desconocido como un elemento clave para discernir la autenticidad no sólo de la vida ética sino incluso de la experiencia espiritual. Aquel que es fiel, creyente y piadoso acoge al forastero. Rechazarlo significa rechazar la presencia de Dios mismo.

La tradición bíblica recoge la historia de Abraham como la de un emigrante errante. José fue vendido como un esclavo por sus propios hermanos y llevado a tierras extranjeras. Durante cuarenta años Moisés vivió exiliado en Madián y María, José y el niño Jesús tuvieron que buscar refugio en Egipto huyendo de la persecución política de un líder sanguinario. En repetidas ocasiones al pueblo de Israel se le pide enfáticamente: “Recuerda que también tú fuiste esclavo en Egipto, y que el Señor tu Dios te sacó de allí” (Dt 5,15).

Sin memoria de nuestro propio pasado emigrante es difícil construir alternativas al sistema capitalista excluyente. Por eso Antonio Guterres, secretario general de las Naciones Unidas, con acierto nos recordaba recientemente que él también es un extranjero en Nueva York y que todo proceso migratorio debería ser, no un acto de desesperación marcado por las injusticias y los abusos, sino de esperanza y de construcción de un futuro mejor. Amín, Fátima, Walter, Leila y centenares de millones de personas también sueñan que pueda ser así.


*Paul Vidal Sas es jesuita, coordinador del proyecto de visitas al CIE, Fundación Migra Studium.

**Texto publicado originalmente en la edición número 782 -julio-agosto 2020- de la revista El Ciervo (www.elciervo.es), fundada en 1951, y dirigida ahora por Jaume Boix Angelats, quien generosamente nos autorizó a reproducirlos en nuestro Papel Literario.