En el ámbito de la literatura hay dos ideas que habitan en la mente tanto de algunos creadores noveles como de ciertos lectores. La primera es que el sueño de todo cuentista es ser novelista y la segunda es que, en tanto productores de discursos narrativos, los escritores pueden manejarse sin problemas en ambos registros con mayor soltura que los demás. Aunque hay evidencia de sobra para poner en entredicho la veracidad de estas creencias culturales, la aparición de la novela La máscara de cuero de J. M. Soto pareciera fortalecerlas, más aún si recordamos su debut como cuentista con su libro Perdidos en Frog (2012). Pero no nos engañemos: hay autores tan virtuosos en la novela como mediocres en el cuento, y el hecho de que en el caso que nos atañe esto no ocurra responde a la conjunción de un proceso doble de talento personal y de trabajo estilístico prolongado.
Es evidente que ese objeto que el protagonista del escrito, el vendedor de enciclopedias Alonso Quaker, usa para cubrirse el rostro durante buena parte de los acontecimientos que le toca vivir tiene una fuerte carga simbólica, tanto, que por un momento me hizo recordar la obra Mascarada (1978) de Eduardo Liendo, con quien ciertamente posee algunos elementos en común. Sin embargo, mientras este se aboca en su escritura a reflexionar sobre la construcción simbólica de la identidad del hombre, en Soto es apenas un elemento que permite visualizar un universo atravesado por el absurdo en todas sus aristas. Eso pareciera ser lo principal, pues todas las historias transcurren sin un fin aparente más allá de mostrar una caravana de situaciones y figuras humanas cinceladas por un prisma deformado.
Hay además en esta novela una cadencia fluvial y una gratuidad en el acto de contar, de describir de manera siempre fluida y larga que me recuerda mucho a la prosa de Roberto Bolaño. Tal vez a esto se deba el hecho de que no encuentre ese eje central que direccione todos los acontecimientos a la comprensión clara de un proyecto estético (aunque eso no quiere decir que no lo tenga), sino sencillamente un transcurrir de hechos y ya. Esta sensación también la he tenido leyendo la muy bolañesca Una novelita lumpen y en este texto la vuelvo a percibir con un claro fin programático.
En todo caso (y acá creo ver el punto fuerte de su construcción) tiene el mérito de incursionar sistemáticamente en las capacidades expresivas del humor negro a través de personajes cuya condición marginal está compuesta de ribetes caricaturescos e ilógicos pero que habitan la trama con la mayor normalidad del mundo. No estaría exagerando si considero que mediante estas tácticas compositivas se les estaría ofreciendo a los lectores una exégesis simbólica sobre la nación venezolana de los últimos años a través de la explotación del polo opuesto de la máquina de la ficción, a saber, aquel que recurre no tanto a la representación fiel de esa realidad sino a la acentuación caótica, carnavalesca y horrenda de aquellos atributos negativos que la conforman en cuanto tal. Así, en ese boceto ridículo de una Venezuela vuelta un desmadre inverosímil encontraríamos de manera codificada un trasfondo totalmente reconocible para quien está habituado al contexto que alude la obra.
Y es que, como bien dice el personaje ya terminando el libro, en La máscara de cuero encontramos una ciudad que es una alucinación donde habitan seres reales que han sido deformados por un contexto que los trasciende. Casi como esa patria que habitamos todos los días y todos los días nos hace preguntarnos dónde queda la realidad y dónde la ficción.
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La máscara de cuero
Jesús Miguel Soto
Editorial Equinoccio
Caracas, 2016